Lo que Lila recuerda y lo que no

Por Kike Ferrari

Lo que Lila recuerda y lo que no

Sería, no sé, octubre del ‘67 o el ‘68. Del 68, porque la muerte del Che no era una novedad. Octubre o noviembre del ‘68, si lo buscás en algún diario de la época seguro lo encontrás…

Parece mentira, ¡pasaron más de cincuenta años! Es casi imposible de pensar. Es antes de practicamente todo, ¿entendés?, aunque entonces creyéramos…

Igual lo que pueda acordarme no te va a servir para nada, si lo dejamos el placard de una habitación del hotel Almagro, ahí a la vuelta de la Federación de Box. El hotel todavía está, pero no creo… Además, decime, Teté, ¿para qué andá buscando tu tío un tres ocho que usamos –capaz, no es seguro– hace cincuenta y pico de años?

Sí, ya sé, ya sé.

Bueno, te cuento.

Si es el que te digo, y por la descripción que me das, es bastante probable, aunque no seguro, que sea, cuando lo tuvimos nosotros, el tres ocho ese lo llevó Jorgito, Eduardo, bah.

Jorge fue su nombre de guerra después, en esa época se llamaba… ¡Puta, no me puedo acordar! Bueno, igual no importa, su verdadero nombre era Eduardo… Eduardo… espera que haga memoria… Benvenuti. Eso: Eduardo Benvenuti. A él lo hizo cagar la Triple A en el ‘75, cuando se llamaba Jorge.

Pero volvamos, Teté, porque sino me voy por las ramas y termino hablando de cualquier cosa.

Te cuento: estaríamos en octubre del ‘68 y era una de las primeras operaciones nuestras, del ERR. Se trataba de tres acciones que debían suceder, cómo te digo, al unísono. Y salieron bastante bien para lo inexpertos que éramos. Claro que pese a la inexperiencia nuestra estaba el acumulado que los compañeros más grandes habían hecho en el Partido durante la resistencia, mientras el entrismo, antes de que nos fuéramos.

El asunto es que los tres equipos actuamos coordinados pero con cierta compartimentaciones y cada uno bancó su propia logística, así que muchas de las cosas que te cuento no las sabíamos en ese momento, las fui sabiendo después. Ponele, los del equipo del Sueco –con Aníbal, el Flaco, creo, y uno más que ahora no sabría decirte, qué sé yo, pasaron tantos años– que secuestró a Malaquín para financiación, la jugaron de artistas para entrar y ni fierros usaron. Unos atrevidos totales.

En el que dirigía yo estábamos… A ver, pará… Jorgito, que es el que cargaba el tres ocho por el que preguntás; Quique Rivas, que creo que cayó en el ‘73 igual que Gallego, mi primer compañero al que en esa época todavía no lo había conocido; y, si no me falla la memoria, Tato Tomasini… A ver… Sí, casi seguro, eh, que éramos Jorge, Quiquito, Tato y yo.

Me acuerdo que los fierros y los materiales para el caño nos los había conseguido Víctor, el Elefante, del Frente Sindical.

¿Sabés de dónde salió lo de Elefante?

Pará que te cuento porque es hermoso. Al burócrata de su gremio, hombre del Lobo Vandor, que se llamaba Roberto Barrera, le decían el León. Y como Víctor, que era grandote y de andar lento, a fuerza de democracia de base y acción directa, le había ganado la dirección del conflicto de La Benítez del año anterior… O el otro… A ver, pará… Fue antes de que nos fuéramos del Partido pero justo después de que dejáramos el entrismo en las 62, ¿no?… Pará, ya me acordé, el conflicto empezó en junio y terminó a principios de julio. Entre la caída de la Toruga y los primeros días de la Morza. Así que fue en el ‘66, seguro. Junio-julio del ‘66.

El asunto es que, entre el Lobo, el León, la Tortuga, la Morza y el tamaño de Víctor cuando el conflicto se ganó, sacamos un volante que decía “Un Elefante clasista les dio vuelta el circo”. Y el apodo ya le quedó.

Pan y poesía, corazón, como quería Trotsky, ¿no es hermoso?

Pero, bueno, volvamos a tu tres ocho.

El asunto es que el Elefante nos consiguió los fierros y el caño y, en la repartija, el tres ocho ese, calculo que es el mismo porque me acuerdo de la marca, que nos llamó la atención que ninguno conociera, ni siquiera Tatito que era el que más sabía de armas, se lo quedó Jorge.

Igual los fierros en esa acción no eran ni para mostrar. Sólo los llevábamos por si se complicaba la retirada y había un enfrentamiento.

Nuestra tarea era poner, como distracción, un caño en El Té de Dios, una tienda snob, pretenciosa, pura superficialidad donde, para colmo, una vez por año juntaba a todos los gorilas. Es decir que simbólicamente nos venía como anillo al dedo –si algún lugar merecía dejar de existir era ese–, la ubicación era perfecta –estaba ahí nomás, sobre Cangallo– y no tenía que haber bajas porque a esa hora estaba cerrado. Por desgracia hubo un muerto, nuestro primer muerto, un botón jovencito, ¿cómo era que se llamaba? Ya sé: Medrano, Carlos Medrano. Me acuerdo porque me enteré cuando ya estaba en Las Violetas, que es en la esquina de Rivadavia y Medrano y pensé: qué casualidad. El asunto es que pobre vigilante hacía adicionales en un barulo frente al Té de Dios y se ve que, como estaba recién salido de la Vusetich, se tomaba el laburo muy en serio. Y cuando vio aquel bulto extraño… No me olvido más la cobertura de Canal 13 en el noticiero del día siguiente. Después nos acostumbramos a las muertes pero en ese momento…

Bueno, te sigo contando: habíamos decidido hacer así, las tres acciones combinadas, porque imaginábamos que no iban a esperar que golpeáramos en tres lugares al mismo tiempo. Pensá que era muy al principio de todo. La coordinación fue perfecta. Cuando explotó el caño nuestro, el equipo del Sueco ya tenía al doctor ese –Elías Malaquín, si no me equivoco– arriba del auto. Lo llevaron a una prisión popular y a los seis días teníamos la guita. Con eso financiamos una partida de fierros largos que… No, pará, eso fue después cuando ya estaba con Gallego… ¿Para qué usamos esa guita, entonces? No, la verdad que no me acuerdo, che… Sí, sí, ya sé, no tiene importancia… Pero me da una bronca no recordar.

El asunto es que metimos el caño y rajamos. La explosión la escuchamos a lo lejos. Enseguida llegamos a la esquina en la que teníamos que separarnos: Jorge y Quique a la Federación de Box, que esa noche había pelea y teníamos un contacto que los podía guardar un par de días; Tato al Hotel Almagro, donde ya tenía una habitación alquilada e instrucciones y yo a Las Violetas, en plan señorita bien, a esperar a mi contacto. Me acuerdo que tardó un buen rato en llegar, cuando se oían sirenas por todos lados y la radio que estaba junto al mostrador ya había anunciado, entre tangos de Aníbal Torres y Juan D’alessandro, lo del botón muerto.

No habría pasado ni un cuarto de hora cuando, sentada frente a mi contacto, escuchamos la noticia del secuestro de Oberdán Rocamora, que era la tercera acción, la del equipo de Angelito Leto.

Vos ni debés saber quién era Rocamora, ¿no? Después preguntale a tu tío. Rocamora era un periodista político pero sabíamos de buena fuente que laburaba para los servicios. Entonces lo secuestramos con la idea de canjearlo por tres de nuestros presos. La negociación no fue buena y, si no me equivoco, Ramírez y los otros siguieron en cana hasta mayo del ‘73.

Pero pará que te cuento desde el principio que si no se me hace un despelote bárbaro.

Nosotros nos habíamos juntado temprano en la casa segura. Un delirio que se me había ocurrido a mí. Era una casita de madera en la terraza de un edificio de gente bien, a pocas cuadras de El Té de Dios, donde vivía mi tía, una prima de mi abuela en realidad, que estaba un poco tocame un vals. La vieja… vieja digo y era mucho pero mucho más joven que yo ahora, debía tener unos sesenta años o así…

Bueno, el asunto es que mi tía estaba media colifa pero además era evangelista y siempre recibía grupos de jóvenes de su iglesia. Esa era nuestra cobertura. Hacía como diez años que vivía ahí, aunque los vecinos, que la llamaban señorita Wilson, siempre estaban tratando de desalojarla para recuperar la terraza. De alguna manera, nunca supe porqué, o lo supe y ahora no me acuerdo, el arquitecto Lisajovich, que hacía más que nada remodelaciones pero era como el administrador, la defendía. Y entonces, ahí seguía mi tía.

El asunto es que, además de quedar cerca del objetivo, al estar en la terraza nos daba una vista privilegiada para saber cuándo salir sin ser vistos. Por eso decidí que nos juntáramos ahí y, mientras cantábamos salmos evangélicos, metimos el caño en un bolso y repartimos las armas. Después nos asomamos: se escuchaba, me acuerdo –es loquísimo lo que retiene la memoria– un disco de jazz y en la ventana del edificio de enfrente vimos, en cuero y con un pucho en los labios, a Juan María, un tipo que creo que era publicista y que, según habíamos averiguado, no era peligroso, se la pasaba así, fumando e imaginando cosas, apoyado en la ventana.

No me acuerdo a qué hora salimos, serían las nueve o algo así, pero sé que llegamos enseguida y que toda la acción nos debe haber tomado como mucho diez minutos. Fue dejarlo en la puerta y sumarse al desfile de máscaras en la calle. Y, como te digo, casi no escuchamos la explosión porque cuando el aparato reventó estábamos como a quince o veinte cuadras. Después nos enteramos lo del vigilante. Bah, yo me enteré en la radio, en la confitería, me acuerdo que pasaron la noticia justo después de un tango cantado por Edmundo Romero. Ellos no sé cuando supieron porque ya nos habíamos separado según el plan: Jorge y Quique, por un lado, yo por el otro y Tatito al Hotel Almagro.

¿Sabés por qué te cuento esto?

Porque ahí, en el hotel, en una habitación de techos altísimos, con un ventanal que daba al pulmón de la manzana, Tato, siguiendo las instrucciones que nos habían dado, dejó los fierros en un hueco del ropero, bajo unas cartas dirigidas a una tal Angelita, de donde se suponía que compañeros nuestros, o de otra orga, ahora se me mezclan los hechos, los iban a buscar en los días posteriores. Y eso, si no recuerdo mal, fue la última vez que supimos algo del tres ocho ese por el que me preguntás.

Bueno, eso es lo que me acuerdo, ojalá te haya servido de algo, Teté. Y mandale un beso a tu tía.

 

Kike Ferrari

(Buenos Aires, 1972) Fue parte del fanzine literario Juguetes Rabiosos y actualmente es miembro del comité de redacción de la revista La Granada. Como colaborador, de las revistas Sudestada, Marea Popular (Argentina), Casa de las Américas (Cuba), Visión y Fiat Lux (España) y los portales Sigueleyendo (España), Hermano Cerdo (México), Cosecha Roja y Notas (Argentina). Escribe también con regularidad para la revista de los Metrodelegados, el sindicato de los trabajadores del subterráneo de Buenos Aires, del que es delegado de base y trabaja en la estación Pasteur – Amia de la línea B limpiando durante las noches. Publicó las novelas Operación Bukowski (2004), Lo que no fue (2009, 2017), Que de lejos parecen moscas (2011), Punto ciego –en coautoría con Juan Mattio (2015), Y es probable que no quede ninguno (2015), Todos nosotros (2019); los libros de relatos Entonces sólo la noche (2008) y Nadie es inocente (2015). Es autor de un libro de ensayo, Postales rabiosas y otros juguetes ligeramente literarios (2010).

Reconocido autor de policiales, Ferrari viene construyendo desde hace años una obra sólida y original. En el presente relato, en segunda persona, una sobreviviente de la violencia armada de los ’70, relata ciertos hechos a un misterioso interlocutor, jugando con los baches y las malas pasadas que la memoria trae con la edad.

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