Sisati Noge

Por Cezary Novek

Sisati Noge

La criatura contra la que nos enfrentamos no es de este mundo. Es una abominación, producto de la fornicación entre un ser humano y un demonio. En Europa del Este lo combatieron durante siglos con métodos que hoy nos parecerían brutales. Es un Sisati Noge, un demonio chupapiés, también conocido como lamedor. Se trata de un ser mestizo que se alimenta de ciertas enzimas presentes en la transpiración de los pies. Por ridículo que suene, es un tipo de parásito peligrosísimo. No solo debilita a su víctima hasta matarla, sino que muchas veces termina suplantando su identidad sin que su círculo más íntimo pueda notar la diferencia.

Se aparece de manera casual, finge amistad y de a poco entra en confianza. Igual que los vampiros, necesita ser invitado al hogar de la víctima al menos una vez para poder atacar todas las veces que quiera. Se cuela silenciosamente en la habitación y emite una suerte de ronroneo que narcotiza al sujeto y lo deja a merced de su lengua mortífera. Se cree que pueden matar con una o dos sesiones intensas, pero hete aquí el aspecto más perverso: El Sisati Noge disfruta tanto con su accionar que prefiere consumir a la víctima de a poco y, si es posible, alternar entre varias.

Es por eso, caballeros, que es más que probable que más de uno de nosotros sea víctima de los ataques de esta criatura inmunda.

Los presentes en la reunión dejaron escapar un murmullo de asombro en respuesta a la pausa que permitió el profesor Boldrini después de exponer su punto. Hubo un par de personas que se apartaron a vomitar. Las evidencias eran irrefutables: en la alfombra de la suite presidencial estaba el cadáver desinflado de quien había sido hasta esa mañana el anfitrión principal del LXV Congreso Literario Internacional de Zurich, el mismísimo Premio Nobel kazajo Anatoli Ulay Silezhtianov. Y decir cadáver era ser generoso. En rigor, parecía una bolsa mortuoria igual a la que usaría el forense para envolverlo poco después de la reunión improvisada. Si no fuera porque no había otro resto, nadie se tomaría en serio a eso como cadáver.

El Sisati Noge, prosiguió Boldrini, por su misma condición mestiza entre un ser físico y otro metafísico, no es del todo sólido. Quiero decir: puede hacer un esfuerzo para mostrarse consistente ante sus potenciales víctimas durante el día. De la misma manera, puede volverse más o menos gaseoso para colarse, por ejemplo, debajo de una puerta. En estado natural, se parece más a una especie de golem de brea. A diferencia de lo que se cree, el Sisati Noge no se ve impedido para circular durante el día. Aunque sus poderes se ven considerablemente disminuidos.

—Bueno, cómo hacemos para atraparlo —dijo uno que había visto truncadas sus esperanzas de intimar con Silezhtianov y disfrutar de sus contactos.

—O matarlo —dijo otro de los presentes que también tenía ilusiones de hacerse amigo de Silezhtianov y disponer de sus contactos.

—Seguro que ese bicho duerme en algún lugar, en algún momento —dijo otro que pensó que podría aprovechar la oportunidad para pasar a la historia como un escritor héroe.

—Ese es el principal problema —suspiró el profesor—. Los lugares favoritos que eligen los Sisati Noge para anidar son, justamente, los congresos. Es tal el nivel de canibalismo espiritual y emocional que este ser se siente camuflado y hasta blindado casi por completo. Parece chiste pero no lo es. En ámbitos menos competitivos, semejante apetito por el sudor de pies ajenos se vería más que sospechoso. Pero en un Congreso pasa más que desapercibido.

Los participantes se miraron entre sí con una mezcla de estupor y aprobación.

—Propongo una prueba —dijo el profesor.

Todos enmudecieron con la vista clavada en el anciano.

—El monstruo está entre nosotros. Ningún demonio de esta clase se perdería la oportunidad de disfrutar de esta situación. De la misma manera en que cada vez que se muere algún poeta, se pone en evidencia la naturaleza demoníaca de este bicho porque puede estar lucrando durante meses –e incluso años– con innecesarios homenajes al difunto. Es una forma de seguir succionando la energía incluso más allá de la muerte física. Recuerden que la naturaleza mestiza del monstruo le permite estas licencias… Pero, por otro lado, la dificultad reside en que la mayoría de estas características no lo diferencian del escritor promedio, ¿o me equivoco?

Algunos bajaron la vista, avergonzados, mientras otros torcían la cara con disgusto.

—Al ser una situación tan compleja, propongo al señor inspector que cierre las puertas del hotel y nos dé un día completo como límite para descubrir al verdadero culpable.

El inspector era un hombretón de gruesos bigotes rubios y nariz colorada, con poca paciencia para los misterios, pero su paciencia también era escasa para las investigaciones complejas y, al echar una mirada de nuevo al cuerpo de Silezhtianov, que parecía un condón usado, tragó saliva y asintió con un gesto escueto.

—Tienen hasta las diez de la mañana para hacer el check out. La condición es que me entreguen al culpable con pruebas de que realmente es el asesino de este tipo… ¿Cómo dijo que se llamaba?

—No importa: fuera del ámbito del congreso no lo conoce nadie, por más Nobel que haya ganado. Le aseguro, inspector, que cuando develemos la identidad del monstruo, le será imposible ocultarse.

El sueño de Balcarce terminaba en esa parte, justo cuando el profesor Boldrini daba inicio a la partida de caza del monstruo, él sintió que sus movimientos se volvían lentos y que la imagen comenzaba a perder vida mientras se fundía con la penumbra borravino de la habitación. Igual que en su sueño, Balcarce estaba participando de un Congreso de Literatura, pero en Córdoba, no en Zurich. De la misma manera que en la fantasmagoría sublimada por su inconsciente, no era un congreso académico sino uno de autores que ya se conocían entre sí, pero eran absolutamente ignorados por el gran público. El sentimiento era mutuo, ya que el gran público estaba en un baile de cuarteto en ese momento, y en el congreso los expositores cumplían la función de doble agentes: eran público y disertantes a la vez, razón por la cual la mayoría se cuidaba mucho de asistir a la mayor cantidad de conversatorios posible, intentando firmar un pacto tácito con los demás colegas para que les devolvieran la atención.

No todo era soplar y hacer botellas, por supuesto: había esmerados que creían en la fuerza bruta y la prepotencia de trabajo. Poetas de provincia adentro que tenían récord de asistencia como público a las mesas ajenas, pero que sin embargo no lograban asegurarse más que una o dos personas en su propia mesa, por lo general su pareja o un viejo conocido que le hacía el aguante.

Y así como había bueyes aplicados, también había zorros que intrigaban por los rincones, en los baños, en las cloacas subterráneas de los chats privados en redes, y a través del viejo pacto de sangre de la afinidad de clase. Estos no eran autores más valiosos que el resto, de hecho solían tener una producción más escueta y de menor calidad que el promedio, ya que ocupaban el noventa por ciento de su tiempo en intrigas palaciegas cuya finalidad era aumentar esa fortuna invisible del prestigio entre pares. No había dinero en juego: todos los autores de la organización trabajaban gratis y su premio mayor eran unos voucher para comer en restaurantes de medio pelo. A los autores que venían de lejos se les pagaba el viaje y el hotel, pero esa era la única ventaja por sobre los locales. Casi todos ligaban algunos libros gratis, bellas ediciones, pero que en dos o tres años caerían en el más absoluto de los olvidos.

Y a pesar de que Balcarce sabía todo esto desde su más temprana juventud, seguía yendo. Para marcar tarjeta. Para no desaparecer del todo. Vaya a saber por qué. Pero no fue esto lo que lo sacó de su tautológico sueño.

Fueron las cosquillas. La humedad.

Pateó y un breve gemido de fastidio fue la respuesta que le arrancó a la oscuridad.

Cuando prendió la luz, pudo ver al mismísimo Petersen en cuatro patas junto a la punta de su cama. Estaba completamente congelado, con la boca entreabierta y la lengua tensa a milímetros de las plantas de sus pies. Sus ojos lo miraban sin mirar y, si no fuera porque parpadearon en sentido horizontal, Balcarce hubiera creído que era una alucinación.

—Asqueroso de mierda, ¿qué hacés acá?

—Shh…, quedate quieto, ya casi termino y después vas a poder dormir…

— ¿Por qué justo a mí? Si soy un viejo y ni siquiera soy importante…

—Justamente, a veces conviene comer de la parte que nadie nota y de vez en cuando darme un atracón con alguna figura relevante. Qué se le va a hacer.

Antes de que Balcarce pudiera reaccionar, el horrible ser que se hacía pasar por un escritor mediocre de provincias comenzó a lamer las plantas de los pies del viejo a velocidad sobrehumana. Cuando Balcarce intentó alejarse un poco, la lengua de Petersen se alargó y envolvió el dedo gordo del pie derecho, luego frotó y frotó, recorriendo los intersticios de los demás dedos con una rapidez que no podía captarse con el ojo humano. La abundante y espesa saliva mantenía todo lubricado y, a su vez, favorecía la corrosión sin levantar demasiada temperatura. Balcarce cayó en un sueño profundo que le reveló cómo seguía el resto de la historia. Porque de tanto absorber enzimas y energías de narradores, el Sisa Noge tenía la extraña cualidad de insuflar un shock de conocimiento a sus víctimas, una sobredosis de reveladora narrativa que lo mantenía entretenido y feliz mientras su sustancia se convertía en una bombucha arrugada y vacía en un atardecer de otoño.

Y así fue como Balcarce volvió al otro congreso, al de Zúrich.

—Vamos a desenmascarar a este horrible demonio antes de mañana a las 10 AM, Inspector Barlach, se lo juro por todos los evangelios apócrifos —el inspector se retiró con una mezcla de alivio y ansiedad, cerrando la salida del hotel con llave y dejando instrucciones claras al resto de los agentes de que nadie debía bajo ningún pretexto salir del edificio hasta el día siguiente.

El profesor retomó su charla.

—Bueno, vamos a ver, jum, por suerte no somos tantos. Ya podemos descontar a Silezhtianov, quedan siete escritores más. Sorso, Petersen, Polze, Balcarce, Laiva, Cansia y Rufus. ¿Cuál de ellos es el que fue suplantado por el espíritu inmundo? En otros tiempos podríamos haberlo averiguado de forma física, en apenas unas horas, pero las leyes actuales limitan mucho los procedimientos, por lo que no nos quedará otra alternativa que recurrir a la lógica. ¿Quiénes de ustedes es abstemio?

Los autores se miraron entre sí como si les hubieran contado un chiste.

—Exacto. El que no tiene cirrosis está en camino. Entonces hay alguien que no estuvo en el bar anoche, libando whisky, sino en la habitación de Silezhtianov, libando directamente de sus pies.

—¿Una prueba de sangre no podría facilitar la respuesta? —dijo Rufus.

—No estamos en una película de Carpenter, señores, ojalá fuera tan fácil.

En ese momento, el inspector Bälrach abrió la puerta de un empujón que casi voltea a Boldrini.

— ¿Pero qué pasa acá? Si habíamos acordado…

—Órdenes de arriba —dijo el inspector—. Tuvimos que llamarlo a Häxan

Cuando terminó de sonar la última “n”, una figura alta de melena larga hasta los hombros y barba de sabio, con saco cruzado, corbata a lunares y pollera cuadrillé hasta los tobillos lo apartó de un empujón demostrando jerarquía. Si no fuera por los pequeños pendientes romboidales que reflejaban temblorosos la luz de la araña de cristal, hubieran creído que el tiempo se había detenido. Pero no, la impresión general fue que incluso los aretes dorados temblaban ante el miedo reverencial que inspiraba el doctor Häxan.

Häxan, Häxan… Todos habían escuchado ese nombre alguna vez. Era imposible que permaneciera en el anonimato alguien capaz de resolver los crímenes más extraños, incluso más extraños que su aspecto a medio camino entre un mago y una señora. Como hombres de la vieja escuela pero que hacían esfuerzos penosos por aggiornarse a los tiempos que corren, tenían más miedo de desviar la mirada a la pollera o los aros de Häxan que al mismísimo parásito sobrenatural que los acechaba. La mayoría se sorprendió envidiando el prestigio que un investigador psíquico podía alcanzar con su efectividad. Algo que ninguno de los presentes sería capaz de saborear jamás.

—Señor…

—Shhh… —dijo Häxan. Traigan la hoja de San Crisóstomo.

El inspector Barlach salió un momento y volvió acompañado de dos jóvenes y temblorosos agentes que cargaban con una caja alargada que podría pasar por el féretro de alguien muy flaco. Sostuvieron la tapa con cuidado mientras Häxan tomaba por la empuñadura esa espada que tenía el largo del cuerpo del doctor
Tan admirados estaban las viejas promesas incumplidas de las letras internacionales que no pudieron ver en qué momento Häxan ensartó a Boldrini a la altura del ombligo. El académico se quedó sin aire y miraba a todos sorprendido, mientras Häxan seguía forzando el filo de la espada hasta la altura del esternón. Se escuchó un chasquido de cartílagos y huesos hasta que la hoja llegó a la nuez de Adán. Luego retiró el acero santo mientras el cuerpo de Boldrini caía de rodillas. En ese momento, Häxan le seccionó la cabeza de un golpe limpio y elegante. La cabeza de Boldrini rodó ante los pies de Cansia, quien lamentaba en ese momento los meses de intensiva correspondencia con el académico. Todos sus esfuerzos habían sido una apuesta por un muerto. La cabeza, boquiabierta, levantó los ojos hasta encontrarse con los de Cansia. Luego tiró un lengüetazo que apenas rozó la punta de sus zapatos y expiró.

—A veces —dijo Häxan—, el mismo demonio se olvida de quién es y de dónde vino. Tanto palabrerío confunde hasta al más astuto. Considérenlo una advertencia.

Sin darles tiempo a responder nada, Häxan dio media vuelta y se retiró con paso marcial, seguido por el inspector Barlach. Los agentes se quedaron junto al cuerpo, esperando instrucciones.

Balcarce despertó poco después, con los rayos del sol que cocían lentamente su cara resacosa a través de la ventana abierta. Miró el reloj y se dio cuenta de que debía vestirse rápido para llegar a tiempo al desayuno.

En el lobby del hotel, pudo ver a sus colegas agrupados en diferentes mesas. Conversaban sin parar mientras comían. Los ojos brillosos podían trazar un mapa de intereses y correspondencias tan intenso como una constelación.

Balcarce se sentó solo a tomar café con leche y medialunas saladas. Nadie lo saludó.

 

Cezary Novek

(La Paz, Entre Ríos, 1982). Docente y periodista freelance. Coautor de El vaso ruso. Verdad, compromiso y batahola (Postales japonesas, 2010) y Letra muerta. Una novela en la argentina postapocalíptica (Llanto de Mudo, Fan, 2012). Autor de Ropa Sucia (2011), Comidos (2014, La Sofía cartonera, UNC), Los colores que no vemos (2015, Colección Leer es Futuro, Ministerio de Cultura Presidencia de la Nación), La configuración del silencio (Contamusa, 2018; Color Ciego Ediciones, 2019; Austrobórea Editores, Chile, 2019; Yammal, 2022.) y Cada día es un pájaro que se muere (Color Ciego Ediciones, 2019). Participó de las antologías Mala sangre (Colección Pelos de Punta, 2015), Muertos (de amor y de miedo) (Ediciones de la Terraza, 2016), Literatura barata y discos de goma (Color Ciego Ediciones, 2017), Mare Monstrum (Austrobórea, Chile, 2017), El foso. Historias desde el abismo (Austrobórea, Chile, 2018), Espeluznante (Postales Japonesas, 2020), Peralta Ramos/Berni.Socios del desorden (Lafarium, 2020), Ray Bradbury, El hombre centenario (Catalpa, 2020) y Anormal (Lafarium, 2022). Colabora con los diarios Hoy Día Córdoba y Marcha Noticias, entre otros.

Mail: cezarynovek@gmail.com

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