Es posible que la cultura occidental haya sido envenenada una mañana de febrero de 1650. Y con ella la razón. O su padre. Sólo suposiciones que pueden elucubrarse mientras se lee “El Asesinato como obra de arte”, de Thomas de Quincey. Al filo de la muerte, la razón. Imperfecta. Acaso apócrifa.
Rastros de De Quincey se encuentran en las primeras páginas de “Estafen”, una novela de Juan Filloy, de 1932, por ejemplo. Ahí, donde con fino sarcasmo e inteligencia el juez y reformista hace una crítica de la justicia y del sistema capitalista.
De Quincey vivió entre 1795 y 1859. Provoca aún, desde la lejanía de la historia, con textos como “Confesiones de un inglés tomador de opio” o “El asesinato como una de las bellas artes”. Páginas por las que lo admiraron Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire, Virginia Woolf o Jorge Luis Borges.
“Estoy a favor de la moralidad y lo estaré siempre, y la virtud de todas esas cosas, y siempre afirmaré que el asesinato es una forma de conducta impropia, e incluso muy impropia; y no me cortaré la lengua para decir que cualquier persona que se dedique al asesinato tiene un modo indecoroso de razonar”, escribe De Quincey, defendiendo su idea de asesinato como obra de arte. Razona, siguiendo a Emmanuel Kant, para quien las bellas artes eran poesía, música, pintura y dibujo. Razona usando el andamiaje de René Descartes. Es su método para justificar la muerte como un hecho estético. No hay moralidad. El homicidio se defiende desde la razón.
“Solitario artista”, llama a John Williams, famoso asesino de principios del siglo XIX. “Tras las primeras manifestaciones de pena por quienes han perecido, y cuando el tiempo ha sosegado la vehemencia de la pasión, es inevitable examinar y evaluar los aspectos escénicos -o lo que, en términos de estética, podrían llamarse los valores comparativos- de los distintos asesinatos. Se cotejan y valoran las circunstancias que hacen que uno sea mejor que otro”. La estética homicida, hermana de la impunidad. Sin pasión.
De Quincey cuenta que, en 1621, René Descartes estuvo a punto de ser asesinado. Viajaba en barco desde Hamburgo en Alemania hacia la región de Frisia, en los Países Bajos. El barco estaba tomado por una banda de asesinos, cuenta. Por su apariencia, los hombres creyeron que Descartes era un hombre de negocios que viajaba a tierras desconocidas, ¿quién preguntaría por él? En su idioma, tramaron la muerte del padre de la razón; ignoraban que éste entendía de qué hablaban. Ante la encrucijada, Descartes, los enfrentó con osadía tal, que los posibles asesinos desistieron.
El viaje final de Descartes fue a Estocolmo, Suecia. En el cénit de su fama, la reina Cristina lo contrató para que le enseñara filosofía. Descartes murió, meses después, en le residencia del embajador francés. La historia oficial dice que fue a causa de una neumonía, por el frío polar de las tempraneras madrugadas del castillo.
Theodor Ebert, reconocido filósofo alemán que se jubiló en 2004, era profesor de Filosofía Práctica en la Universidad de Erlangen–Núremberg. Dedicó sus años venideros a examinar y reinterpretar los documentos sobre la muerte de Descartes. En el libro “El enigma de la muerte de Descartes” concluyó en que filósofo francés fue asesinado: en la Embajada de Francia, donde se alojaba Descartes, vivía François Viogué, capellán jesuita. De ideas conservadoras, según Ebert, Viogué envenenó a Descartes con arsénico. “Es muy probable que Viogué viera en Descartes un obstáculo para la conversión de la reina Cristina a la fe católica, pues estaba convencido que su metafísica era incompatible con la teología católca de la transubstanciación, de la presencia física del cuerpo de Cristo en la hostia”, le dijo Ebert a la revista Rue89. Según su investigación, Descartes comulgó el 2 de febrero de 1650, durante la festividad de la purificación de la Virgen. La mano de Voguié le ofreció una hostia envenenada. 17 días más tarde, Descartes murió. Transubstanciación de la muerte. ¿Descubierta cuatro siglos más tarde? Es posible que, por sus artificios, De Quincey la hubiera considerado una obra de arte.
Sin embargo, la historia parece decir que las bifurcaciones del tiempo en algún momento develan las tramas del más perfecto de los crímenes. ¿Acaso aquel febrero de 1650 la razón fue asesinada y reemplazada por una farsa?
Los restos de Descartes fueron repatriados a Francia. Un cráneo completo se exhibe en el Museo del Hombre. Vacío. Un parietal (de otro cráneo) en el Museo de Historia de Lund, Suecia. No hay certezas definitivas sobre cuál perteneció al filósofo. Sólo huesos, sin razón ni arte posibles. Sin siquiera poesía, música, dibujos o pinturas. Cuatro siglos: un cráneo vacío, acaso apócrifo, en el silencio de los museos.
Escribe Descartes: «Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez».