La reunión en la Sala de Personal del Banco Nacional de Irlanda había comenzado cuando yo, Patrick Finn O´Reilly, entré por primera vez en treinta años con quince minutos de retraso.
Mis colegas miraron con desprecio. Aunque fue la primera vez, no me lo perdonarían nunca. Algo inesperado en alguien como yo con puntualidad ejemplar, por lo que siempre era nombrado Empleado Modelo. Así también cuidaba el aspecto, mis trajes lucían sin excepción impecables y mis zapatos pulcrísimos. La corbata adecuada de nudo perfecto, los puños impecables de la camisa y sus botones a la distancia exacta entre uno y otro.
También se valoraba mucho mi timidez y discreción. YO era El Banco.
Si Usted me lo permite, pasaré a relatarle lo que sucedió ese día.
Ese día como dije ingresé a la reunión que había comenzado, en silencio me acomodé en la primera fila, más específicamente en la primera silla de la derecha, que estaba libre. Coloqué con precaución el maletín a mi lado y sin hacer el menor ruido me quité el sobretodo de gamuza. Con las rodillas muy juntas, la espalda bien erguida y mirando al frente, me senté. Algún colega giró la cabeza sorprendido por mi arribo tardío, pero nadie más me tomó en cuenta. Abrí el maletín y saqué el cuaderno de anotaciones que nos habían entregado el día anterior para tomar nota de todo lo que allí se discutiera, también la nueva lista de accionistas, los últimos balances, ventas y pérdidas. Especialmente las pérdidas llamaron mi atención porque desde hacía algunas semanas se hablaba en los pasillos de suspensiones, jubilaciones anticipadas, vacaciones obligadas y Outsoursing, lo que fuera que eso significara.
Se gestaban cambios. Y yo odiaba los cambios.
Mi día ya había tenido un giro demasiado dramático desde muy temprano, tuve una sensación desconocida por mí hasta entonces, que no fuí capaz de definir. Decidido a ignorar ese malestar seguí prestando atención a la clase. Saqué del bolsillo interior de la chaqueta el bolígrafo dispuesto a participar del curso de Computación Obligatoria para el personal Cincuenta Plus.
– Continúe O´Rally, continúe…
Todos los días laborables, todos sin excepción, yo Patrick Finn O´Reilly ejercía una estricta e invariable rutina para ir a trabajar que mantuve durante los últimos treinta años, sin excepción. Me levantaba siempre a las seis y así lo hice la mañana en cuestión, me rasuré con detenimiento durante media hora. Me cepillé como de costumbre concienzudamente los dientes tres veces, ni una vez más ni una menos, siempre de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. En ese orden me lo enseñó mi madre. Hago cuatro, no más, gárgaras obligatorias con desinfectante y me enjuago la boca no menos de otras cuatro veces, escupiendo de forma controlada en la batea. Luego me ocupaba de una de las tareas más importantes y delicadas. Esta actividad requería de gran concentración en el hacer, dedicación al detalle. Era imprescindible que la humedad y la temperatura fueran siempre las mismas y ajustadas al centígrado. El efecto era notable. Mi madre, Dios la tenga en su gloria, me enseñó de muy joven el planchado de las camisas en forma ordenada. Esta tarea se debía realizar siempre en un orden establecido como figuraba en la tabla explicativa que ella había dibujado en una cartulina y que conservé a través de los años.
El resultado de respetar sus patrones de planchado, contribuyó a mi ascenso en el Banco y a ser Empleado Modelo.
La cartulina se lucía en la pared principal del comedor recordando las instrucciones:
1 – El cuello
2 – Las mangas
3 – Torso superior
4 – Torso inferior
5 – Espalda
Siguiendo con precisión estos pasos, el éxito estaba garantizado.
– Prosiga O´Ralley, cuéntenos más…
Era el 17 de Marzo, lo recuerdo bien porque era el Día de Saint Patrick, como mi nombre. Le repito, me levanté como de costumbre pero un suceso extraordinario y nefasto rompería mi rutina de treinta años. La casera, una anciana fiel y bondadosa, cuidaba ese día a su nietita que, mientras ella realizaba tareas de limpieza, sacó sus lápices y dibujó sobre la Guía de Planchado. La abuela quiso borrarlo y el resultado fue mucho peor. Pensé que mi santo me estaba jugando una mala pasada.
La Guía quedó totalmente arruinada y a pesar de mis intentos por arreglarla ya no fue lo mismo. Supe que en mi vida ya nada sería igual, algo se quebró dentro de mi. YO era ESA cartulina y había quedado irreconocible.
No obstante estuve listo para ir a trabajar pero era tal el desconsuelo que olvidé mi maletín llegando tarde al trabajo por primera vez.
El 17 de Marzo, día de Saint Patrick, a las ocho y media de la mañana el Director del Banco presentó al Responsable del Curso, que dio la palabra al Experto en Computación Obligatoria para Empleados Cincuenta Plus.
Comencé a tomar nota prolijamente, palabra por palabra, de lo que salía de la boca del Licenciado. Miré los Power Point, los gráficos, los pronósticos de la Empresa, que mostraban síntomas de colapso. La crisis mundial también nos había alcanzado. El Licenciado, un hombre muy joven con varios Masters y Doctorado, con numerosos recursos pedagógicos originales, post-modernos y didácticos, había llegado casi a la mitad de su aburrida charla. Haciendo uso de sus cualidades propuso a la audiencia un juego de roles. Con voz muy alta pidió a la veintena de participantes reunidos en el salón, imaginar una situación extrema:
– Estamos todos en medio del mar en una balsa que ya no soporta nuestro peso. Hay que arrojar alguien al agua para alivianarla o nos hundiremos todos. Estimados, la tarea será elegir cual de sus compañeros deberá ser arrojado al mar para que los otros se salven. Cada uno de ustedes deberá justificar la importancia y el valor que tiene como empleado, argumentando ante todos porqué tendría derecho a quedarse en la balsa.
Los participantes respondieron con una risita reprimida. El tiempo pasaba. El silencio se había adueñado de la sala.
Pero yo, Patrick Finn O´Reilly, tenía la cabeza como sumergida en un mar algodonado.
Ya no escuchaba al Experto con la espalda erguida como al comienzo de la disertación.Tenía gotas de sudor en la frente, la piel erizada, y el cuerpo encorvado como un gato en pánico. Comencé a desprender los primeros botones de mi camisa mal planchada porque me faltaba el aire, me ardían los ojos y un zumbido en los oídos se apoderaba de mí.
El Licenciado, tal como le habían enseñado, en un intento por romper el hielo expresó:
– Esto es sólo un disparador muchachos, no se inhiban. Opinen, por favor. Es para romper el hielo, no tengan miedo. ¡Disparen!
Yo, en el Día de Saint Patrick, no aguanté más la tensión. Sin pensarlo dos veces y recordando las estrictas reglas para planchar de mi madre y de sus consiguientes maltratos durante años, como si tuviera delante de mí la Guía del Planchado, como si me obligara a seguir sus instrucciones, como si fuera un mapa de mi vida y creyendo que estaba en el Club de Tiro, saqué del maletín la nueve milímetros y disparé.
Oí la estricta voz de mi madre gritándome
1 – ¡Cuello!
2 – ¡Brazos!
3 – ¡Pecho!
4 – ¡Abdomen!
5 – ¡Espalda! y en ese orden gatillé al Licenciado, al Director del Banco y a la Secretaria.
A la computadora con el programa para los Empleados Cincuenta Plus la arrojé, finalmente, por la ventana de la sala. Para qué sería necesaria en una balsa que se estaba hundiendo en el mar?
Como usted bien sabrá doctor, me detuvieron de inmediato y no opuse resistencia.
Durante el interrogatorio preguntaron el motivo de mi conducta a lo que yo, Patrick Finn O´Reilly, respondí que estaba confundido, que tal vez había entrado en pánico, que mi Guía de Planchado no servía más. Me defendía, intentaba sobrevivir, no quería que me tiraran de la balsa.
Lamentablemente, mi madre nunca quiso enseñarme a nadar.