Era un barrio de calles muy anchas, con árboles robustos de ramas ágiles y espesos follajes que se elevaban muy alto hasta ladearse y entrelazarse con los de la vereda del frente. Allí formaban un techo que impedía que entrara el cielo. Hacía muy poco tiempo que vivía en ese pasaje de solo dos cuadras en los que no había edificios públicos, escuelas, negocios ni pubs. Sin ruidos de autos, motos o ciclistas, sin bocinas, gritos ni voces, podía oír el rumor de las hojas sopladas por la brisa, el canto de los pájaros y el golpe de las teclas de la computadora al escribir. Se sentía inmerso en la beatitud.
Fue la necesidad de silencio y soledad la que lo había obligado a dejar su departamento en el distrito latino —distrito pintoresco y vital según lo que decían todos, pero ruidoso y con acechanzas y peligros, para él, cada vez más difíciles de sortear— y llevado a alquilar este otro departamento cuya renta apenas le dejaría lo justo para los cartuchos de tinta y la comida. Sí, fue la necesidad de silencio y soledad y, más, la necesidad de pasar desapercibido para poder terminar de escribir la que creía sería la mejor de sus obras.
La primera vez que vio a ese niño desde su ventana del tercer piso fue unos diez días antes. Había hecho una pausa en el policial que estaba escribiendo y se asomó a respirar ese aire verde con la esperanza de encontrar una idea inspiradora que lo sacara de la página en blanco. El protagonista acababa de asesinar a su mujer con un golpe de martillo. Un único golpe había sido suficiente para cerrarle los ojos. Esos ojos así, cerrados, a él le molestaron. Estuvo largo rato empeñado en que permanecieran abiertos. Lo intentó con la yema de los dedos, una y otra vez. Los párpados volvían a cerrarse. Entonces, sin más, los cosió. Conforme con la tarea, permaneció luego varias horas observándola y sintiéndose observado, varias horas preguntándole: «¿Cuántas veces te advertí que solo debías tener ojos para mí?». Después la desmembró con infinita paciencia, colocó todos los miembros en un freezer y desapareció.
Y allí, en ese punto, estaba su página en blanco. ¿Cómo seguir? ¿El lector debía saber quién era el asesino? Si así fuera, claro, toda la intriga y estrés ya no recaería en el descubrimiento del asesino, sino en los vericuetos y la suerte de la pesquisa. Tanto como le fascinaba aquella primera escena del homicidio y la extravagancia obsesiva que vino enseguida, le fascinaba la idea de hacer jugar al asesino con la policía.
Cuando había bajado la vista hacia la vereda del frente, algo le había llamado la atención desde el gran contenedor de basura. Era ese niño, ese niño alto, muy alto y de figura escuálida, con sucios cabellos largos y ropa contaminada que revolvía la mugre minuciosamente. Era un sin calle más, tal vez un adicto que lo había perdido todo, o un enfermo mental sin contención. Sin embargo, sus manos de dedos largos, el movimiento de su cabeza, quizá, o la elevación de su mentón, le hablaban de orgullo. Decidió no moverse del lugar hasta que el niño terminara su labor. Quería ver qué sacaba de allí. Pasó un rato y comprobó cómo se retiraba con las manos vacías.
Fue en ese instante que decidió que su lector no sabría quién era el asesino y que este no jugaría con la policía. Fue en ese instante que pensó que debía tratar a su lector como si fuera un niño, ese niño. Si, debía enmarañarlo, convertir su lógica en un puñado de harapos, hacerlo revolver la mugre y, pese a todo, dejarlo con las manos vacías, siempre vacías. Si, su narrador tenía que ser un dios, pero no cualquiera, sino un dios contumaz en su propósito de no soltarle al lector ni el más mínimo indicio.
El desafío de volver a sentarse frente a la pantalla, ya no para contarle una historia a su lector, sino para meterlo en una historia que nunca le sería contada, le resultó un baño de electricidad. Era consciente de que, para confundir al lector, no le bastaría con quitar los elementos que indicaban un vínculo amoroso entre el asesino y la víctima. Necesitaba eliminar la pregunta que el asesino le hacía al cadáver acerca de la advertencia que, en vida, le había formulado. Sin embargo, él le tenía cariño a ese homicida manifiesto que mata a su mujer porque no tuvo ojos solo para él. Posponerlo le disgustaba.
Estuvo escribiendo bajo estado de flujo. Sin cambiar esa pregunta admonitoria del primer capítulo, introdujo falsos indicios que llevaran al lector a pensar que quien le hablaba de ese modo a un cadáver pudiera ser también un delirante que creía tener frente a sí a quien no tenía. En el segundo capítulo se concentró en elevar y abrir la cámara del narrador para llevar al lector a vivir el ambiente del homicidio. ¿En dónde se cometió el crimen? ¿Cuándo se cometió? Luego, a esa cámara más telescópica, la volvió microscópica. ¿Cómo fue el proceso de muerte? Hizo pequeñas modificaciones en este punto del primer capítulo. El asesino la mató con un único golpe, sí, pero la muerte no pudo ser instantánea y completa. Ninguna muerte lo es. La víctima murió clínicamente de un paro cardiorrespiratorio, sí, como morimos todos. Pero después de su muerte clínica siguió muriendo. Sus células, su sangre, sus bacterias, sus huesos, sus músculos, su ADN se tomaron su tiempo para morir. En esa creencia, en la de que después de muertos tenemos más partes vivas que muertas, describió el proceso de muerte de la víctima introduciéndose en escritura de negrura extrema. Terminar esa parte fue un alivio.
Al día siguiente, después de haber descansado solo un rato, volvió a asomarse por la ventana con la esperanza de ver al niño. Y allí estaba otra vez, revolviendo la basura. Separó cáscaras de manzanas y naranjas que se fue llevando directo a la boca con una mano, mientras que con la otra separó lo que parecía ser una caja de té aplastada. Supuso que el niño pensaba que podía encontrar allí un pequeño saco olvidado. También apartó un frasco de café vacío. Estuvo seguro de que le vertería algo de agua dentro para hacerse un café aguado.
Al escudriñarlo, con la pesada sensación de extrañamiento que le provocaba ese niño, pensaba en su obra. Esa mujer debía tener familia y amigos que comenzaran a notar su ausencia, que la llamaran por teléfono, que le mandaran mensajes. El asesino no debía dejar sus miembros congelados en ese freezer. Alguien debía ir a la escena del crimen, destaparlo y retirar los restos. ¿Quién? ¿Cuándo? Debía ser un niño, sí, un niño igual a ese que tenía frente a sí. Ese niño sería su personaje siguiente. Nadie más, no quería seguir una secuencia policial lógica.
Salió disparando del departamento. Ni siquiera esperó el ascensor. Saltó de piso en piso por sobre los escalones hasta alcanzar la calle. Entonces, desde la vereda del frente, el niño giró y, al verlo, escapó. Permaneció varios minutos con los ojos dirigidos hacia el espacio vacío que dejó. Oyó el rumor de las hojas sopladas por la brisa, el canto de los pájaros y un golpe. Una anciana que pasó delante suyo había caído a la vereda. Sin embargo, no pudo pasar de la sensación involuntaria que le debía provocar la realidad a una percepción. No pudo pasar de una percepción a una emoción que lo empujara a actuar y a ayudar a esa anciana a levantarse. Estaba atrapado por la mirada de ese niño y, al mismo tiempo, por la idea de transformarlo en el mejor de sus personajes.
Pasó otro día más en el que siguió escribiendo. Introdujo en la historia el personaje del niño. Le dio un pasado, le quitó un futuro. De todos modos, necesitaba darle carnadura. A ese fin, sentía que debía hablar con él. Volvería, estaba seguro. Su propia presencia también debió atrapar al niño. Como el día anterior se le había escapado, no quiso correr riesgos. Se escondió y lo esperó en una arboleda alejada unos metros de su edificio. Cuando el niño llegó y se puso a separar cartones se le lanzó encima y lo inmovilizó. El niño se revolvió, gimió. Él no pudo evitar reírse de su resistencia hasta que se rindió. «No tengas miedo, solo quiero conocerte, ayudarte. Quizá vos, a cambio, puedas ayudarme a mí». Hablaron, cerraron trato: cada día, después de revolver la basura, el niño tendría una bolsa de comida en la puerta de su edificio.
La primera vez que el niño se retiró con la bolsa de comida que había dejado para él, bajó del edificio y cruzó hacia el contenedor. Una vez allí, lo abrió. El olor le provocó un espaldarazo. Vio una pierna humana completa. Estaba fresca. Al día siguiente, otra pierna. Cada día, el niño iba cumpliendo el trato y deshaciéndose del cadáver. El tronco, un brazo, otro brazo. Siguió escribiendo su obra mientras esperaba que pasaran las horas y el niño terminara por traerle la cabeza con los ojos abiertos.
Lis Claverie
Abogada, docente universitaria, escritora nacida en San Luis, es miembro fundadora de La Línea (2012), grupo de tertulianos, abierto y libre, dedicado a la lectura, escritura y quehaceres literarios en general.
Es autora de Un alma para dos, libro de cuentos y relatos (Ed. El Tabaquillo, 2014); de Alberto Álvarez, cuento de su autoría seleccionado en el libro 52 Motivos para no morir (2014); de Los lobos, poema de su autoría seleccionado en el libro Tellus, Febo, Venus (2014); de Calar Bayonetas, cuento premiado en Todos los escritores, todos (Ed. San Luis Libro, 2015); de A tres voces y en tacones, libro de poemas en coautoría (Ed. El Tabaquillo, 2018); de Punto de fuga, novela (Ed. El Tabaquillo, 2018); de Gajos del Oficio, cuento con Mención de Honor en el 62º Concurso Internacional de Poesía y Narrativa Ensamblando Palabras 2018; de El que no corre, vuela, libro de cuentos y relatos (Color Ciego Ediciones, 2021).
Prolífica escritora puntana, Lis Claverie nos ofrece en esta ocasión un relato de misterio que es a su vez una reflexión sobre el acto creativo. Una ficción dentro de otra con un final inesperado como sorprendente.