Cuando Argentina ganó la copa América, hace un par de semanas, vimos por televisión los festejos aquí y allá, en todo el país y en muchas ciudades del mundo. Imágenes reiteradas y conocidas que, salvo por el hecho de estar en pandemia, no difiere de otros triunfos futbolísticos.
La que más llamó mi atención fue la algarabía en Bangladesh: cientos de jóvenes y niños corriendo por las calles, saltando, riendo, muchos con la remera argentina y el número 10; otros con la bandera de Bangladesh; otros con la cara de Maradona o de Messi.
Niños y niños y niños. Ninguna niña. A pesar de que puse mi esfuerzo visual en el detalle no pude advertir ni mujeres ni niñas. Y pensé: así debe haber sido, a los ojos de los pueblos que los verían pasar asombrados, lo que se conoce como la Cruzada de los niños.
Durante la Edad Media, Bangladesh era parte del territorio de la India, punto de contacto, disputas e intercambios de grandes civilizaciones, como la persa y la china. Nada, o muy poco, sabemos de sus niños por entonces, aunque mucho podemos suponer, ya que hasta el día de hoy en este país los niños conforman el amplio grupo de pobres que deambulan por las calles, y las niñas ni siquiera tienen documento.
También durante la Edad Media las Cruzadas contaron con su gesta infantil. No se ponen de acuerdo los historiadores, y muchos creen que es más bien un mito o un relato fantasioso de ciertas crónicas medievales. Puede haber sido también, piensan los investigadores, el desplazamiento de miles de pobres hambrientos, que recorrían Europa en el medioevo, expulsados de sus tierras y sin lugar en el mundo. Su consideración como indeseables estaba sustentada en la violencia estructural inherente al propio sistema económico, social y político del feudalismo.
Cuenta la historia (o el mito, o la leyenda) que en 1212 un niño francés dice haber recibido la orden de Jesucristo de ponerse en marcha hacia el Mediterráneo, dirigiendo una nueva Cruzada para recuperar Jerusalén, que debía ser liberada por la pureza y bondad de sus almas cristianas. La última cruzada está a punto de terminar en desastre, y son ahora los niños los que deberán emprender la travesía. Parece que Jesús (que se ve que por esos tiempos era bastante cruel) les dice también que no deben temer, porque el mar se abrirá para dejarlos pasar, como ya ocurrió con Moisés. Como si el mar desde las costas francesas a las de Medio Oriente fuese nomas un caminito como de andar por casa.
La última Cruzada llevó a musulmanes y cristianos a enfrentarse, una vez más, en las murallas de la ciudad de San Juan de Acre, y fue éste el episodio final de una campaña de 200 años, que los árabes conocen como guerras francas”, y los europeos como las Cruzadas a Tierra Santa.
En el camino hacia esta tierra, que tiene más de imaginario perverso que de santidad, se van sumando entre 20.000 a 30.000 niños que marchan por el sur de Francia. En su camino pasan por ciudades y pueblos, y arrasan con la comida que encuentran. Más de la mitad de los niños deserta, desaparece, se enferma o se muere de hambre.
Los que llegan a Niza esperan, rezando, que se abra el mar, y unos mercaderes les ofrecen cruzarlos en sus barcas hasta Tierra Santa. En el Mediterráneo se hunden dos barcos, y los que llegan a Egipto venden a los niños como esclavos.
Cuenta la leyenda que solo uno regresa a Europa y (como lo hace la literatura para narrar, por ejemplo, la historia del capitán Achab y Moby Dick) este niño vuelve solo para dar cuenta de lo sucedido.
Este episodio se retoma en varios textos literarios, pero es de destacar la última obra de Marcel Schwob, publicada a finales del siglo XIX: ocho relatos llamados, justamente, La Cruzada de los Niños”, a los que Borges prologó en la edición incluida en su Biblioteca Personal (Hyspamerica, número 36). Dirá Borges que mientras Europa se distrae de recuperar el sepulcro de Cristo”, nace una historia cuya sobria precisión no la hace menos legendaria y menos patética”.
Para nuestro cotidiano dolor, la miseria de los niños no ha acabado en el mundo, millones se desplazan de un lugar a otro, dentro y fuera de sus fronteras. En muchos casos viajan solos, sin nadie que los proteja, y son objeto de explotación, abuso, tráfico de órganos, trata, e infinitas formas de violencia.
Son niños y niñas que forman parte de un movimiento mucho mayor de población migrante, que tiene lugar en todo el planeta, aunque las imágenes que vemos a diario son las de las caravanas de a pie que atraviesan México, para tratar de llegar a la frontera con Estados Unidos, o las pateras cargadas de migrantes en el mar Mediterráneo o en el Atlántico, salvados -en el mejor de los casos- por barcos socorristas.
De allí el concepto de Infancia en movimiento” que han acuñado las organizaciones humanitarias: designa a los miles de niños, niñas, adolescentes, que emprenden una peligrosa travesía, muchas veces solos, empujados al camino por su misma familia para alcanzar el sueño de encontrar, con un poco de suerte, una tierra que les permita olvidar el sufrimiento.
Todo sistema de protección parece estar fallando: las organizaciones no dan abasto, los gobiernos se desentienden, las mafias acrecientan sus ganancias (la droga se vende una vez, una persona puede venderse hasta siete veces”, me dijeron en México ante mi desolación), los movimientos anti inmigrantes crecen y crecen con un espíritu xenofobo de razones simplificadas, pero en realidad muy complejas.
Si uno piensa en la cruzada actual de tantos niños del mundo, puede partir de aquellos apropiados por la Dictadura como práctica sistemática del terrorismo de Estado en la Argentina, o las más de 2.000 niñas secuestradas por Boko Haram en Nigeria. Más benignamente, puede imaginar un texto literario, un dibujo animado, una canción o una película, como la española dirigida por Salvador Calvo y reciente ganadora del Goya: Adú”.
Basada en hechos reales, cuenta la travesía de un niño de seis años que parte de Camerún para llegar a Europa buscando a su papá. Los conflictos raciales, los traficantes de órganos y la vida en los campos de refugiados y en la frontera no le hacen el camino nada fácil.
De esta parte del mundo, tenemos la película mexicana Al otro lado”, de 2005, dirigida por Gustavo Loza, que toma el revés de la misma historia. Tres niños, de México, Cuba y Marruecos esperan a sus padres y sueñan con traerlos de vuelta.
Quienes quedan también son víctimas, en este caso de la cruzada de sus familias.
Dicen que la lengua de la infancia es la del canto y la del cuento y no la repetición constante de esa pregunta que imaginamos en boca de la pequeña Guadalupe Lucero, o de Sasha Vallejos en nuestros días y en nuestro país: ¿Cuándo voy a ver a mi papá? ¿Porque no viene a buscarme mi mamá?