La suerte de dos inmigrantes

Por José Emilio Ortega

La suerte de dos inmigrantes

Verbena

Justo Andarre, mochila al hombro, hizo su primera visita a Gualchos en tiempo de dólares baratos e ilusiones en las que gastarlos. Deseaba encontrar el rastro del pionero que se embarcó, a inicios del siglo veinte, camino a su ciudad, un punto floreciente de la llanura argentina: un tal Justo Raimundo Andarre, próspero comerciante sospechado de contrabandeo.

Cuarta generación desde el notable inmigrante, nuestro Justo mamó historias que, aún desgastadas, le resultaron fascinantes.

No llegó en plan de turista. Encarando la Contraviesa, se dio de bruces con aquel caserío; sintió que podría atravesarlo de un paso, pero también extraviarse definitivamente entre callejuelas en las que ni siquiera cabía un automóvil. Un vecino que lo vio forastero, le sugirió arrimarse la plaza, cuyo café era regenteado por sus parientes.

La familia lo abrazó. La comunicación se tornaría permanente. Tiempo después, pudo hacer una oferta y quedarse con el “Bar de la Plaza”, emblema de la villa de Gualchos. La compra incluía el negocio y el inmueble, que contaba con una vivienda.

Convenció a su esposa e hija y quemó las naves. A esa edad en la que no se es joven ni viejo, harto de empezar de nuevo una y otra vez, quería hacer las cosas bien. Absorbió cuanto pudo de preparación de fondos claros u oscuros, cocción de rabos de buey, tortillas o salmorejos; de chipirones, jamones ibéricos o pescados rebozados; de migas, gazpachos o cazones adobados; de chocos y pipirranas, o huevos a la flamenca. Se transformó en un personaje querido, respetuoso de las tradiciones, aunque innovador en cuanto fue posible.

Cierto es que su popularidad, a la que se adosaba un aceptable estado físico, lo hicieron atractivo para mujeres de toda edad. Justo se divertía con aquella notoriedad; su esposa Romina dejaba hacer, en función de los intereses del negocio, aunque estableciendo algunos límites.

Así fue que, intuitiva, le cayó encima mientras un exhausto Justo cerraba el negocio, ya de madrugada.

– ¿No me vas a dar ninguna explicación? exclamó indignada la habitualmente dulce mujer. – Esa loquita, la malagueña, no hizo otra cosa que mirarte toda la noche. No voy a pasar por estúpida.

Justo no había hablado nunca con aquella mujer -más allá de despachar sus pedidos en el bar-; era la más linda del pueblo. Macarena vivía unos cuantos kilómetros ladera abajo, en una residencia cercana a la playa, junto a su esposo Samuel, un odontólogo argentino que residió en Málaga por varias décadas. La doblaba en años.

“La Maca” o “la malagueña” salía poco; a veces paseaba sola, quizá tras hacer alguna compra, y apenas entraba al bar para beber un café con hielo. En ocasiones era acompañada por su madre, doña Carmen, quien a sus años nada tenía que celar, si de belleza se trataba, a su heredera. Don Samuel sólo salía del solar para caminar hasta la playa y dejarse besar los pies por el tibio Mediterráneo.

Apenas cuarentona, Maca era objeto de los rumores más aviesos. Pero cierto es que jamás, la habían pillado en un renuncio.

Justo negó todo: – No entiendo qué estás insinuando. Y no quiero saber.

Subieron juntos al departamento, se fueron a dormir. Sin hablar.

Los días se sucedieron con otro ritmo. Se acercaba una famosa fiesta europea con réplica en Gualchos: los fuegos de San Juan. El Ayuntamiento le había ofrecido al Bar de La Plaza, una extensión en la playa. Preparando la logística, Justo viajó hasta Motril, cuando la chocó de frente. Era la malagueña viva, allí delante suyo, acomodándose tras el tropiezo.

– Doña Maca, sepa disculparme. ¡Qué casualidad!

La mujer, apenas movió la comisura de sus labios para desleír a Justo. – Don Justo, muy buenos días. No hay casualidad alguna. Lo seguí.

Inquieto, el caballero recordó los fastidios de su esposa. – Macarena, no se hubiera tomado esta molestia… Empujado por ese rostro sugerente, empezó a jugar su propia partida.

– No le voy a robar mucho tiempo. Lo estaré esperando en la noche de San Juan, cerca del chiringuito (hablé personalmente con el Ayuntamiento para recomendar su autorización). Lleve protección.

Justo volvió a sentirse un adolescente. Probablemente ruborizado, temeroso de que algún transeúnte tomara nota de aquel diálogo crudo, intentó un llamado a la cordura.

Cuando quiso hablar, la mujer se volvió sobre sus pasos, puso su mano suavemente sobre la boca de Justo y clavándole la mirada espetó: – Yo pasaré y pediré unas gambas. Usted sabrá que ese es el momento y deberá seguirme, a cierta distancia. Todo estará bien.

Mientras Justo se preocupaba por alguna incontinencia de saliva, la descomunal morena montaba su Seat reluciente y en segundos, desaparecía de la vista.

Tras el encuentro, trató de no pensar. Las ganancias en la fiesta serían importantes, podría adelantar pagos y brindar a la familia unas vacaciones merecidas, en algún sitio tranquilo.

Llegados los fastos, la algarabía fluía, las cañas no paraban de venderse; los platos elegidos -que debían prepararse rápido- tenían la salida esperada, y aún más. Los fuegos y la música, empero, no distraían a Justo, concentrado en la faena, y atento a la llegada.

No fue sino hasta las once, que doña Maca se dejó ver. Luminosa, se abrió paso entre los apretujados parroquianos y sin levantar mucho la voz, se acercó al despachante de pedidos, bajo la atenta mirada de Justo.

– A ver guapo, si me preparas dos raciones de gambas y unas cervezas. Para llevar. Dejó unos billetes en el mostrador y en un rápido giro, se esfumó.

Cuando estuvieron prontas, Justo se adelantó al mesero. – No te preocupes, yo me encargo. Vuelvo en un rato.

Con los pedidos, a los que agregó una cava, patatas bravas, algún aderezo y un ramito de verbenas, siguió con prudencia a la Maca, que se contorneaba, turbulenta, a unos quince metros de distancia. La mujer enfilaba para su residencia. Inspiraba confianza.

La malagueña dejó la puerta abierta. El hombre se desplazó dentro del inmueble y cerró la puerta con cuidado.

– Por aquí. El viejo no se entera de nada. No duermo con él; cada tanto mi madre le hace la atención. Sin opinar, Justo le hizo razón. Pasaron a un inmenso y bien provisto dormitorio. La malagueña puso música. Comieron y bebieron con cierto arrebato: casi era medianoche. Maca sugirió continuar con la cava helada. En un santiamén, destapó la bebida y se la derramó encima.

Se amaron sin tregua, entre sostenidas andanadas. El hombre pasó la noche más intensa de su vida. La Maca era consistente, poderosa y a la vez mansa. Tras el último clímax, lo volvió a mirar a los ojos y le reiteró: – Argentinito, galán de verbena: ¿Te convenciste de que me puedes?

– Me tengo que ir, malagueña, atinó a decir Justo.

Se vistió en silencio y ella prefirió quedarse desnuda, apenas cubierta por la sábana. Le sonrió, a modo de asentimiento y afirmó: – Pero volverás.

El varón no contestó.

Cuando emprendió el regreso al mesón, todavía no había amanecido. Se descalzó y caminó lentamente por el borde de la marea. Hundió su cabeza en el agua y se dejó llevar despacio. A su alrededor, la jarana y los fuegos aún ardían.

Justo siguió caminando despacio, intentando acomodar las sensaciones. Quedaban todavía un par de horas de trabajo.

Cuando divisó el chiringuito, se sentía levitar. Nada podía torcer una noche tan incomprensible como maravillosa. Pero había culpas, deberes y probablemente todo quedaría en un recuerdo.

Desde la lejana Sudamérica, perdido en la pampa argenta, había devuelto a los Arrade algo de su brillo; él era tan Justo como el Justo que, mirando el espejo azul e infinito, desde aquella montaña con forma de puño, avizoró hace cien años, en el Nuevo Mundo, su futuro personal.

Estaba orgulloso de su esfuerzo, de su presente y de su porvenir, que seguiría forjando como aquellos primeros pobladores de los que se tiene cuenta en Gualchos, que vivieron en cuevas hace tres mil años. Como los fenicios, los árabes y los andaluces que hicieron de este sitio un rincón donde germinan los sueños.

A metros de las mesas, extraviado en sus cavilaciones, no atinó a auscultar el espanto de sus dependientes, ni los gritos de: ¡Cuidado! de pulperos y festejantes. Sin entender nada, sintió que un desgarro en su espalda se llevaba en minutos su sangre, y su vida. Cayó de bruces, extrañamente consciente, sin poder determinar el origen del puntazo. Los gritos, el desorden, se transformaron en un acontecimiento ajeno.

Podría haber sido el doctor Samuel, inflexible ante la deshonra; del mismo modo Romina, que lo advirtió antes que nadie…. Los amantes de la Maca ¡Qué duda cabe que los tenía! O alguno de sus parientes, quizá envidiosos ante la buena racha acumulada, erigiéndolo en víctima cual el pobre Antonio Torres Heredia -el Camborio de Lorca-…. Algún borracho de ocasión, acaso sin comprenderlo, empujado por todos.

Alcanzó a divisar las luces de la villa, origen de su universo personal, estallido blanco que despuntaba bien alto. Seguía escuchando el murmullo del Mediterráneo, acariciado por la brisa. Sabiendo que sería el último brío posible, volteó su cabeza hacia el agua. El eco fue revelación. Mirando al mar, abrazó por última vez a los suyos.

Giuli

Giuli se enamoró del potrero cuando ya no lo tenía. Como un tributo a esa familia futbolera que tanto lo mima, como homenaje a los amigos a los que despidió con poquitos años, cuando cruzó el charco para empezar a escribir otro capítulo de su biografía.

Sin decidirlo, dejó hace un tiempo las costas del Paraná para entreverarse en las playas del Levante. Sin proponérselo, empezaron otras búsquedas. Aparecieron nuevas sensaciones y entre los desafíos que importó la abrupta adaptación (a la escuela, al valenciano, a una renovada organización familiar) aferrado a su núcleo pequeño, Giuli se entusiasmó con la pelota de modo furibundo e irreversible, como una forma de mejor sobrevivir.

Y en el equipo, como en el colegio, Giuli integra un vasto “resto del mundo” donde comulga con uruguayos, brasileños, colombianos, marroquíes, rusos, ucranianos, rumanos, búlgaros y tantos migrantes que han hecho de Calpe, aquella comunidad provinciana que lo ha cobijado, una pequeña torre de Babel. A puro esfuerzo, se ha ganado un lugar entre los titulares del team que sábado a sábado, moviliza su presente. Algunos lo comparan con el inolvidable Javier Mascherano; medido y orgulloso, el halagado se limita a sonreír ante la ocurrencia.

Encarando otra fría mañana de diciembre, Giuli camina hacia la escuela pensando -como casi siempre- en la pelota y sus circunstancias. Tiene sus motivos. No hace ni un día, fue testigo de un acontecimiento superlativo, de esos que se retienen para siempre en la memoria. Fue por penales, no importa: gritó la atajada del Dibu Martínez hasta más no poder. Antes había festejado el doblete de Leo Messi, la tremenda definición de Angelito Di María y sufrió con las ráfagas de Kyllian Mbappé. Fueron siete partidos electrizantes, mientras España debía recoger su arrogancia -como después Portugal- ante la fresca arremetida marroquí; en tanto, Alemania, Inglaterra o Brasil iban quedando en el camino, y la “Scaloneta” proseguía su marcha.

Entre aquellas tribulaciones transcurría el denodado Giuli, quien en poco más de un año había dado un definitivo vuelco a su vida, al aproximarse al robusto edificio estatal en el que estudian casi todos los niños o niñas de Calpe, saltando de vereda en vereda y tratando de encontrar respuestas pendientes. Pocas horas antes, festejó en las calles de la ciudad, junto a los suyos y otros emigrados: ¿Qué pasaría en la clase? Las noticias, partido tras partido, se ensañaban con sus héroes. Los rencores, siempre traducidos en alguna forma de intolerancia, estaban a flor de piel.

Pero fue nada más que asomarse al pasillo y escuchar el coro: ¡Argentina campeona! Alentaron al unísono las nacionalidades más diversas. Todos guardaban alguna anécdota para contarle, alguna pregunta que hacerle. Llevarlo en andas hasta el aula fue la opción espontánea.

Desde los hombros de sus mejores amigos, Giuli se sintió elegido. Él también sabía cuánto pesaba la Copa del Mundo.

 

José Emilio Ortega

(Córdoba, 1969). Doctor en Estudios Sociales de América Latina, magister en Partidos Políticos, licenciado en Enseñanza de las Ciencias del Ambiente y abogado.  Publicó los libros de cuentos El Festejo (2016), La Mesa de Corea (2018), Dominio Imperfecto (2019) y Falso Positivo (2022) -los dos últimos en coautoría-. Participó de antologías y compilaciones. Dirigió la Editorial de la Provincia de Córdoba (2012 a 2013) y codirigió la Editorial de la UNC (2016 a 2021). Concibió y redactó el proyecto aprobado como ley provincial 10.246 (Programa de Estímulo a Ediciones Literarias Cordobesas) y coordinó el programa en sus cinco primeras convocatorias anuales. Escribe habitualmente en medios de prensa (entre ellos HDC) y es columnista del ciclo Córdoba Primero (Radio Gen). Premiado por la Academia de Nacional de Derecho y Ciencias Sociales, Consejo Argentino de las Relaciones Internacionales, Universidad Notarial Argentina, Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de Córdoba, entre otras.

En este díptico que se aparta del género, pero no del todo, Ortega retrata las aventuras de dos inmigrantes que pasan por diferentes peripecias –y distinta fortuna– en contextos ajenos. Muchas veces, las complejidades de la vida cotidiana conllevan complicaciones dignas de un policial.

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