Ghostland

Por Hernán Domínguez

Ghostland

Sacude la cabeza, abre los ojos, y por un breve instante se siente como una maquinaria en el momento de ajuste previo a responder al botón de encendido. No es que se demore en reconocer el lugar en el que está, sino que tarda en comprender desde dónde lo está viendo. Está sentado, en un cuerpo, en una silla, mientras le sacan algo, parecido a un casco, de la cabeza. 

Su cabeza.

¿Y? le pregunta el hombre en uniforme caqui, con el casco en la mano y el amague de una sonrisa. ¿Puede decirme su nombre? Él abre la boca para contestarle y se queda así, duro. 

Completamente en blanco.

El empleado sonríe, abiertamente ya. El prendedor de su solapa, en lugar de nombre, tiene la cara de un koala, igual de sonriente. Puede ponerse de pie si lo desea le dice, más una orden en tono eficiente que una invitación. 

No quiere llamar la atención, así que se para y sufre un mareo mínimo, que disimula como puede. La gravedad actúa como si se regodeara de recobrar su poder sobre él. Sus ojos buscan un asidero, un ancla mental, lo que sea, se fijan en una figurita, apoyada en una mesita con ruedas, el tazo coleccionable de un jugador de fútbol, alguien lo dejó allí, olvidado, todavía impregnado con el brillo grasoso de snacks de paquete. 

Aparta los ojos como si fuera una mala palabra.

Se palpa el cuerpo, la sensación es extraña. Si no siente ningún mareo, ya puede entrar al Albergue, koala sonriente le señala la puerta, más adelante, con el gesto. La mira con aprensión, la puerta, sabe que del otro lado está el parque.

Mira hacia atrás. Por la puerta de entrada ya apareció una señora, espera para ocupar su lugar en la silla. Sabe —en algún lugar recóndito de su mente— que estuvo charlando con ella en el micro, durante el viaje de ida. Ella —no puede recordar su nombre— le sonríe. Le devuelve la sonrisa, inseguro.

Todos los objetos personales en la canasta le dice koala sonriente a la señora, y le extiende una bandeja de plástico. La mujer apoya la cartera y nada más. Claro, una mujer suele tener todo lo personal ahí. 

Vuelve la vista al frente y avanza hasta el portal. El campo Ullman, atenuado en ese punto —lo suficiente para no resultar incómodo a los vivos—, le ofrece una leve resistencia mientras lo atraviesa. Siente que algo tira, que lo retiene, pero claro, está hecho para que los espíritus no salgan, no para evitar que los vivos entren. Aprieta los dientes, la sensación es casi dolorosa, aunque el cuerpo —la carne viva— absorbe la mayor parte de la vibración sónica. 

Estar al aire libre, aunque sea en el parque, lo alivia de tensión. Se da cuenta de que tenía los puños apretados, las uñas clavadas en las palmas. Las relaja mientras camina y se aleja del búnker de seguridad, con la cadencia que imagina será la normal. A cada paso intenta recordar su nombre, pero no puede. Recuerda haberse sentado en la silla repitiéndolo mentalmente, quizá hasta en voz alta. Una apuesta. Había jugado algo con el empleado. A que no iba a olvidar su nombre. Y perdió. 

Nadie escapa al efecto de la criba mental. El filtro afecta la mente de todos los visitantes, no hay excepciones. Después de la inyección y el casco, nadie recuerda ningún nombre, cero sustantivos propios. Así nadie puede ser presa de ataques en el parque. 

¿Y ahora? 

La visita recién comienza, tiene que hacer tiempo hasta la hora de salida. Camina y se adentra, de a poco, en eso que los demás llaman el Albergue.

Es, a efectos prácticos de esta descripción, como caminar por la calle de un pueblo fantasma, aunque no como un cliché del oeste, polvoriento y lleno de cardos rodando, sino más bien uno de la campiña inglesa. Todas las casas tienen dos plantas, y un conveniente altillo, con ventana a la calle. Algunas caras espectrales se asoman y se esconden, tímidas. Muchas casas tienen, además, su propio sótano, los visitantes pueden acceder, si se animan a bajar iluminados solo por una vela que corre el riesgo de apagarse. 

La iglesia, excesiva para el tamaño del pueblo, tiene un campanario enorme, habitado por dos o tres espíritus. Por detrás de la sacristía, una escalera caracol de piedra lleva a una bodega húmeda. Y si se desciende un poco más, se llega a una mazmorra, exagerada y anacrónica, con grilletes oxidados adheridos a las paredes.

Al fondo de la calle y del pueblo, por detrás de la iglesia, está el cementerio, con calles delineadas por un centenar de lápidas y bóvedas de mármol. Hay más tumbas allí que camas en todo el pueblo. Pero claro, los cementerios son de los preferidos por los fantasmas.

Ninguna de las tumbas tiene nombre. Los que construyeron el parque prefieren que las almas vaguen libremente. Ghostland. Ese el único nombre que hay en todo el parque. Por todos lados. Como si los que están allí lo eligieran por ello. Como si tuvieran alguna opción.

Ghostland. No es muy original. El lugar al que todas las almas sin lugar en el mundo van a parar. Empezó como un albergue y terminó siendo un parque turístico para ver fantasmas. Necesitamos su aporte para sostener las instalaciones. Así justifican la entrada, los tours guiados. 

En todo el mundo hay espíritus huérfanos, sus casas demolidas, sus familias sin descendencia, almas que no tienen un lugar donde estar o al que ir. El parque es su destino. Cuando empiezan a resultar molestos, los capturan con sus campos Ullman, los transportan en cajas mínimas, los sueltan aquí. 

El problema es que los fantasmas se pegan a los nombres, como rémoras a un tiburón, como polillas a la luz. No es un capricho, los necesitan. El nombre de una persona, de un lugar. Sin ellos, las almas se disgregan, pierden cohesión. Lo descubrieron tarde, después de los primeros problemas. Hubo posesiones, unas cuantas, no todas se manifestaron a tiempo. Por eso, ahora, a todos los visitantes los despojan de objetos personales y criban su memoria. Así las almas no tienen a qué anclarse para escapar. 

Porque todas quieren irse, oh sí. A nadie, ni siquiera a un fantasma, le gusta ser exhibido en una vitrina. Generamos las condiciones para que estén cómodos en su entorno natural. Eso dicen los folletos. Que le pregunten a un elefante o a un oso polar de zoológico si está cómodo en ese entorno natural, que difícilmente incluya a cientos de turistas mirándolo, sacándole decenas de fotos, todas inútiles porque ninguna se va a ver bien. 

A la hora del almuerzo, se arrima al fast food ubicado en medio del parque. Tiene hambre y es una sensación agradable. Pide una hamburguesa con papas fritas —tampoco es que haya muchas opciones— y paga al contado. Los billetes parecen de juguete, son los que reciben al pagar en la entrada, sin próceres, solo números y colores. La billetera con tarjetas quedó en el locker.

El olor, mientras camina con la bandeja llena hasta una mesa libre, le produce una salivación excesiva. El sabor de la carne, de las papas fritas que quizá salaron demasiado, es una gloria. Es el único momento del día que realmente disfruta, a pesar de la muchedumbre encimada, sus conversaciones exaltadas, sus descripciones imbéciles sobre lo que han visto y sus planes enfermizos para el resto del día. 

Se compra un helado, lo come mientras se aleja del fast food, quiere prolongar ese momento colmado de sabores. Recorre la calle principal sin entusiasmo, sin meterse en ninguna casa. Llega al extremo, una valla de alambrado cerca el perímetro para los humanos. Apenas por detrás, la tenue ondulación del aire delata la presencia del campo Ullman. Si se concentra puede oír el zumbido, molesto, una vibración que amenaza con dividirlo en dos. 

No ve la hora de irse. Es el problema de los tours, hay que esperar a que cumplan un horario programado. Está tan cerca que el desasosiego lo domina, como una picazón interminable, las ganas de trepar el alambrado en un arrebato, se le ocurre que quizá el campo no lo afecte, como cuando entró…

Pero no tiene sentido, ya pasó casi todo el día, deben faltar apenas unas horas y saldrá.

Le da la espalda al borde, como un borracho a la botella que desea más que nada en el mundo. Se queda parado frente al cementerio. Lo recorre con los ojos, le parece ver un espectro flotando cerca de una bóveda de mármol negro, así que desvía la vista.

¿Está disfrutando? escucha la pregunta y los pasos al mismo tiempo. Es la mujer que cribaron justo después que a él. Se le acerca con confianza, como si ya hubieran hablado, una vez más supone que lo habrán hecho durante el viaje. 

Claro que sí, no se imagina señora… el nombre de ella no aparece, la frase queda flotando en el aire, inconclusa, como el muñón de un miembro ausente, pero sabe que a ella no le parecerá extraño, dadas las circunstancias. 

Está pensando qué cosa decir, para no quedar en silencio, cuando los rodean. Son seis, siete guardias, uniformes caqui con prendedores de animalitos. La mujer retrocede un par de pasos, el espanto deformando su cara horrible, y uno de los hombres le tira del brazo para terminar de sacarla del medio. 

Puede hacerlo fácil, dice uno, el prendedor con la imagen de un panda. O puede hacerlo del modo difícil…

Todos tienen fusiles Ullman. Sabe cómo funcionan. Campos repulsivos en andanadas concentradas. Hacen que el cuerpo parezca desgarrarse. Si tuvieras cuerpo…  

Así que se concentra y, contra su propia voluntad, comienza a despegarse del hombre. Intenta no pensar en su nombre —que el imbécil se encargó de repetir una y otra vez—, eso que lo mantenía unido. Le cuesta, después de tantas horas su espíritu ya está amoldado, acostumbrándose cada vez más a la forma, y por un instante el pánico lo ataca, piensa que está tardando tanto que igual van a dispararle. 

Eso —el pánico— lo ayuda a dar el último tirón y salir. 

Se queda flotando, mientras el hombre sacude la cabeza, atontado, como si recién terminara la criba.

Los hombres lo toman del brazo y se lo llevan también, tironeando y zarandeando. Lo mira y se lamenta, pero sabe que resistir hubiera sido inútil. Habrían  terminado por expulsarlo del cuerpo. Y simular ignorancia o desconcierto no tenía sentido. Si se presentaron con las armas, sin sutileza, es porque ya no tenían ninguna duda. 

—¿Qué hice mal?

—¿Además de caminar de manera errática y no ver ninguna atracción? —pregunta panda. Es el que hoy parece tener el mando. 

El problema es que rotan sus prendedores. Por eso, aunque él lo llame así, Panda, no funciona como nombre. 

—Y si necesitábamos alguna confirmación, lo hicimos con su almuerzo. La carne no tenía sal y las papas en exceso. Cualquiera se hubiera quejado…

Cualquier humano quería decir.

Se sintió un completo idiota.

—Para entonces ya habíamos recordado la figurita. ¿Así entraste en la sala de transición, no? —pregunta, pero no espera la respuesta; sabe que fue así—: No te preocupes, ya incautamos todos los paquetes de snacks, golosinas y galletitas. Con o sin coleccionables. Desde hoy no se venderá en Ghostland nada que no se haya elaborado acá mismo.

Dicho esto, Panda hizo una mímica burlona de saludo militar y se fue, el fusil apuntando al piso. 

Un grupo numeroso de gente se había reunido alrededor, lo miraban, lo señalaban. Para evitar las miradas de los idiotas, se internó en el cementerio y atravesó las paredes de la bóveda de mármol gris que conocía de memoria. La mortificación que sentía tampoco tenía nombre. Había estado tan cerca, a un par de horas nada más. Había perdido una oportunidad única…

No, no era cierto. No era única. No había sido la primera vez. Y no sería la última. Ellos ajustaban sus métodos y él aprendía. Tenía todo el tiempo del mundo para hacerlo. 

Hernán Domínguez Nimo

(Buenos Aires, 1969) Estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA, y Redacción Publicitaria en la AAAP.

Fue finalista en los concursos Terraignota 2001 (México), Coyllur 2005 (Perú), Axxón 2006 (Argentina) y el Premio Internacional de Ediciones Electrónicas 2008 (España), donde su relato La araña tiene patas cortas fue segundo accésit. Su cuento Moneda común ganó el Concurso Fobos (Chile 2003) y se publicó en la antología Panorama Interzona (Argentina 2012). 

Publicó los libros de cuentos Si algo está muerto no puede morir (2015), Tiempos muertos (2016) y La primera muerte es gratis (2017); y la novela Los muertos del Riachuelo (2018), en la colección Interzona Pulp. Tiene, además, cuentos y artículos en revistas y antologías de Argentina, España, Francia, Colombia, Venezuela, Grecia y Japón.

En el relato de hoy, Domínguez Nimo –acaso uno de los narradores más interesantes y secretos del panorama contemporáneo nacional– nos plantea una suerte de parque temático al que van a parar quienes perdieron su nombre y su conciencia. Un carnaval de las ánimas que se presta para múltiples e inesperadas exégesis.

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