Probabilidad de tormentas

Un recreo de todo esto | Por Guillermo Gribaudo

Probabilidad de tormentas

La lombriz se aleja del anzuelo y Martín insiste aunque sus guantes mojados demoren la tarea. El sol, cuando el motor de diez caballos al fin arranca, asoma. Algunos patos en los juncos, burbujas de bagres. Le gusta la hondonada, cerca de la isla grande; ahí anclará hasta que las mujeres avisen que es la hora de comer el asado. Sintoniza la radio.

—Cosa de no creer la Spika: siempre agarra.

—Por eso te pido que la traigas, viejo—Martín se pasa el cuchillo del salame por encima de la rodilla y deja un hilo de grasa en su pantalón.

El viento invita a la pesca de superficie, se ven corderitos.

— ¿Chirimbolos?

— ¿Eh?

— ¿Vas a usar chirimbolos?

—Sí, viejo, está especial, ¿vos?

—Yo prefiero los balancines: no voy a cambiar ahora de grande.

—Nunca es tarde, dicen.

Martín pone dos fetas por pan y le alcanza uno a su padre. El pique no se da y el bote se mueve sobre su cama de pequeñas olas. Comen despacio, Martín destapa la botella de vino.

— ¿Cómo están con Irene?, ¿bien?

—Sí, viejo —Martín sirve en dos vasos que compró en la estación de servicio cuando pararon a desayunar—. O sea: más o menos, el colegio de los chicos, la casa, ¿qué va a ser, viejo?, la plata nunca alcanza y Emilia empieza la facultad el año que viene y…

—La plata no alcanzó nunca Martín, ni a vos ni a mí ni a tu abuelo ni a nadie… y sin embargo acá estamos.

—Pero ni vos ni el nono se casaron con Irene.

Los patos inclinan los juncos, en la costa dos coches con tráileres maniobran y la laguna se llena con las sombras gordas de las nubes.

—Apagá el celular, por las dudas.

—Sí, viejo, reviso los mensajes por los chicos y apago. Se quedaron solos, a Emilia la traje, imaginate vos qué locura, a cambio del viaje sola” a la costa este verano; con las amigas mejor dicho, no tan sola, pero es lo mismo, todas mocosas de ese colegio de mierda, no sé qué vamos a hacer, Irene en eso, al menos en eso, está de acuerdo conmigo: son chicas.

—Vos fuiste ahí también, ¿no te acordás del escándalo que me hiciste para ir ahí?

— ¿Ahí dónde?

—Al colegio.

—Sí, me acuerdo, por eso mismo dije ese colegio de mierda.

Un analista explica cómo pasar el invierno. Las palabras cotizaciones, riesgo, país, dólares, rebotan en el piso del bote y se pierden.

— ¿Y ella?, Irene, ¿qué te dice?

—Nada, viejo, no tenemos tiempo: tiene gym a la tarde y…

— ¿Gimnasia?

—Gym, gimnasio.

—Entiendo, seguí.

—Y cuando no tiene gym es yoga, o algo como el yoga, alguna actividad de las que hacen las otras madres del colegio, no sé viejo, los está criando más la señora que nos ayuda que ella, puta madre.

—Tiempo, Martín. Tienen que darse más tiempo para ustedes y los chicos, los dos.

Martín enrosca la lombriz en el anzuelo, es la última del chirimbolo. Su padre tira el balancín.

—Se te va a clavar en el barro, tirá más cerca.

—La que faltaba, que me enseñen a pescar, vos que no estabas ni en planes y yo ya sacaba matungos acá—. Ni en planes.

Llegan gritos desde la costa, dos botes entran al agua. El sol alumbra los campos mientras la laguna se oscurece en azul.

— ¿Vos viejo?

— ¿Yo qué?

—Tiempo, digo, ¿tuviste?

—Puf…, no, cuando eras chiquito no; uno insoportable, por otra parte, y hermoso, eras un osito, así decía tu mamá: ¿no es un osito?, con esa voz que tenía.

—Ya sé viejo, ya sé— Martín presiona suavemente la rodilla del padre con su mano.

—Vos, Pablo y nosotros dos, cuatro, imaginate, alquilando, encima sin un peso, aunque Pablo te llevaba dos años.

—Me lleva.

—Te lleva, sí, y a esa edad era una gran diferencia: nos ayudaba mucho en casa; pero no lo tenía, al tiempo digo, no había forma, después lo tuve, a la fuerza: no esperés como yo, haceteló, eso te digo, haceteló.

— ¿Y cómo mierda hiciste, viejo?, ¿no me podés enseñar?, parece un libro de esos de la estación de servicio: Cómo Hacerse Tiempo”.

Martín tira los chirimbolos lejos, deja que el viento lo ayude.

—Lo hice —responde su padre.

Ulises”, el de chapa, le había cedido su nombre al de fibra de vidrio: Ulises II”. Lo compraron en Villa María, un sábado, Pablo había ido con ellos.

— ¿Y si te venís con Pablo un fin de semana?, yo les presto el bote, solamente tienen que sacarlo de la guardería.

—No, viejo, Pablo no sale más en estos botes, esto es pesca de pobres para él.

—Tu hermano encarnaba igual —lo corta su padre, antes de que arrecien las críticas hacia su otro hijo.

—Sí, en eso nos parecemos; capaz que en eso nomás.

Pablo también cortaba el salame y el queso sobre una tablita de madera añosa, como la de Martín, y solía usarla para filetear pejerreyes chicos cuando no se daba el pique con lombrices.

Tira otra caña Martín, la encarna con mojarras, una Waterdog vieja con los chirimbolos anaranjados. El de la radio explica los dos puntos menos de inflación que, dice, logró el gobierno en un año.

—Hijo de puta, por qué no vas a hacer las compras al súper y después me contás lo de los dos puntos —masculla Martín mientras reniega con la piedra del encendedor.

—Política no, Martín, hoy no.

— ¿Por?, ¿se puede saber por qué hoy no”?

—Porque ya estoy viejo para escucharte y vos sos joven, esperá unos añitos para hacerte un derechoso.

— ¿Un dere qué?, ¿vos te escuchás las pavadas que decís?, socialista mi padre, mirá vos, resulta que mi propio padre se compró el versito del…

—Nada, Martín, nada: perdoná, pesquemos tranquilos.

El aire se torna pesado, recogen y tiran las cañas de nuevo, en silencio. Hay poca gente, los botes recién llegados buscan su lugar a la derecha del monte.

—Perdoná, viejo, ando medio raro.

— ¿Qué cosa?

—Lo de la política, me paso de rosca, me cuesta no enroscarme.

—Shhh, pesquemos.

Pica la tercera del chirimbolo. No, puta madre, me la levantó una olita, dice Martín, en voz baja. Lanza de nuevo, ahora a la izquierda del bote, alejando las boyas de la costa.

— ¿Nos avisan cuando esté?

—Sí, viejo, un rato más y salimos, a la tarde intentamos allá cerca del monte, ¿querés? —Martín señala los árboles con la punta de la Waterdog.

—No, estoy bien, quedémonos, preguntaba nomás.

Miran el agua, los reflejos, las boyas. Martín supone que en la costa Irene se debe aburrir. Antes de meterse le preparó las costeras y le indicó cómo recogerlas si sonaban las campanillas, pero presiente que ella ni las va a mirar. Sentada en una silla de camping, leyendo una historia sobre un indio y una blanca que serán felices, imagina a su mujer Martín.

En la costa Emilia mira la carne hacerse y pregunta:

— ¿Me ayudás con la mesa, má?

—Ahí voy Emi, me colgué, perdoná.

—No es nada má, hago la ensalada, falta un ratito todavía, te aviso porque en cinco minutos los llamo.

Martín saca un doblete antes de levantar el ancla y su padre sonríe al ver los pejerreyes. En la costa hacen señas, la luz de la camioneta se enciende y se apaga, otra vez, tres veces. Es Emilia que aprendió el sistema de señas del abuelo cuando no iba ni a la primaria todavía. Tan bonita y tan memoriosa mi Emi, piensa su abuelo. Series de tres, el asado; series de dos, viento fuerte y a volver; una larga y dos cortas, algún problema.

Emilia levanta las luces de la camioneta y su abuelo y su padre sonríen a medio kilómetro de distancia, sobre el Ulises II. Martín y Pablo también hacían lo de las luces en la Dodge cuando el viejo entraba a pescar en el primer Ulises.

Martín piensa invitar a Emilia a pescar adentro a la tarde. De chiquita se le iban los ojos si veía la caja de pesca que él llevaba desde el armario rumbo a la camioneta, revoloteando por la casa, alrededor suyo. Arranca el motor y vuelve cortando las olas de frente como le enseñó su padre (nunca de lado Martín, porque te da vuelta campana el bote y la cagamos), tratando de mantener la camioneta en la proa. Irene y Emilia sentadas en las reposeras se adivinan a contraluz; el álamo de la ranchada y el humo del asado marcan el lugar para desembarcar.

Lo arrima a la costa y mientras Emilia asegura el ancla, ve los nubarrones sobre el monte y a Irene con cara de mejor volvamos temprano. Lo amarra fuerte y Irene se da cuenta de que piensan entrar de nuevo, los dos. O los tres. Ulises II” golpea los terrones de la costa. Su abuelo le muestra los pejerreyes del balde a Emilia.

— ¿Y?, ¿te gustaría venir con papá y conmigo?

—Sí, nono, claro; pero armame la azul finita, la caña mía.

Los dos hombres se lavan las manos con agua de bidón y se sientan a la mesa.

—Volvamos apenas terminemos de comer, Martín.

Martín mira a su padre.

—A lo mejor pasa, en el campo las tormentas se van como vienen —lo ayuda su padre.

—Yo decía, tenemos dos horas hasta casa, si llueve esta ruta es una locura —insiste Irene.

Martín come en silencio, apenas lo interrumpe para decir:

—Esperemos, si se limpia armamos la carpa.

—Por eso dije lo de las cabañas, alquilan por todo el pueblo pero tuvimos que venir en carpa; por estas cosas, nunca sabés acá, además tú papá ya no está para andar a las corridas.

—Por mí no te preocupés Irene, ya sabés cómo me gusta el campo —miente su suegro.

Irene no termina de comer la fruta: sale hacia el pueblo para preguntar por las cabañas. Aprovecha el viaje para llorar y se promete que se va a animar, que lo va a dejar de una vez. Le pega al volante con la mano libre, uno de los golpes hace sonar la bocina pero no hay nadie que la pueda escuchar, más allá de las vacas. Se pega en la frente con el teléfono móvil y se corta. Tiene pañuelos descartables en la guantera pero espera un rato sangrando.

Su esposo, su suegro y su hija entran a la laguna.

Pescan los tres.

 

Guillermo Gribaudo

(General Deheza, 1975) Vive en Villa Giardino. Autor de La superación del tiempo (Relatos, Ediciones Recovecos, 2018) Primera Mención del Premio Municipal Luis de Tejeda, Córdoba (2015), coautor de Historias Mínimas de los Mundiales (Ediciones Recovecos, 2014, reeditado en 2018). Guionista de Historias Mínimas de los Mundiales, serie animada ganadora del Premio Fomento INCAA 2018, Ideas por Rosca y de la serie animada Sombras en los Juegos, Ideas por Rosca, Canal DEPORTV.

Los relatos de Gribaudo versan sobre tensiones familiares, relaciones de pareja a punto de rajarse, amigos que desconfían, el paisaje de las sierras como un lugar poco amigable. En el relato de hoy, una tarde de pesca y asado ponen en evidencia la crisis que repta por debajo de las palabras no dichas mientras se desgrana la tarde.

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