Dice el diccionario que en español la palabra país” deriva del francés pays”, y éste del latín medieval pagensis”, o territorium pagense” [territorio de un pago]. De allí también la palabra paisano, habitante de un pago”. En Argentina llamamos paisano” al poblador de tierra adentro, por oposición al habitante de las ciudades, alguien criado en un campo o en un pueblo muy pequeño. Y llamamos pago”, a la tierra de uno, como diría María Elena Walsh en su balada.
Un país es un territorio con características geográficas y, por lo tanto, fronteras que demarcan su espacio, formas sociales y culturales propias (en términos de identidades y alteridades en diálogo o en conflicto) y se define políticamente en su historia, sus luchas y su soberanía.
Además de las múltiples y posibles definiciones, decir país es entrañable, personal, íntimo, es pensar en los modos de nombrarlo, muchas veces metafóricamente.
Búsquenme donde se esconde el sol/ donde exista una canción/ búsquenme a orillas del mar/ besando el agua y la sal/ búsquenme, me encontrarán/ en el país de la libertad”, dice Leon Gieco en una canción que cantan hasta los niños de jardín de infantes.
Sinónimo de patria, de tierra, de nación, sin que lo sea exactamente, desde Mariano Moreno en adelante, la idea de país se perfiló como una categoría histórica y punto de arranque irrenunciable para todos nuestros intelectuales, escritores y escritoras que se ocuparon o trataron de pensar, de entender, de definir al país.
Nuestro país, escribirá Héctor P. Agosti, representó una nación formal desde el instante de la liberación, con caracteres relativamente estables en los órdenes de la cultura y la convivencia”.
Agosti habla de la forma en que lo imaginaban los hombres de Mayo. Cualquiera sabe que esa deseada identidad fue resquebrajada por las guerras intestinas, el antagonismo puerto/interior, la llegada de los inmigrantes, los proyectos de educar y poblar, la aniquilación de los pueblos originarios, por citar solo hechos de un siglo que culminará con una crisis (1890) capaz de desnudar todas las contradicciones y conflictos latentes de un país construido (e imaginado) sobre una base material específica. Estos caracteres que se habían pretendido estables” se fueron modificando por apropiaciones diferentes de la herencia cultural, reparto desigual de la riqueza, una diversidad de gustos y de intereses, claudicaciones concretas y subjetivas, pasos hacia adelante y otros varios hacia atrás.
Palabras más, palabras menos, han llegado hasta nuestros días para contar una historia de ilusiones y encuentros, o una condición dramática que habría de signar desde los inicios esto que llamamos nuestro país”.
Y la preocupación sigue vigente. Para muestra basta un botón. O mejor dicho tres botones. Las narraciones de tres escritoras argentinas contemporáneas: El país del humo”, de Sara Gallardo, El país del viento”, de Sylvia Iparraguirre, y El país del diablo”, de Perla Suez. Ellas miran bajo otras luces, leen al país en su épica y en su intimidad más entrañable y dolorosa.
El año pasado, Perla Suez ganó el premio Rómulo Gallegos por su novela El país del diablo”, una historia ubicada en épocas de la llamada conquista del desierto”. Un grupo de soldados deambulan en los imprecisos límites de la Patagonia, aquella región conocida como el desierto, y tienen la experiencia del país como tierra arrasada: el espacio, la extensión, esto es el desierto”.
Antes han arrasado ellos una aldea aborigen y solo ha podido salvarse Lum Hué, una joven machi ya símbolo de las dos culturas que se estaban enfrentando: es hija de un blanco y una mujer mapuche, y será la encargada de pergeñar la venganza y también la resistencia, en un país y un paisaje sin reconciliación posible. Con un deliberado trastrocamiento de la novela realista, esta historia persiste en mostrar un pasado que aún le habla al presente, porque las luchas, los enfrentamientos y las injusticias no han cesado. Con leguas de alambre y palos -escribe en su diario el fotógrafo que acompaña la expedición- no conquistaremos el país del diablo… este país acosado por la barbarie”.
En 1999 Sylvia Iparraguirre ganó el premio Sor Juana Ines de la Cruz con su novela La Tierra del Fuego”. Un relato hermoso que le llevó largos años de investigación sobre otro de los tantos episodios trágicos de nuestra Patagonia: el traslado a Londres de un grupo hombres y mujeres yamanas. Con esa investigación, trozos, fragmentos, restos, partes que no fueron a la novela, Sylvia escribió nueve relatos, y los tituló El país del viento” (2003). Estamos más adelante en el tiempo, la Patagonia se puebla lentamente de inmigrantes, sobre todo galeses, y se hace difícil la vida en una naturaleza hostil, y los nuevos moradores encuentran una tierra en la que aún viven sus antiguos dueños. El viento todo lo barre, todo lo opaca, todo lo destruye, pero también todo lo acerca. Uno de los relatos más conmovedores, llamado En el sur del mundo”, narra la historia de dos mujeres, una inmigrante galesa y una tehuelche, que evitan un derramamiento de sangre solo poniéndose frente a frente con sus hijos en brazos: La escena quedó inmóvil. Nadie se movía ni casi respiraba, solo el delgado y frío viento patagónico iba de una cara a la otra, de un cuerpo al otro y jugaba con plumas y sombreros de indios y blancos”. En ese lugar cuya marca de orillo es el viento, el país se diseña en gestos y palabras, en historias contadas por mujeres, miradas estéticas y políticas que hacen visible la diversidad que nos habita, aún en lo feroz, lo infrecuente o lo extraño.
Las mujeres se ponen a la altura de la vida y son las madres las que entran en el escenario como bastión de otro modo de verdad y bien sabemos el lugar de las Madres en la pelea por un país cuya memoria sea justicia y no venganza.
Sara Gallardo escribe los relatos de El país del humo” entre 1974 y 1975, libro reeditado en Córdoba por editorial Alcion en 2003. En ellos pervive la tradición de la narración oral, porque según creía la escritora: hay que volver a contarlo todo”, porque todo había sido contado con palabras de hombres guerreros.
También frente a un paisaje pampeano de innegable melancolía y constante crueldad, esta escritura define al país desde la confidencia íntima que suscitan los relatos junto al fuego.
Con estrategias de narradora oral, uno de los cuentos se detiene en el delirio del hijo de un jefe de estación que cree ver pasar los trenes de los muertos”, lo que parece a los habitantes del pueblo el planteo desmesurado de un testigo de dudosa inteligencia: Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo”, dice el narrador. En el revés de los años se entiende como lúcida palabra de lo que ya había sucedido y ahora empezaba de nuevo a suceder en un territorio que se vería arrasado por la peor dictadura de su historia, un país siempre al borde del estallido.
Es notable cómo esta convergencia de voces femeninas construye una figura posible de país a través de historias fracturadas y desdibujadas por el humo y el viento y que la palabra literaria recupera y recompone.
¿Cuántos países hay dentro de un país? ¿Cuántas versiones de sí mismo puede soportar ese país? ¿Hay palabras que lo definan mejor o hay dueños de las palabras que imponen una u otra versión? ¿Hay palabras que permitan que un país pueda reconciliarse consigo mismo a pesar de su deshilachado decurso histórico?
Escuché decir a un visitante holandés: Me encanta este país porque acá no hay negros.
Escuché decir a un argentino: Este sería un país fantástico si no tuviéramos tantos negros.
Escuché decir a dos muchachos que tomaban conmigo un vuelo para regresar a estos pagos: ¡Qué desgracia volver a este país de mierda, y encima en un avión lleno de argentinos!
Escuché decir a alguien conocido: Este es el mejor país del mundo: tenemos carne de primera, mejor vino que en Francia, las cataratas, Gardel y Maradona.
Nunca se sabe si los que deciden son los hechos o las palabras que los cuentan” escribe Martín Caparros en Sinfín”, su última novela. Nunca se sabe, agrego yo, cuál será la línea divisoria entre la retórica y su efecto de real. Y cuántas injusticias, cuántas causas pendientes, cuántas víctimas y victimarios, cuánta memoria, cuánto olvido, cuánta esperanza hay detrás de las palabras que nos nombran. Me pregunto si ya hay palabras que sin que las reconozcamos, trabajan en la creación del porvenir.