La muralla

Un recreo de todo esto | Por Paula Tomassoni

La muralla

Creyó que no era cierto eso de que las cabezas rodaban cuando vio la de su padre caer en dos pedazos lejos del resto del cuerpo, recta y pesada como cae un fruto maduro de arriba de un árbol. Como cae un coco” hubiera pensado Adara si alguna vez hubiera visto uno.

Enseguida supo que no siempre pero muchas veces las cabezas ruedan, porque vio la de su hermano detenerse al borde de sus sandalias de dedos sucios, mezcla de sudor y polvo. La cara tenía una expresión inolvidable que no era ni una risa ni una mueca, sino todos los gestos retorcidos en uno irrepetible. El cuerpo había caído unos metros antes, unos segundos después, y la niña había aprendido que las cabezas sí ruedan, siempre y cuando sean cortadas de cuajo. La pateó apenas con sus dedos descubiertos, tanto como para salir de allí y correr tan rápido como pudiera, siempre hacia el norte, como le había repetido hasta el cansancio su madre, a quien había visto por última vez en la casa momentos antes de la invasión. En la carrera, pasaba sin mirar las escenas que tantas veces le habían descripto muchos que, a decir verdad, nunca las habían vivido. No muy lejos de las casas sintió la presión de un brazo que la levantaba para acomodarla en la parte de adelante de su montura y partir al galope. Los gritos y los ruidos del fuego se fueron perdiendo y pronto escuchó solamente el andar de los caballos y, muy por encima, la respiración transpirada de su nuevo dueño. Entreabrió apenas los ojos y al ver en el horizonte las montañas se tranquilizó: la estaban llevando hacia el norte.

Cabalgaron hasta la noche, cuando el joven la bajó del caballo y la envolvió en una manta para que durmiera. No había luna y estaba nublado, así que por más que Adara abría los ojos hasta acalambrarse no había nada que pudiera ver. Al lado suyo, compartiendo el abrigo, su jinete roncaba, cansado. El viaje sería largo. Ella durmió un poco cuando el cielo empezaba a aclarar. Al despertar, cantó con voz muy suave todo lo que había soñado: llovía en su aldea y de lejos se veía nevar en la montaña.

Al amanecer de la tercera noche, la niña dobló la manta y subió sola al caballo.

Todavía no había mirado los ojos de su dueño, y no lo había escuchado decir una palabra. No desesperaba, le alcanzaba con conocer la forma del cuerpo que la cubría como un escudo al cabalgar, y los ritmos de la respiración que se agitaban marcando el paso. Llegaron de noche, y entraron en la nueva aldea iluminados por la luna.

Con la ayuda de un hombre mayor, Nesim construyó su casa con madera y piedra, tan igual a las otras que Adara tuvo miedo de no saber cuál era la suya. Los hombres de la aldea se parecían. Las mujeres, en cambio, eran diferentes: el modo de moverse, de sujetar sus ropas, de acomodar sus cabellos. Cuando raramente hablaban, se escuchaba una conversación de muchos idiomas distintos. La joven dueña acomodó en un rincón los cacharros que algunos vecinos les habían acercado, y en el centro de la choza la manta que los había guardado durante el viaje. Once noches tardó Nesim en penetrar el túnel estrecho de Adara que ni su primera sangre había tenido.

Se levantaba cada mañana para ir con las mujeres a buscar agua al río. Entraba con el cántaro a su casa, separaba un poco para beber y con el resto lavaba los pies de su esposo, antes de calzarle las sandalias. Eran los únicos limpios de toda la aldea: el resto de los hombres los tenían ajados de tanta mugre, algunos ni siquiera se calzaban. Adara no sabía para qué usaban el agua las otras mujeres, y tampoco su esposo se lo dijo, por lo que siguió con esa costumbre hasta el día de su muerte.

Observando, supo cómo cubrir el piso de tierra con una red de juncos para tener su casa limpia; aprendió a asar y sazonar las carnes, a hilar y entretejer las fibras. Usaba el pelo tirado hacia un costado como recordaba que lo hacía su madre, pero lo enjuagaba con agua perfumada como le habían enseñado en la aldea.
Dos años después llegaron sus sangres, y con ellas, los hijos. Parió seis veces pero crió dos: un niño y una niña. El primero andaba siempre con su padre para aprender sus talentos; la pequeña escuchó de su madre que siempre, pasara lo que pasase, debía huir hacia el norte.

Por miedo a los peligros que anticipaban los pocos viajeros que llegaban a la aldea, sus habitantes decidieron construir una muralla, como la que alguna vez habían conocido los hombres más grandes. Nesim, su hijo, y el resto de los varones del pueblo, se organizaron para acarrear las piedras y levantar la pared. Durante mucho tiempo no se pensó en otra cosa, hasta que llegó la invasión.

Se escuchó primero el ruido de la tierra que traía cientos y cientos de caballos al galope. Tiempo después se vio el humo y cada vez las formas más definidas en e horizonte. Pronto fueron caras que gritaban un idioma extraño frente a la muralla que no pudo resistir durante mucho tiempo las armas modernas. Adara vio caer las cabezas de su esposo y de su hijo, no siempre rodando. Las empujó apenas con los dedos del pie y dio unos pasos hasta alcanzar ver huir a su hija: iba hacia el norte. Se confundió entre la maraña de hombres muertos y agonizantes y fue descubierta por un guerrero montado.

El hombre la levantó por el brazo y volvió a arrojarla entre los cadáveres: ya era una mujer vieja. Ella esperó mirando al cielo escuchar que los caballos se alejaran, y aún entonces, esperó otro rato más. Se incorporó cuando las llamas comenzaban a apagarse.

No volvió a su casa a buscar su manta, por lo que nunca supo si seguía en pie o el fuego también la había destruido. Caminó despacio hasta las piedras desparramadas que bhabían sido la muralla de la ciudad, las atravesó con cuidado de no caerse, y por fin bempezó su camino de regreso hacia el sur, guiándose inequívocamente al dejar atrás la forma imponente de las montañas.

 

Paula Tomassoni

(La Plata, 1970) Escritora y profesora de Literatura en nivel secundario y terciario. Magister en Escritura Creativa. Publicó las novelas Indeleble (2018, EME) y Leche merengada (2016, EME), y los libros de cuentos En servicio (2020, Editorial Vera Cartonera UNL), El paralelo (2016, Ministerio de Cultura de la Nación), Pez y otros relatos (2015, Modesto Rimba). Participó en las antologías Textos 1 (2017, La Comuna), Golpes. Relatos y memorias de la dictadura (2016, Seix Barral), Naturaleza muerta (2016, La Otra Gemela) y Desplazamientos (2015, EDULP). Escribe reseñas literarias en la revista Bazar Americano. Coordina el ciclo Hasta que choque China con África. Como docente, trabaja en la Escuela Secundaria N°12 de Gonnet y en el Colegio Nacional Rafael Hernández”. Trabaja en Formación Continua con maestros y docentes de Literatura en C.A.B.A y en distintos espacios relacionados a la enseñanza de la Literatura en C.A.B.A y P.B.A. Coordina talleres de narrativa.

En La muralla, Tomassoni nos habla de otros tiempos en los que la humanidad apenas sabía cultivar la tierra y en los que la vida duraba muy poco. En ese contexto se desarrolla la historia de Adara, una mujer superviviente, que sigue caminando pese a la violencia y la barbarie que abonan el devenir histórico. Un relato que, como muchos de sus cuentos, reflexiona sobre lo efímero y frágil de la existencia, el paso del tiempo y la azarosa indiferencia de la muerte.

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