La de Horacio González es una de las obras ensayísticas, filosóficas y políticas más intensas, más extensas y más importantes de la reciente historia cultural argentina. Escribió sobre muchos libros ajenos, sobre los grandes dilemas de la vida social, sobre los dolores populares y las esperanzas colectivas, sobre el significado de algunas existencias singulares…, concebidas todas estas cosas como partes del gran libro del mundo, que es lo que en realidad buscó descifrar. Su trabajo era la recolección de señales” para barruntar la marcha de las cosas en la que nunca dejó de creer, sin permitirse ninguna variante de pesimismo ni esteticismo -ni mucho menos un narcisista cuidado de sí”-, y a distancia de cualquier nihilismo.
Todo, hasta lo que una mirada inadvertida considera irrelevante o mínimo, era escrutado por su atención como emergencia de un significado oculto que comprender. Una atención extraña si no imposible: benjaminiana y hegeliana al mismo tiempo. O también: martínezestradiana a la vez que macedoniana; borgiana y arltiana, y una larga secuencia de otras series anómalas” que hacían estallar cualquier comodidad intelectual. Una idea de filosofía como acción de elevar el detalle a concepto.
Pero el libro del mundo -compuesto por los grandes acontecimientos políticos, estéticos y naturales, también por cada cosa que presenta la vida cotidiana-, no solo es un libro de arena, también uno que se desvanece a medida que se abre, y cae en el olvido si no logra ser alojado en la lengua. Horacio González fue su gran lector y su gran comentador”. El anhelo de justicia y transformación social que animaba todas sus ideas no estuvo nunca despojado de esa ininterrumpida tarea de comprensión de todas las cosas. Ni de una extraordinaria sensibilidad activa con los amigos y compañeros en dificultad, a quienes destinaba una solidaridad pública y una palabra íntima, siempre iluminadora.
Como quiera que sea, allí están sus libros y una enorme cantidad de escritos dispersos, abiertos al trabajo de las generaciones por venir. Una cantera de memoria viva, de vinculaciones nunca antes advertidas, y de ideas nunca antes pensadas; una potencia de inspiración política que ofrenda restos y hallazgos para inventar lo que falta. Para correr siempre más lejos el límite de lo que puede ser concebido y mantener abierta la curiosidad por lo que nunca tuvo lugar, sin nunca perder de vista el fugaz brillo salvador de la rareza humana”.
Algo, sin embargo, es de más dificultosa preservación o de más escabrosa transmisión. Todo lo que Horacio González dijo o escribió parecía ser siempre un mínimo emergente de muchas ideas y palabras retenidas, inexpresadas, mantenidas en silencio, cuidadosamente calladas. Lo que González no dijo era tal vez el abono de ese lenguaje vertiginoso y sin embargo templado, oblicuo y sin embargo exacto. También lo era del retintín que sabía usar de manera delicada, jamás ofensiva o humillante. Lo que Horacio González no dijo -así como sus silencios, atentos y no siempre cómodos, en los que se detuvo Fernando Alfón-; lo que por alguna para nosotros inescrutable razón tenía vedado el paso del no lenguaje al lenguaje (y cuya explicitación nadie podrá arrogarse nunca), no es sin embargo algo de lo que su lector pueda simplemente desentenderse. Como no podía tampoco hacerlo su interlocutor con sus silencios. En efecto, una reticencia inapropiable y una autolimitación circunspecta es parte fundamental de la obra de Horacio González, y quizá en ello estriba el secreto de su exigente fecundidad.
Repetido en clases universitarias y conferencias, el gesto de poner muchos libros apilados o dispersos encima de una mesa para luego no hablar de ellos sino de otra cosa -inspirada sin embargo en su cercanía, según un sistema de conexiones subterráneas, misteriosas y sutiles- es parte de ese mismo método” de trabajo. Así sucedió cierta vez en Córdoba. Habrá sido 2005 o 2006, invitado a la Feria del Libro Horacio González llegó a la ciudad en ómnibus, con una pequeña valija rígida cargada de volúmenes de muy variada temática, que dispuso sobre la mesa de la Biblioteca Córdoba en dos o tres pilas claramente diferenciadas. Tampoco esta vez usó ninguno de ellos en el transcurso de las dos horas que duró la exposición, solo los tenía cerca mientras hablaba.
Como sucedía siempre que venía, al terminar su charla, aún en la estela de estremecimiento que solían dejar todas las suyas, un grupo de amigos y de amigas, entre quienes estaba Oscar del Barco, lo acompañó para la cena. Aunque también formaba parte de ese grupo, casi nada retuve de lo que sucedió esa noche, a no ser el recuerdo de caminar bastante tiempo antes de llegar a destino, por calles hoy imprecisas. Horacio y Oscar conversaban un poco adelantados al resto, que los miraba a cierta distancia. Para compartir su peso, cada uno de ellos llevaba una de las manijas de la valija llena de libros, que iba así entre los dos.
Hay muchas marcas que los frecuentes pasajes de Horacio González por Córdoba dejaron en la ciudad. Marcas de recuerdo, podrían ser llamadas; espacios y momentos que quedaron impregnados de su intensidad generosa y acogedora. No solo aulas universitarias, salas de conferencia, presentaciones de libro en sótanos o en terrazas, estudios de radio a los que era invariablemente invitado siempre que venía. También bares, librerías y casas. Pero de todas ellas, esas palabras sin registro intercambiadas con Oscar del Barco en una perdida noche de un año incierto, en una calle que el recuerdo no logra precisar, es la que más nos gustaría que el tiempo perdonara.