El perro milagroso de la calle Moyano

Un recreo de todo esto | Por Federico Rodríguez 

El perro milagroso de la calle Moyano

Corría el año 1985 en Río Grande.

Los chicos del barrio nos dedicábamos al fútbol y a las bicicletas.

En ese tiempo, casi en la esquina de Moyano y Brown, se mudó una familia chaqueña. El matrimonio tenía dos hijos: uno de nuestra edad (más o menos seis años) y un bebé de brazos. Con ellos vivía también la abuela, que era muy anciana. La madre de los chicos era una morocha muy simpática, y el padre era policía.

En la misma semana que ellos se mudaron, apareció por las calles del barrio un perro grandote, totalmente negro y con el pelo corto, huraño con los adultos y cariñoso con los niños.

Obviamente, fue bautizado como el negro.

Todos los chicos del barrio le llevábamos comida a escondidas. Las madres no querían que nos acercáramos a él por su feroz aspecto.

El chaqueño estaba poco en su casa y cuando estaba, no estaba sobrio.

El muchacho se sumó a nuestros partidos de fútbol y demostró tener mucha habilidad para diseñar las casitas que hacíamos con pallets y otras basuras de las fábricas. Rápidamente se ganó la amistad de todo el barrio.

Cuando la abuela se dejaba ver, siempre con un rosario entre las manos, toda la familia se apuraba a meterla nuevamente en la casa porque se notaba que tenía el cráneo un poco demente.
Una tarde ventosa de verano, mientras el matrimonio discutía acaloradamente en la vereda, vimos que el negro olfateó algo, cambió la expresión de su rostro, y como un tiro saltó rompiendo una ventana para meterse en el interior de la casa. El padre, loco, salió atrás del perro. Al llegar a la habitación del más pequeño, vio al canino con el hocico lleno de sangre y espuma, respirando con furia sobre la cuna del bebé. No sabemos si llegó a imaginar los pequeños miembros del infante despedazados o el rostro arrancado por los colmillos. Sacó el revólver y le disparó en la cabeza.

En ese momento ya todos habíamos entrado en la casa y el aire se congeló cuando escuchamos el llanto del bebé que se había despertado por la detonación. Al mirar la cuna vimos al pequeño sano y salvo, y a su costado, una enorme rata destripada por nuestro buen amigo. El padre se agarró los pocos pelos que le quedaban y dejó el arma en el suelo cuando se percató del error.
Los esposos, para estar seguros, decidieron llevar al bebé al hospital, por si era necesario vacunarlo o tomar ciertas precauciones en caso de que la rata lo hubiera mordido.

En el apuro se olvidaron de la abuela o no les importó. Ella salió de la casa y volvió, a la media hora, con una botella de agua bendita, unas hostias y una especie de mantel (luego supimos que lo había robado del altar de la Capilla Virgen del Carmen). Nos pidió ayuda y envolvió al perro con el mantel como si fuera una mortaja, lo bautizó y le colocó en la boca el cuerpo de Cristo”. Para ese momento, por el estruendo del disparo, ya hacía un rato largo que varias madres se habían acercado a la casilla, pero ninguna pudo disuadir a la anciana de que abandone la extraña ceremonia.

Guiados por la vieja, entre cuatro muchachos lo cargamos para llevarlo al patio.

Al llegar, comenzamos a cavar un pozo para darle cristiana sepultura a los restos del héroe.

Unos meses después, la madre murió de cáncer y la abuela terminó en un hogar de ancianos, totalmente ida. Al padre lo despidieron de la policía por corrupto, y se volvió con sus hijos al Chaco.

Sobre la tumba del perro crecieron flores y durante años fue un lugar que visitaron madres desesperadas con sus hijos enfermos. Varios chicos, después de que los acostaron sobre la tierra que tapaba los restos del perro, se curaron.

Muchos inviernos después, construyeron una casa sobre la tumba y hoy casi nadie se acuerda de la historia del perro.

A veces, cuando salgo de los bares pateando piedras y camino por Moyano, escucho los aullidos y sé que está bien, que el negro sigue ahí, para cuidar a los más indefensos.

Un nudo en la garganta

A comienzos del siglo XX, en una tarde a la hora de la merienda, entró una niña selk´nam al comedor de la Misión Salesiana de Río Grande y empezó a hablarle rápido a una monja italiana que todavía no entendía su lengua. La hermana la saludó y le acarició el cabello para tranquilizarla pero la niña comenzó a llorar. Estaba pálida y muy asustada. Cuando se dio cuenta de que la monja no iba a entender lo que quería decirle, llevó sus manos con fuerza al cuello y dejó caer la cabeza que quedó como colgando. La mujer comprendió que alguien se había ahorcado. La niña llevó corriendo a la monja a un galpón. Todos los chicos del comedor quedaron consternados y a cada salesiano que entraba le repetían el gesto de las manos apretando el cuello.

En esa tarde, con un cielo sucio de nubes y un sol frío al que le faltaba fuego, en uno de los galpones que servía de pañol, encontraron a una mujer selk´nam colgada de una viga del techo. Usó para terminar con su vida un tendón de guanaco muy fino que en ese momento le estaba rajando la piel de la garganta.

La mujer se colgó en los campos de lo que fue su antigua patria.

Los selk´nam morían luchando o de viejos; el suicidio no era algo común entre ellos.

Llamaron a la Madre Superiora, al Padre Director y al hechicero de la tribu.

El hechicero fue informado de lo que había pasado, se quedó en silencio un largo rato y se fue sin decir nada. Minutos después volvió con su gente y cortaron el tendón. El cuerpo cayó al suelo y quedó como enroscado. Hicieron una camilla con palos y cueros de cordero, y se lo llevaron.

Cuando moría un integrante del clan todas las personas del campamento cubrían sus caras, brazos y pechos con cenizas mezclada con arcilla roja y grasa de ballena, y se cortaban parte del cabello como señal de duelo. Al cadáver lo envolvían en pieles de guanaco y lo ataban con nervios y tendones del mismo tipo que usó la mujer para matarse. Luego lo enterraban en el bosque o entre las rocas, lejos del hambre de los zorros y los caranchos.

En el último período de la vida ancestral selk´nam, debido a las epidemias que habían traído los blancos, algunos cuerpos se quemaban.

En este caso, hicieron una pira funeraria de poca altura porque no tenían mucha leña.

La muerta fue puesta sobre la pira.

El hechicero dio un largo discurso con una voz muy suave que pareció la continuación de una conversación empezada.

Los sacerdotes no sabían qué hacer porque la aborigen no era bautizada. Una hermana se puso a rezar el rosario. Algunos religiosos cuestionaron la posibilidad de darle responso por la calidad de suicida de la mujer.

El Padre Director comenzó a rezar en latín, muy fuerte, pidiendo por el alma de la difunta. En un momento se le cortó la voz y se le hizo un nudo en la garganta como si se le hubiera quebrado el alma.

Al concluir el rezo, el hechicero le tocó el hombro en señal de agradecimiento.

Un buen viento avivó el fuego y todos se quedaron mirando en silencio cómo se quemaba el cuerpo de la mujer y pensando en la muerte que a cada uno le tocaría, hasta los últimos momentos del incendio.

Esta historia la leí en el libro ¨Nosotros te contamos (historia de La Misión salesiana)¨ del Padre Jorge Langus. Semanas antes, Mingo Gutiérrez en una nota publicada en su blog El mensajero del río comentó que mientras Omar Hirsig y yo estábamos dando los toques finales a nuestro libro Zink City (una serie de cuentos e historietas de terror donde el querido Padre Zink, en plan superhéroe, debe luchar contra insólitos demonios), el Padre Langus estaba escribiendo una biografía de Zink. ¨Y relacioné el hecho de dos libros sobre un mismo personaje, al mismo tiempo, como otra de las tantas duplicidades propias de nuestro pueblo¨ dice Mingo en su nota. Yo leí la historia del suicidio de una mujer selk´nam de casualidad. Una alumna me acercó el libro en clases y lo abrí en cualquier lado y ahí estaba: Un suicidio en la Misión. El Padre Langus murió un par de semanas antes de esta lectura, en Bernal. Tenía 80 años. La comunidad salesiana dijo que fue atropellado por un tren debido a su problema de sordera, mientras estaba hablando por teléfono con su sobrina. En las primeras informaciones, el maquinista declaró que vio al anciano en actitud de espera frente al paso del tren, que tocó repetidas veces el silbato, y que la persona se arrojó a las vías en el momento en que la máquina pasaba.

BIO – Federico Rodríguez

(Río Grande, 1979). Escritor y editor. Trabaja con narrativa, historietas y guiones de audiovisuales. Publicó, junto con Germán Pasti y Omar Hirsig, El origen del viento (2013) y Leyendas de la Tierra del Fuego (2014). También con Hirsig, editó Zink City: el oro de Popper y otros misterios de espanto (2019), Reclusos (2020) y dirigió la Revista Caleuche (2015–2017). Fue guionista de los documentales Los sueños del Gobernador Campos (2018), El destino de Elena (2019) y La hermandad (2020) de la productora El Rompehielos. Dirige la colección Confines en la editorial Viento de hojas. En 2019 publicó Myske, la cazadora (con ilustraciones de Rodrigo Crespo). Actualmente se encuentra trabajando en distintos proyectos de escritura, de guion y de difusión de autores fueguinos.

Un perro convertido en santo popular y una singular historia selk´nam son las historias que nos presenta Federico Rodríguez como muestra de una obra narrativa que retrata la vida en el extremo sur de nuestro país.

 

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