Hace unos días, la ciudad de Córdoba ha conmemorado un nuevo aniversario de su fundación y numerosos medios repasaron los pormenores de aquellos días. Lo cierto es que, como cada año, se recuerda a Jerónimo Luis de Cabrera en la plaza que lleva su nombre y en la que se halla una estatua que lo muestra” solo y como eterno” fundador, lejos de lo que pudo experimentar este andaluz que llegó a estas tierras avanzando el siglo XVI. Lejos, también, de las interpretaciones trasnochadas que suelen recoger los medios cuando señalan a la fundación de la ciudad como ejemplo de un acto de rebelión” contra lo que nos quieren imponer de afuera”.
Cabrera era un hombre de su tiempo, formaba parte de la élite conquistadora y respondía al virrey Toledo, a quien, en todo caso debía explicar las razones del cambio de lugar de la fundación que debía efectuar. Es imposible leer en ello una imposición de afuera”. Estos actores estaban dentro” y compartían el objetivo de materializar la conquista de un nuevo espacio para la Corona. Tal vez, si nos preguntamos quién fue Cabrera antes de convertirse en el fundador de Córdoba, pueda ayudarnos a repensar algunas cuestiones.
Había nacido en Sevilla, en 1528, y si bien pertenecía a una familia ilustre, fue hijo ilegítimo de un maestre de campo y caballero de la Orden de Santiago y de doña María de Toledo, que estaba emparentada con los duques de Alba. Siendo joven ingresó a la Real Armada y zarpó hacia el Perú al encuentro de su hermanastro Pedro Cabrera y Figueroa, que también llegó a ser un famoso conquistador.
Cabrera llegó a América en el marco de la segunda etapa de la conquista, entre 1530 y 1555, en la que se incorporaron los territorios del imperio inca (que se extendía por los actuales Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia). Rápidamente tomó participación activa y se situó del lado de la Corona en los conflictos que se produjeron en el Perú entre 1540 y 1550, cuando reclamaban mayores recompensas en riquezas y encomiendas de indígenas. Los conflictos alcanzaron el nivel de una rebelión declarada, pero terminó siendo reprimida por el hermano de Francisco Pizarro.
Hacia 1549, Cabrera se estableció en el Cuzco, como Maestre de Campo, y se concentró en la conquista de los valles de Ica, Pisco y Nazca. Fue entonces cuando se casó con Luisa Martel de los Ríos, viuda del conquistador Garcilaso de la Vega, con quien vivió en su enorme casa, que exhibía un escudo de armas y donde nacieron sus primeros hijos, Miguel Jerónimo Luis y Gonzalo (esa casa aún existe y es ocupada por el colegio de las Madres Salesianas).
Fue en Cuzco donde también recibió la noticia que su madre, María de Toledo, y sus dos hermanos más pequeños, habían muerto ahogados camino a América, cuando el barco que los trasportaba fue azotado por una gran tempestad a pocos días de la partida. En el valle de Ica fundó la ciudad de San Jerónimo del Valverde, en 1563, que fue sostenida de su peculio durante tres años. Allí se asentó con su familia y nacieron sus tres hijos más pequeños: Pedro Luis, Petronila y Francisca.
Esta fundación le valió que el virrey del Perú, Conde de Nieva, lo designara corregidor y justicia mayor en Charcas y la Villa de Potosí (actual Bolivia). Sin embargo, desde la península se decidió dar una salida definitiva al conflicto con los conquistadores, y se ordenó ampliar las fronteras con la exploración e incorporación de nuevas tierras, en las que había indígenas y riquezas para recompensarlos. Fue así cuando se inició la conquista y poblamiento del Tucumán, en la que Cabrera jugó un rol central al ser encomendado por el virrey Toledo a fundar una ciudad en el valle de Lerma; para ello le otorgó el título de gobernador, capitán general y justicia mayor de las provincias del Tucumán, juríes y diaguitas”. Las órdenes eran claras: debía fundar un pueblo en el valle de Salta; asimismo, se le autorizó conceder encomiendas de indios.
Don Jerónimo contaba con recursos propios para poder fundar la ciudad, pero también con prestigio y la confianza que podía infundir a la hueste, por la experiencia acumulada y la información que tenía de los hechos y circunstancias que rodearon la entrada a los territorios del Tucumán, las actuaciones, vidas y muertes de sus protagonistas. Pensamos que no fue la fiebre del oro lo que lo movió, sino la idea fundamental de facilitar el transporte de las riquezas con el menor riesgo posible, desde las minas hasta la metrópoli. Había que abrir la ruta de la tierra”, a medio camino entre la bocamina y el puerto; la ciudad que debía fundar sería puerta de paso, centro de abastecimiento y de información.
Cabrera, su familia y una gran expedición emprendió viaje hacia Santiago del Estero, cabeza de la gobernación del Tucumán, donde llegó en julio de 1572. Fue entonces cuando se dirigió hacia el sur y levantó la ciudad en el valle del río Suquía, previa exploración que encargó a su segundo, don Lorenzo Suárez de Figueroa.
Había llegado al lugar elegido para la fundación en el mes de junio de 1573, encabezando una expedición de 111 hombres, entre los cuales estaban sus dos hijos mayores y 43 españoles, muchos de ellos originarios del sur de España con largas residencias en América: no es casual que estos hombres se sintieran atraídos por la convocatoria de Cabrera, que descansaba no solo en el prestigio adquirido y la confianza que infundía a los subordinados, sino también porque era un gobernador que desde su cargo dirigía una empresa con objetivos muy claros.
El 6 de julio, Cabrera fundó formalmente Córdoba de la Nueva Andalucía, en honor de su esposa, cuyos padres habían nacido en Córdoba, España. Y a renglón seguido, cumplió con la promesa que le había hecho a Luisa: mandó dibujar el escudo de la ciudad donde figuran los ríos Primero y Segundo, los distintivos heráldicos de la familia de Luisa Martel de los Ríos, quien se había quedado en Santiago con sus hijos más pequeños, esperando el llamado de Jerónimo. Finalmente, en enero de 1574 Luisa llegó a la nueva ciudad junto a numerosas mujeres y niños, pero al poco tiempo la vida cambiaría. Con el arribo del nuevo gobernador, Gonzalo de Abreu, llegaría la muerte de Cabrera, la confiscación de bienes, y la lucha de su mujer y de sus hijos por recuperar lo perdido, incluido el honor familiar. Pero esa es otra historia.