Muchas veces los discursos feministas, o los que se elaboran en nombre de los feminismos, suelen caer en generalizaciones que no dan cuenta de la heterogeneidad del movimiento y empobrecen toda discusión.
La violencia de género, que todos los días ocupa los titulares y aumenta la cifra de casos, despierta posiciones maniqueas.
Por un lado, la actitud misógina, que ve en todas las demandas de justicia y de eficacia en las respuestas estatales sólo la búsqueda del peor castigo para el agresor. Insisten en calificar como conflicto privado” aquello que nos mata, nos lastima, nos confina o restringe nuestras libertades.
Es necesario comprender (lo que no implica justificarlas) que muchas actitudes extremas aparecen como reacciones frente a sistemas penales y sus agencias, fundamentalmente las policías, que históricamente no se han hecho cargo del tratamiento de las diversas formas de violencia contra las mujeres y, lo que es peor, desplazan las responsabilidades hacia nosotras, lo que no ocurre con las víctimas de ningún otro delito. Tampoco nos creen cuando relatamos abusos, cuando ya el feminismo ha dejado claro que la violencia, de diferentes maneras y grados, es constitutiva de la vida de las mujeres. Asimismo, exaspera la banalización de esos hechos de violencia argumentando que ocurren en contextos privados y en el fragor de la discusión”, como si se estuviera resolviendo un asunto entre iguales.
Resulta extraño que muchos que denuncian apasionadamente injusticias sociales, raciales o de otro tipo, se muestran indulgentes y comprensivos cuando el asunto versa sobre la dominación machista. Como si el combate feminista fuese secundario, un deporte de ricos, que no requiere de tratamiento urgente.
Por su parte, el manodurismo clásico”, como lo denomina Ileana Arduino, Directora del programa de género del INECIP (Instituto de estudios comparados en ciencias penales y sociales), rápidamente señala como traidoras al feminismo” a toda postura que se resista a que la única moneda de cambio frente a la demanda de transformación radical sea el recurso represivo, el que, se sabe, es típicamente patriarcal.
A sabiendas distorsionan las proclamas libertarias feministas de exigir una vida libre de violencia para desplegar venganza represiva. Desatan un vale todo” que, en nombre de la aberración cometida, invitan a realizar también acciones atroces que nada tienen que ver con la solución del conflicto. Los manoduristas”, esta vez en nombre de las mujeres, lejos de contener los abusos de poder, construyen enemigos, ya sean los gais, los pobres, los extranjeros o, en este caso, los hombres. Los manoduristas” siempre se han especializado en construir fascismo.
Ambas posturas resultan una barrera infranqueable para el logro de toda transformación dirigida a cambiar las formas de las relaciones sociales basadas en el sometimiento por razones de género.
Por lo tanto, se requiere cambiar los términos del debate: por un lado, batallar contra la impunidad, impedida por la mirada misógina en nombre de la defensa y protección de vaya a saber qué garantías; y por el otro, encontrar soluciones que permitan impugnar las soluciones punitivas que no hacen otra cosa que embarrar los genuinos reclamos de justicia.
Los feminismos reclaman asumir ese debate: no se trata de inflar el sistema punitivo, sino de dejar de consentir que un instrumento, la justicia penal, que debe intervenir ante conflictos violentos, lo haga tarde, revictimizando o dejando a la víctima desorientada, deambulando por diferentes oficinas y juzgados, ignorando sus intereses, de modo que se desalientan las denuncias y se favorece la impunidad.
El feminismo es un movimiento, y tomárselo en serio es construir política feminista. Lo que implica visibilizar los problemas de género como modo de reparar las subjetividades dañadas, porque la política colectiviza los conflictos, y es la única capaz de producir transformaciones culturales.
El proceso político está en marcha y se apoya en las luchas que vienen llevando adelante las mujeres desde hace muchos años, que se amplió considerablemente en nuestra región a partir del Ni Una Menos”, en 2015, que desnudó la violencia machista y la incapacidad del Estado para darle respuesta. En lugar de repeler las demandas, como la respuesta misógina, o de apelar sólo al castigo del agresor, como el reclamo de mano dura, hay que darlo vuelta todo si es necesario, pero no renunciar a evitar pagar costos que redunden en más dolor y más violencia. La elaboración e implementación de respuestas eficaces no pueden seguir dilatándose. Llevamos siglos de espera.