Escenas del durante

Escenas del durante

Un niño le pregunta a un economista: Si el problema es el dinero, ¿por qué no fabricamos más?”. El economista le explica que la emisión de moneda y la inflación, que la independencia del Banco Central, que las metas fiscales. El niño lo mira incrédulo. Repregunta para tener precisión: ¿Quién fabrica el dinero?”. Los hombres, responde el economista. ¿Entonces no viene de la naturaleza?”. No. ¿Ah, entonces nosotros decidimos que no haya plata para todos?”. El economista balbucea una prédica incomprensible. El niño ya sabe la respuesta.

Realidad supera ficción. Un virus suspende el capitalismo”. Así podría empezar un guion distópico. Recuerdo ahora las escenas del Hombre Araña donde muestran las tapas de los diarios que la gente va tomando de la pila que está en el piso. ¡Extra, extra, un virus suspende el capitalismo!”, dice el canillita. El editor ha seleccionado correctamente la palabra. El Capitalismo está suspendido. Ni muerto, ni terminado. Suspendido. Un no-tiempo. Un congelamiento inesperado. Que permite pensar.
La simulación dominante sobre la vida en sociedad queda al desnudo: lo más importante no era el dinero. Son las personas. Que se están muriendo. De a miles por día, de toda etnia, clase y género. Un virus espantosamente democrático. Sin personas, humanos de carne y hueso, no hay economía, no hay productividad, no hay ganancia, no hay Capitalismo. Lo evidente refuerza lo dramático: el Covid-19 vino a recordarnos que sin humanidad no hay sociedad posible. ¿Qué haremos con esa interpelación?
Técnicos en finanzas avezados, con mucho rodaje profesional, están extrañados, anuncian que no hay plata para pagar nada. Exploran la vía crediticia como asistencia y les responden con pura sensatez ¿de dónde vamos a sacar la plata después para pagar el crédito, si vamos a seguir estando igual de fundidos que ahora?”. Se aplican racionalidades de la normalidad anterior a una situación en todo extraordinaria. Como las fiestas por Instagram: fingís pasión y descontrol, pero tu vecino del frente está viendo cómo, después de algunos minutos, te caes en el sillón y, al final, estás solo con tu vaso de vino, escuchando un tema de Bandana, con una tira de lucecitas de colores que tiene varios focos quemados. Voluntarioso y ruin. Todos somos eso. Sin cuerpos no hay fiesta.

Hay un combate abierto con la construcción forzada de un aquí no ha pasado nada”, con la tramposa idea de que todo puede seguir como estaba. Ni el más optimista de los conservadores logra sostener eso porque la realidad se impuso con toda contundencia. Basta comparar las reacciones negacionistas iniciales de Trump o Boris Johnson (contagiado y ahora saliendo de terapia intensiva) con sus acciones actuales. Intentaron defender el mundo conocido que los hizo posibles, pero el planeta se rompió contra toda voluntad ordenadora previa y la pregunta punzante, en disputa ahora mismo, es cómo arreglarlo, cómo reordenarlo. El desafío consiste en hacer emerger otros modos de existencia posibles que estaban obturados, excluidos, por la hegemonía mercantilista que inundaba cada plano de lo cotidiano y ahora muestra agujeros por doquier.
La interrogación del niño es valiosa. No descomplejiza, va al fondo del dilema: retomar la normalidad capitalista implica la propagación acelerada del virus, pero si no producimos no hay ingresos.

¿Y entonces qué hacemos? El contexto impugna la convención sobre el dinero y avanza lo razonable: los Estados tienen que emitir e inyectar recursos a tres manos. Creamos dinero por fuera de la producción y los tributos para mantenernos a flote. ¿Por qué? Porque se puede. Porque la escasez de dinero es una convención que cimenta – luego – un complejo mecanismo de organización institucional de lo social, bajo el cual la emisión intensiva, ahí sí, puede producir desequilibrios. Pero los desequilibrios aparecen dada ya la convención, y no al revés. El contrato es anterior. La excepcionalidad desviste lo que habita en la superficie y precipita lo que sonroja: el dinero es un fetiche, es medio de pago, pero sobretodo es mecanismo de diferenciación social, de obtención de status, de fijación de privilegios exclusivos.
Ahora desfilan grupos de toda pertenencia pidiendo que el Estado intervenga, les transfiera fondos, los auxilie. Y tienen razón. La ficción mercantil al descubierto. Plata sin producción para todos. Todos planeros, desde el primero al último de los deciles. Igualación a los ponchazos, porque ahora nos dimos cuenta que, al final, todos valíamos lo mismo: una vida.

Mientras tanto, lo público recupera valoración. La población demanda fortalecer polos sanitarios y aplaude a sus protagonistas: médicas/os y enfermeras/os. La ciencia y tecnología muestra su relevancia profunda: Hemoderivados de la UNC fabrica medicamentos para mejorar el tratamiento de los contagiados, e industrias forjadas por egresados de las universidades públicas de la provincia desarrollan respiradores artificiales de máxima calidad. El mercado, vaya paradoja, sufre un desplazamiento parcial del orden político dominante frente a la pandemia. Un cuestionamiento más o menos explícito por su ineficiencia práctica para dar respuestas ante la crisis. Queda tensionado a ser parte de la solución o un agente del problema. Escenas del durante.

Algo de la acción estatal aplicada en esta ventana singular de la historia puede subsistir para construir mejores futuros posibles, una nueva normalidad más igualitaria. Rita Segato ofrece una definición valiente: un Estado materno, que cuide a la comunidad. Su literatura discute con la estatalidad latinoamericana, con su clivaje colonial, con sus violencias permitidas y ejercidas. Elogio de la reflexión. La definición es todo potencia. El Estado reconvertido hacia una versión de cuidado de la humanidad, antes que garante de la relación social capitalista y los fetiches convenidos previo a que todo se derrumbara.

 

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