Remigio Basualdo se agachó un poco más, metió medio cuerpo en el baúl y logró llegar al fondo para cubrir el último rincón de alfombra. Sí, el Chino tenía razón cuando le dijo llevate el Renault nomás, pibe, vas a ver que flor de baúl tiene, hasta un muerto podés cargar. A él le habían dado ganas de reírsele en la cara al Chino. ¿Cómo sabés, Chinito, que para eso te lo pido prestado?, le hubiera dicho, pero se cuidó muy bien de poner cara de nada.
Ayudándose con los brazos reptó hacia atrás, no quería mover las bolsas de residuos abiertas y apiladas capa sobre capa. Hubiera sido mejor una de esas lonas de los camiones cerealeros, pero con las bolsas estaría bien. No sería tanta la sangre, además deshacerse de las bolsas era más fácil.
Saliendo del baúl, una gota en la mano. Llueve, la puta madre. No era lluvia, era una lágrima. Una lágrima por la Ángela y también por el hijo que le crecía a la Ángela en la panza. ¡Cuánto habían festejado ese embarazo! De tan contento se había gastado la mitad de la mensualidad en el boliche del Chino, para brindar con los de la fábrica.
—¡Hoy pago yo! —Nadie se negó a la invitación, pero le llenaron la cabeza de preguntas. ¿Te sacaste la lotería vos? Para mí que le llovió una herencia. Él esperó hasta que todos tuvieran su vaso servido—. ¡Voy a ser papá!
—¿Y quién es la agraciada? —quiso saber el Titi. “Agraciada”, tenía que ser el Titi. Desde que se había vuelto supervisor de empalme, se paseaba por la planta con un libro abajo del brazo, haciéndose el finoli.
—La desgraciada, querrás decir —saltó el Turco.
—Se llama Ángela. —Él sacó la foto del bolsillo de la chaqueta—. Esta es, miren.
Los muchachos se le vinieron encima, hasta se subieron a las sillas.
—Che —gritó el Chino desde su trinchera detrás del mostrador—, no me rompan el boliche.
—Grandecita, ¿no? —largó uno.
—Linda —se le escapó a él, y sintió el calor en la cara que seguro se le ponía colorada.
Meses atrás, la Ángela había caído en el pueblo buscando a los Basualdo, Remigio ni se acordaba para qué. Y ahí nomás se habían enganchado. Él estaba como loco, no paraba de pensar en ella, era como si se conocieran de toda la vida.
—La Ángela es muy de la casa —explicó—, por eso nunca la vieron. Apenas si sale a hacer las compras para la comida. Raro que se quede charlando con la almacenera.
Remigio seguía con las manos en las bolsas del baúl del Ranault, los brazos estirados. Ahora las lágrimas le caían a chorros. Se secó los ojos. No había tiempo para mariconeadas. La Ángela estaría volviendo de la verdulería. Bueno sería que lo encontrara con los ojos en compota, después de la charla de dos días atrás.
Chequeó el baúl: bolsas, pala. La misma pala que unas horas antes había usado para cavar el pozo, que había camuflado con ramas. Hasta que llegue tu inquilina, pozo. Y miró hacia todos lados, que nadie lo hubiera oído. Pero por ese campo ni los animales andaban.
Entró en la casa. En la heladera, una cerveza y un tetra de tinto por la mitad. Cerró de un manotazo. Mejor mantenerse fresco.
Puso a calentar agua, preparó el mate, se sentó a la mesa. A esperarla. No sabía si ella tardaría diez minutos o una hora, ni le importaba tampoco. Mejor que disfrutara de su último día. Él también disfrutaba con la espera, por adelantado disfrutaba. ¡Qué estúpido había sido! Pensar que todos lo sabían. El primero en decirle algo fue el Chino: Esa mina es muy jovata, buscate una chica joven. Una de tu edad. Y después el Titi, al pasar, como en chiste: No te hagas el héroe de la mitología, pibe, esa vieja te va a llevar a la perdición. Y él, nada. Lógico, ¿cómo imaginar lo que le quería dar a entender aquel idiota chupalibros, si se lo pasaba diciendo palabras raras. Pero le quedó picando. Además cuando el Titi dijo eso, todos en el boliche se callaron. Al otro día, en la fábrica, le pareció que hablaban de él, que lo miraban raro. Esa tarde ni pasó por lo del Chino. Se excusó diciendo que el embarazo…, que la Ángela precisaba ayuda. Así, varios días. Hasta que un viernes, ya habían apagado las máquinas y las luces, el Turco lo agarró del brazo, le dijo que era el cumpleaños del Titi, y que iban todos a tomarse un vino a lo del Chino. No pudo negarse.
Entre todos le habían comprado una torta con forma de libro: en la tapa decía “El Rey de la Mitología”.
Esa era la palabra… mitología.
Dio media vuelta y se fue. Caminaba rápido, repitiendo la palabra. ¿Quién, que no fuera el Titi, podía explicarle lo que quería decir? ¿Dónde había libros, alguien que supiera de libros? En la biblioteca, claro. ¿Pero cómo iba a entrar ahí? Ese era un lugar para gente bien, no para un obrero oliendo a grasa.
Se pasó una semana pensando. Y un día, antes de ir al trabajo, tomó coraje. Dio el primer paso dentro de la biblioteca, los libros parecían querer aplastarlo.
En el mostrador lanzó la pregunta.
—¿Usted quiere decir mitología griega? —dijo la chica.
Él no tenía idea de qué era la mitología, y menos que menos griega.
—No… —dijo, tímido—. Perdonemé, señorita, pero no entiendo. No sé qué es…
—Puedo buscarle un libro.
Ni contestó, ¿que leyera un libro? Él no era como el Titi. Giró para irse.
—La que sí sabe —la oyó decir— es la profesora Mauni. Vive frente a la Municipalidad.
Derechito a lo de la Mauni fue. Él la conocía de cuando trabajaba en el taller mecánico. La profesora arreglaba su Peugeot ahí.
—La mitología está minada de héroes, Remigio. ¿De cuál hablarte? Hay algunos muy conocidos: Aquiles, Hércules, Teseo, Edipo.
—Digamé alguno.
—A Aquiles, la madre lo bañaba con ambrosía y lo ponía al fuego para quemar las partes mortales de su cuerpo, pero la interrumpieron y le dejó un talón vulnerable, mortal. ¿Entendés?
Él bajó la mirada. No solo no entendía, esa historia no tenía nada que ver con la Ángela.
—¿Y el del hipo?
—Edipo. Mató al padre y se casó con la madre. Cuando ella se dio cuenta de que se había casado con el hijo, ya tenían varios hijos, entonces se suicidó. Y Edipo, al enterarse, se sacó los ojos.
Remigio levantó la mano.
—Pare, profesora.
—Perdón. ¿Querés tomar un té o algo?
—No, gracias. Me voy.
Pasó otra semana sin hablar con nadie en la fábrica, tampoco iba a lo del Chino. Y no sabía por qué, pero ya no quería llegar temprano a la casa, daba vueltas hasta que se hacía de noche. Necesitaba hablar con el Titi, no aguantaba más.
Una tardecita entró en lo del Chino como con miedo. Las mesas llenas, el Titi en el fondo. Se fue acercando de a poquito hasta sentarse a la mesa de al lado.
No se saludaron. Sabía que el Titi lo relojeaba.
—Che, Titi —gritó el Chino—, tu vecino se vino callado.
—Ajá.
Pasaron así como una hora. A él se le atragantaban las palabras.
El Titi repetía algo bajito. Prestó atención:
—Edipo.
Saltó de la silla.
—¿Qué carajo me querés decir? —el grito le quedó retumbando en los oídos—. ¡Largá de una buena vez!
Y el Titi, como si le estuviera explicando a un nuevo parroquiano las reglas del truco, le dijo que se fijara bien a quién estaba metiendo en la cama. Que quién era la Ángela.
Él pensó que la Ángela lo esperaba en casa con la cena y la cama calentita, y le dio vergüenza que alguno le pudiera leer los pensamientos. Quería abrazarla.
Iba casi corriendo para verla, cuando pasó por lo de la vieja Ragone. ¿Cómo no había pensado en ella? Todo el mundo sabía que la vieja Ragone conocía pelo y sombra de cada uno del pueblo.
—Quién llama —dijo la voz rasposa de la vieja.
—Tengo una consulta, doña. —La vieja abrió.
La pieza en penumbras, apestaba a incienso o talco.
—Diga, hijo. ¿Qué le anda pasando pa’ caerme con una consulta a semejante hora?
Recién se daba cuenta él de que debían ser más de las once. Sintió calor en las mejillas. Por suerte había poca luz y la vieja no lo vería: hombre grande, ponerse colorado.
—La Ángela —murmuró—. Dígame de dónde salió la Ángela Pallero.
—Vos me hablás de la Angélica Pallero.
El corazón se le volvió un bombo. Sí, la Ángela se llamaba Angélica, nombre que nunca le había gustado.
—La misma.
—Esa se fue del pueblo hace como veinte… A ver, dejame que saque bien la cuenta: veintitrés años. Había tenido un hijo, todos saben eso. Al crío lo dejó, se hicieron cargo los Basualdo. Los Basualdo de la calle Artigas, creo que al 900. Pero si vos sos el Remigio Basuald…
No supo si contestó algo, tampoco cómo salió de ahí.
Caminaba despacio, pensaba en la profesora, en ese del hipo.
Llegando a su casa, vio a la Ángela tomando mates en el almacén.
Se apuró, quería revisar las cosas de ella. El Titi le había dicho fijate a quién estás metiendo en la cama.
Revolvió cajones: nada. Guardó todo, que ella no se diera cuenta. En la cocina, se sirvió un vino y prendió la tele. Y atrás de la tele, en el estante de los adornos, la foto de la Ángela… Si no fuera por el pelo largo, podría confundirse con una foto de él, de él de ahora.
Terminó el vaso de un trago y se sirvió otro.
—Decime la verdá, Angélica. —Ni hola le dijo.
A ella se le cayeron las bolsas de la mano.
—Qué decís, Remi. Yo vengo del almacén.
—Ya sé. Quiero saber de antes, de cuando te fuiste del pueblo, de por qué mierda te fuiste de acá. —Se sirvió otro vaso de vino—. ¿A qué putas viniste a mi casa?
—Yo… —ella se fue agachando, con la panza abrazada—. Yo te quiero, Remi.
—¿Cómo me querés, a ver? ¿Como un marido, como tu macho, eh? ¡Decime! O… o me querés como a ese hijo de tu panza.
—Yo te quiero, Remi.
—La verdá, Angélica. Toda la verdá.
Ella lloró un rato largo. A él se le partía el alma, pero la dejó ahí, en el suelo, hasta que pasó del llanto a los suspiros.
—Ya sabés la verdad, Remi. No me preguntés.
Lloraron abrazados.
Dos días aguantándose, pero ya tenía todo listo, hasta el auto. Mejor matarla antes que naciera el chico. Un ruido de la puerta de calle. El taconeo de la Ángela. Remigio tragó saliva. Iría derechito a los bifes, para no arrepentirse.
Le pareció escuchar al Chino: ¿Cuándo me devolvés el Renault, pibe? Y él: Mañana mismo, Chinito, quedate tranquilo.
—Hola, Remi —ella le apoyó la panza en su panza y se restregó un poquito, así como a él le gustaba. Estaba para llevarla a la cama y hacer una despedida.
—Hola —dijo, seco.
Y ella le dio un beso en el borde de la boca, la muy guacha.
—¿Me extrañaste, pichón?
Remigio se enardeció de golpe:
—Pichón, sí —gritó—. Tu pichón, puta de mierda. —Y manoteó el tramontina y se lo clavó, seguro hasta el espinazo.
Ángela se desplomó muda, sin un gemido. Él le puso la oreja en el corazón. Muerta.
La envolvió en la manta y la llevó al auto. Salió para el descampado. Ya está. Ya está. Ya se terminó. Y otra vez mariconeaba, los ojos empañados. Lo único que le faltaba era volcar y matarse antes de enterrarla.
Dio marcha atrás hasta quedar pegado al pozo. Paró el motor.
Estaba mareado como si se hubiera chupado hasta el fondo del cartón de tinto. Pero por lo menos ya no lloraba.
Sacó las ramas. Le temblaban tanto las manos… Abrió el baúl. Abrazó la manta. La abrazó con fuerza, con la fuerza del hombre de ella, del hijo de ella y del padre del futuro hijo de ella. Y le pareció que la Ángela se movía. Las ganas de no haberla matado, pensó.
Pesaba más, debía ser por la muerte. Había escuchado, por ahí, que los muertos son más pesados. La soltó en el borde del pozo. La manta seguía envolviéndola. Así se quedaría Ángela, calentita para siempre.
Le faltaba enterrar las bolsas, que tenían más sangre de lo que había pensado. Las hizo un bollo y las tiró encima de ella, y fue en busca de la pala.
Una palada, otra. Y se lanzó al pozo y sacó las bolsas y la abrazó a ella por última vez. Y Ángela… Ayudame, Remi. Se estaba volviendo loco. La destapó: los ojos abiertos. Sigue viva. No, estúpido, los muertos no cierran los ojos. Tenía que cerrarlos él. Remi… Remigio le arrancó la manta. Estaba viva. ¡Viva! La alzó en upa como a un bebé, la subió al auto y aceleró hasta el hospital.
Claudia Cortalezzi
(Trenque Lauquen, 1965) Vive en Alejandro Petión, Cañuelas, provincia de Buenos Aires. Escritora, editora, coordina talleres literarios. Dictó talleres en las Ferias del libro de Buenos Aires y Lima, 2017 y 2018, respectivamente. Fue jurado en varios concursos y trabajó como correctora y relatora de contenidos. Integra el laboratorio de lectura crítica #MicroLee. Organiza 2 ciclos de lecturas. Fundó y dirige junto a Fabián Rossini la editorial Luvina.
Publicó las novelas Una simple palabra (2010) y Distrito territorial San Telmo (2019); los libros de cuentos Entrañable (2015) y Abrirse paso (2021) y las colecciones de microrrelatos In excelsis (2015) y No ser o ser (2016/19).
Compiló las antologías Cuentos de La Abadía de Carfax 3 (2012), Una casa para siempre (2016), Escritos entre mate y mate (microficciones argentinas) (2017), No somos invisibles (antología de microrrelatistas de Latinoamérica, sobre la invisibilización de la mujer, 2021).
Cultora del microrrelato –aunque también se maneja con soltura en la novela o en el cuento de extensión convencional– Claudia Cortalezzi extrapola un tema clásico de la literatura universal para renovar su esencia perturbadora en un contexto de cotidianidad.