La belleza de lo trágico

La belleza de lo trágico

El sábado comenzó la 34 edición del Festival Internacional de Mar del Plata en la imponente sala Astor Piazzola del Teatro Auditorium, un verdadero emblema de la ciudad, sin la presencia de estrellas rutilantes del plano internacional aunque sí con algunas figuras destacadas del medio local (como Graciela Borges, que recibió un premio en reconocimiento a su trayectoria). El acto inaugural se centró en la conmemoración de José Martínez Suárez, el histórico director del encuentro que falleció en agosto pasado, a quien está dedicada la 34 edición y cuya película “Los muchachos de antes no usaban arsénico” (1976) abrió el encuentro, en una decisión que resultó un tanto problemática para los tiempos que vivimos por el costado misógino del filme. A diferencia del año pasado, las tensiones políticas no se hicieron presentes en el acto inaugural, aunque el edificio de dimensiones soviéticas sí reveló los conflictos que atraviesan al encuentro en uno de los inmensos arcos que enmarcan el acceso al salón principal, donde cuelga una bandera argentina firmada por los trabajadores con la leyenda “Por una cultura pública, democrática y gratuita”.

Claro que las múltiples maravillas que tiene para ofrecer el festival están bien lejos de las marquesinas mediáticas y ya habían empezado a desplegarse en las distintas salas de una ciudad bendecida por un clima otoñal óptimo para encerrarse en los cines. Al mismo tiempo que se realizaba la inauguración, en otro punto de la ciudad se proyectaba el último opus del italiano Marco Bellocchio, “El traidor”, nueva confirmación de la maestría del director italiano que, con un manejo notable de los géneros clásicos, narra la historia de uno de los capos de la Cosa Nostra: Tommaso Buscetta, célebre por ser el primer testigo arrepentido de la mafia italiana que declaró ante la justicia en la década de los `80. Más allá de su cuidada reconstrucción de época, la genialidad del filme estriba en la capacidad de Bellocchio para navegar por distintos tonos genéricos durante la larga epopeya que narra el filme, que se inicia con una ruptura velada entre la Cosa Nostra y la familia Corleone que derivaría en una guerra interna plagada de asesinatos. Del atrapante thriller inicial, que va recorriendo ese raid homicida con una violencia abrupta, seca y por momentos estremecedora pese a su cuidada exposición (la explosión de un auto es, por ejemplo, registrada notablemente desde su interior pero derramar una sola gota de sangre); Bellocchio pasa a una epopeya judicial asentada en el testimonio de Buscetta que se convierte en una adorable comedia gracias a su trabajo con los estereotipos de mafiosos italianos; para finalizar en un estudio de personaje a partir del drama íntimo que vive su protagonista, un hombre fuerte, frío y calculador, capaz de hacer frente a cualquier peligro y enemigo pero que paulatinamente se irá transformando por la cruzada justiciera que emprende y por la conciencia que adquiere sobre las consecuencias que su vida tuvo para su amplia familia. Bellocchio no deja nada afuera de su filme, que además de contener simultáneamente a todas estas películas es un auténtico fresco de la sociedad italiana, donde la mafia puede tomar a la justicia como escenario para ajustar sus propias cuentas o infectar las más altas esferas políticas, llegando al propio presidente Giulio Andreotti.
Esa misma noche se estrenó también el último filme del alemán Werner Herzog, que vuelve a la ficción para hacer lo que siempre hizo: pensar el mundo en que vivimos. Ambientada por primera vez en Japón, “Family Romance” sigue la rutina camaleónica de su protagonista, CEO de la compañía homónima al título que ofrece servicios de alquiler de personas para satisfacer cualquier necesidad de sus clientes, sea simular ser el padre de la novia en una boda o montar a un grupo de paparazzis que persiguen a una mujer en la vía pública para hacerle sentir que es una diva. En un mundo frío e hipercontrolado, donde la tecnología reemplazó los vínculos humanos, la simulación parece ser el único camino para alcanzar algún instante parecido a la felicidad, aunque Yuichi Ishii encontrará sus límites cuando su interpretación del padre ausente de una adolescente solitaria comience a despertar auténticas emociones. Minimalista en su puesta pese a los hermosos planos generales aéreos de la ciudad, con un tono cómico que funciona de a ratos, la película se revelará como una distopía desoladora como pocas por sus inquietantes similitudes a nuestro presente.

Ninguna de estas películas participa sin embargo de las competencias, que recién iniciaron ayer con un panorama alentador. La internacional abrió con un filme más que atendible: “O que arde”, del español Oliver Laxe (director de la muy recomendable “Mimosas”), puede ser también considerada como un estudio de su protagonista, un hombre llamado Amador que vuelve a su pueblo natal en las montañas lusas tras salir de prisión, donde pugnó una condena por piromanía. Callado, solitario y acomplejado, Amador sabe que carga con un pesado estigma en un pueblo montañoso rodeado de una naturaleza exuberante, que parece haberse quedado en otro tiempo histórico, donde los incendios son una tragedia colectiva. Su único sostén es su anciana madre Benedicta, que con apenas tres vacas sostiene un hogar perdido en el monte con una vitalidad y comprensión para con su hijo que hacen honor a su nombre. La película se concentrará en el vínculo entre ambos, con viñetas por momentos entrañables mientras simultáneamente registra la compleja cotidianeidad de esa comunidad que ha entrado en una tensión asordinada por el regreso de la oveja negra. Con un trabajo notable del director de fotografía Mauro Herce, su otro gran mérito está en el registro que propone de la naturaleza: ya los hermosos planos iniciales del bosque bañado por luces que traspasan el follaje en la oscuridad justifican su existencia, pues ese éxtasis visual se transmutará abruptamente en desolación cuando unas enormes topadoras comiencen a tirar los árboles en cascada. El otro gran momento estético se encuentra en los enormes incendios forestales finales, registrados en vivo mientras los bomberos y los vecinos intentan desesperadamente frenarlos –son incendios reales–, donde la belleza plástica del contraste entre la noche y las llamas se mezcla nuevamente con un sentimiento trágico por las consecuencias de la acción devastadora del hombre. En medio, la figura de Amador planea como una incógnita un tanto artificial por momentos, pero destinada a complejizar cualquier lectura simplista que se practique del fenómeno, con lo que el cine cumple con su proverbial capacidad de problematizar el mundo.

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