Un hombre apareció ante la puerta de nuestra casa y nos entregó una pequeña caja. Luego bajó la escalinata y se perdió entre la lluvia.
Con Margaret no quisimos abrirla. Era un domingo como cualquier otro, y estábamos todavía bastante entretenidos. No teníamos hijos, ni amigos. Ambos tuvimos vidas duras, llenas de complicaciones que mitigan cualquier tipo de amistad, o posible compañerismo.
La caja estaba sobre la mesa del living. Era pequeña y roja. Junté el coraje necesario y le dije a mi mujer:
–A lo sumo habrá una bomba y explotará frente a nuestras narices.
Mi esposa apenas garabateó una sonrisa. Caminé hacia la mesa, coloqué mis manos sobre la caja y la abrí.
Había siete cartas adentro. Yo estaba desconcertado.
–¿Y esto? ¿Cartas? –me pregunté, mientras Margaret se aproximaba.
–Se parecen a las del tarot, ¿no? –preguntó ella.
–Yo qué sé… Sabes que no soporto esas cosas de adivinación y magia… –respondí, tácito.
Saqué las cartas y revisé el fondo de la caja. Efectivamente no había más nada.
El misterio se había esfumado, así que dejamos las cartas tiradas a un lado y continuamos con nuestro domingo. Creo que nos quedamos mirando televisión, intentando prestarle atención a la trama de una película aburridísima. Luego cenamos, fuimos a la cama, un poco de sexo y a dormir. Afuera, la lluvia seguía ablandando la ciudad.
Creo que desperté a las cuatro de la madrugada. Sí. Estaba profundamente dormido pero algo me quitó el sueño. Y ese algo fue Margaret, que estaba sentada del lado contrario de la cama, mirando algo que tenía en sus manos.
–¿Qué pasa, mi amor? –le pregunté.
No me respondió. La miré un buen rato. Estiré mi mano y le toqué la espalda desnuda. Pasé toda mi palma, acariciándola.
–Marga… –insistí.
Se dio vuelta y me entregó algo. Eran las siete cartas que habíamos sacado de la caja roja.
–¿Qué haces con esto? –pregunté, un poco enojado.
Ella se volvió a recostar. Me quedé con las cartas en la mano, y me decidí a deshacerme de ellas definitivamente.
Encendí la luz. Mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la luz del lugar, pero me permitieron ubicar rápidamente el retrete. Levanté la tapa y tiré las cartas.
–Hasta la vista, tarot –dije, presionando el botón.
Observé cómo el agua rabiosa se las tragó hacia lo profundo de las cañerías. Apagué la luz del cuarto de baño y regresé a la cama.
A la mañana siguiente desayunamos como si nada. Margaret no recordaba que me había dado las cartas.
–¿Lo dices en serio? –me preguntó, mientras tomaba su jugo de naranja habitual.
–Sí. Estabas sentada, mirándolas y luego me las diste –le detallé.
Tenía un gesto entre sorpresa y desagrado en su rostro. Me acerqué y le di un beso para reconfortarla.
–Ya es historia pasada. Con suerte estarán flotando con nuestros amigos marrones… –dije, con picardía.
–¡No seas grosero! –dijo, aplicándome un ligero golpe en el hombro.
Más tarde nos marchamos al trabajo. O al menos eso pensamos.
Había algo mal. Ya lo noté cuando iba conduciendo por la avenida principal de nuestra ciudad. La gente estaba mal. Les juro que me pareció que estaban caminando al revés.
Detuve mi automóvil. Respiré hondo. Tenía como una sensación que me apretaba el pecho. Saqué el móvil. Quise marcar un número, pero no pude.
A Margaret, mientras tanto, le pasaba algo similar. Estaba por entrar en la oficina en donde trabajaba y también creyó que toda la gente a su alrededor caminaba o se movía al revés.
Los dos vivíamos una situación fuera de lo común. Junté todas mis fuerzas y logré llamarla.
–A mí… me está… pasando lo mismo… –dijo, entrecortada por la tensión de la situación.
–¿Qué nos está pasando? –pregunté.
La respuesta llegó más rápido de lo que pensamos. Sobre la vereda encontré una de las cartas que había tirado la noche anterior.
–No… –mascullé mientras me arrodillaba y recogía la carta.
También en ese preciso instante Margaret halló otra de las cartas. Nos comunicamos de inmediato.
–¿Tú también encontraste una? –nos preguntamos al unísono.
El mundo, la ciudad, la gente, continuaba yendo marcha atrás, muy lentamente, como si fuera una película en rewind. Haces de luz cruzaban los cuerpos, dejando ver por un segundo sus esqueletos. Radiografías elásticas que iban y venían, del cielo a la tierra, de izquierda a derecha.
–Ven conmigo… No podemos seguir separados –le expliqué.
Media hora después nos encontramos. Estábamos en una esquina, la misma esquina en donde hace años atrás nos conocimos y enamoramos.
–¿Qué hacemos? –preguntó Margaret, preocupada. Sus ojos demostraban que había llorado antes de encontrarse conmigo.
–No sé… supongo que… –algo interrumpió mi respuesta.
Otra carta estaba en medio de la calle. Era la tercera. Dejé a mi mujer y caminé hacia allí.
–Ten cuidado… –dijo ella.
Afirmé con la cabeza. Cuando iba a recoger la carta, el tiempo volvió súbitamente a la normalidad. Un gran camión se aproximó hacia mí.
La última imagen que retuve en mi cabeza fue a Margaret sosteniéndome la mano, en medio de un río de bocinazos e imprecaciones de todo tipo por parte de los conductores que pasaban a nuestro lado. Luego todo fue oscuridad, y muerte. Fría muerte en el desarraigo más atroz que hombre alguno haya sentido.
El tiempo se detuvo y comenzó nuevamente el efecto rewind. Al mover mi cadáver, mi esposa encontró la tercera y cuarta carta sobre el asfalto manchado con mi sangre. Ni siquiera las tocó. El dolor la hizo sentarse a un lado y llorar.
Al cabo de unos minutos Margaret comenzó a correr. No sabía a dónde ir, sólo quería escapar de aquella locura, sentir que todo era un sueño. Pero no lo era.
La tercera y cuarta carta aparecían constantemente. Sobre la mesa de un café, pegadas en una pared, o sobre un afiche, en un semáforo, en un cesto de basura. Margaret seguía negándose a agarrarlas, hasta que recibió un contundente golpe en su espalda. Cayó sobre la vereda, y las dos cartas se pegaron contra su cara.
Más tarde caminaba por otra calle, llevando las cuatro cartas apretadas en la mano izquierda.
–Señorita, creo que esto es suyo –dijo una voz sin boca, sin fuente, tal vez una sombra dilatada en un ángulo.
Margaret giró hacia la derecha y observó la quinta carta sobre una silla de madera. Tardó un poco en reaccionar. Supuso que si no la agarraba sería castigada nuevamente. Ya nada importaba. Cuando fue a recogerla, aparecieron tres perros bóxer.
–Señorita, creo que esto es suyo –repitió la voz ausente.
Mi esposa tomó la quinta carta y de inmediato uno de los perros ladró.
–Señorita, creo que esto es suyo –explicó, nuevamente, la voz y a los pies de Margaret apareció la sexta carta.
Se arrodilló y la recogió con cuidado. El segundo perro ladró.
La ciudad se tiñó de azul. Pero un azul oscuro, denso, macabro, que pintó un mundo peligroso. Ya no era ni noche ni día. Era el lapso intermedio, que tampoco era crepúsculo o amanecer. Era un nuevo estado.
Mi esposa temía lo peor, y fue alejándose de aquellos perros silenciosos, que la siguieron. Copiaban sus pasos. Idénticos, perfectos.
–Señorita, le voy a pedir que preste atención a esto… –detalló la voz.
La séptima carta estaba en la boca del tercer perro bóxer. Margaret no quería tomarla. Sabía que la morderían, o la matarían.
–Señorita, no tema. No queremos hacerle daño –reiteró la voz mundana, que parecía venir desde todas partes.
Finalmente, mi mujer se aproximó al perro y le quitó la carta de la boca. Se levantó velozmente y comenzó a correr. Ninguno de los tres perros se movió. Se quedaron en el mismo lugar.
Dejó de correr cuando estaba en las afueras de la ciudad. Sudaba sobremanera, y la respiración acelerada le había hecho delirar un buen rato.
Sintió la curiosidad de ver las siete cartas juntas, una al lado de otra. Las colocó sobre el asfalto de la carretera. Se las quedó mirando, como esperando una respuesta. Nada sucedió.
Regresó a la ciudad y siguió vagabundeando varios días. Encontró comida en algunos establecimientos. Intentó ver televisión pero sólo se veían manchas de colores. Todo se mantenía en rewind.
La angustia se hizo cada vez mayor y Margaret sintió que debía hacer algo. Tomó una actitud violenta, con intención de desahogarse. Fue destruyendo sistemáticamente automóviles, negocios, incluso llegó a herir a la gente. Cada acto agresivo le causaba una pequeña dosis de placer, así que aumentó la agresión incluso armando bombas molotov y haciendo explotar más vehículos. El fuego la excitaba, la hacía sentirse el último ser humano del universo.
En esta gesta contra el mundo, y la maldición azul que tenía encima, Margaret recordó las siete cartas que llevaba en el bolsillo de su pantalón. Las sacó y con gran satisfacción las fue rompiendo.
–Adiós, cartas de porquería… adiós –decía, mientras destruía la primera, la segunda, y sucesivamente.
Rota la séptima carta, Margaret se sintió enteramente liberada, en un orgasmo eterno que encendía ya no su vientre sino todo su cuerpo, haciéndolo una unidad infinita de placer. En ese momento tan especial para ella se hicieron presentes los tres perros bóxer. No mostraban signo alguno de agresividad, pero se arrojaron sobre ella y la asesinaron, hundiendo sus fauces insaciables, masticando, bebiendo todo el fluido que salía de sus venas y músculos. Un festín horrendo.
La caja roja. Mis manos. Las de mi mujer. Nuestras manos y la caja roja. ¿Dónde estábamos?
La caja roja. La cerramos. Un ladrido nos despabiló.
Estábamos en casa. Era aquel domingo. Sí. Miré mi reloj. Era la misma fecha, la misma hora. Nos abrazamos, llorando de alegría. Alguien tocó la puerta. Alguien. Tuvimos miedo. Aunque queríamos caminar no podíamos.
Seguían golpeando la puerta. Indefectiblemente debíamos abrir. Margaret logró disipar el miedo y caminó hacia la puerta. La abrió. Allí estaban tres perros bóxer. Mirándonos sin expresión alguna. Me acerqué. En la pata de uno de ellos, apretando con fuerza, había un papel.
–No lo toques… no sabemos… –dijo, llena de pavor, mi esposa.
–¿Y qué otra opción tenemos? –le pregunté.
No había respuesta para esa pregunta. Las opciones podrían ser miles, o ninguna. Me decidí y tomé el papel.
Era una carta. Decía:
Estos perros son de ustedes. Ámenlos.
La caja se encargará de que nunca les falte nada.
Estaba atónito. Dejé la carta a un lado y los tres perros entraron. Se sentaron en el living, mirándonos constantemente. Margaret empezó a llorar, desconsolada. La abracé y por un segundo juro que sentí que el ojo invisible de la caja roja nos vigilaba. Si no cuidábamos a los perros, seguramente regresaríamos a aquel mundo de rewind, de retroceso, en el cual estábamos muertos.
En algún lado de este mundo, en alguna ciudad inundada por el egoísmo y la desconfianza, había un hombre que dejaba otras cajas rojas, atrayendo la atención de nuevas víctimas.
Por ahora, solo nos queda amar a lo desconocido.
Diego Arandojo
(Buenos Aires, 1978) es director de cine, investigador y escritor. Ha publicado más de veintisiete libros que abarcan temáticas como la narrativa, la investigación periodística, el esoterismo y la historieta local e internacional. Como documentalista es autor de “Medianoche de un músico experimental” (2007), “30 años de silencio, el secreto de G. A. Terrera” (2013), “Opium, la Argentina beatnik” (2014), “Alcatena” (2015) y “Garaycochea” (2017). Desde el año 1997 impulsa la revista “Lafarium”, con la que además produce audiovisuales y edita libros. Es padre del niño Adam, y vive en la Ciudad de Buenos Aires, invocando las fuerzas más allá de nuestra comprensión.
Artista polifacético, Diego Arandojo es una de las piezas fundamentales del circuito artístico nacional. Su trabajo como divulgador de poetas, narradores y artistas plásticos ha sido intenso y constante durante los últimos 25 años. Como todo engranaje esencial de un motor, no se ve a simple vista pero está ahí, trabajando sin descanso para que las cosas sucedan. La caja y las cartas es un relato que trata sobre la empatía, lo imprevisto y sobre formas extrañas –casi psicomágicas– de transformar la realidad gris que nos rodea.