Durante las recientes vacaciones de invierno, las calles y el centro de la ciudad se poblaron de mucha gente que visitó plazas, museos, bibliotecas y espacios culturales. Sin duda, uno de los paseos ineludibles fue la Manzana Jesuítica, que da cuenta de los rastros que han dejado un puñado de varones que vivieron en tiempos coloniales.
Empezando por las calles del centro cuyas denominaciones aluden al Obispo Trejo, a Duarte Quirós o al Deán Funes, como a sus presencias en espacios religiosos y en la Universidad. Sólo como excepción encontramos la reciente marca realizada, en el pasado mes de marzo, con motivo de la canonización de María Antonia de Paz en la plazoleta de la Compañía de Jesús, donde existieron viviendas en las que residió durante dos años durante el siglo XVIII.
Uno de los personajes que más se destaca en el pasado colonial es Fernando Trejo y Sanabria (1552-1614). Una enorme estatua que lo representa de pie, situada en el patio central del Rectorado Histórico de la Universidad, recibe a los visitantes desde 1903. Un hombre que, como obispo del Tucumán (1595-1614), promovió el inicio de los estudios universitarios en Córdoba y mantuvo estrechos vínculos con los jesuitas, por lo que no es casual que sus restos descansen en una cripta emplazada debajo del presbiterio de la iglesia de la Compañía. La figura de Trejo quedó ligada a Córdoba, aunque por entonces la sede de la diócesis estaba en Santiago del Estero. Véase la placa ubicada en el atrio de la iglesia del Monasterio de Santa Catalina, por haber participado, como obispo, en su fundación, y una enorme pintura -probablemente realizada en el siglo XVIII- que se encuentra en la sacristía de la Catedral.
Las otras Trejo
Sin embargo, poco se ha difundido sobre el lugar y las circunstancias de su nacimiento, así como de las experiencias que tuvo que atravesar de niño, junto a sus familiares; y que estuvieron vinculadas a las aventuras y la lucha por sobrevivir que llevaron adelante tres mujeres de su familia: su abuela, su madre y su tía.
Se trató de Mencia Calderón de Sanabria, María de Sanabria, y Mencía de Sanabria, quienes participaron de su crianza, muy lejos de Córdoba, en la costa de Brasil y Asunción, que por entonces formaban parte de la Gobernación del Paraguay, situada al sur del virreinato del Perú.
Como bien ha señalado la investigadora española Eloísa Gómez Lucena, numerosas mujeres comenzaron a llegar a América a partir del siglo XVI como esposas, madres, hijas y criadas. Ellas representaron modelos femeninos inusuales: cambiaron sus ciudades y pueblos por la vida en el barco, donde padecieron los mismos peligros y privaciones que capitanes y marineros. Y de este lado del Atlántico, engrosaron las filas de expedicionarios que abrieron caminos en selvas y bosques, atravesaron cordilleras, desiertos y hasta navegaron ríos. Si bien estas hazañas las sacó de los ideales modélicos vigentes en España -que por entonces las entendía como débiles y pusilánimes-, fueron piezas claves en la reproducción del estrato colonial superior.
Entre ellas se encontraba Mencia, quien había decidido acompañar a su marido, Juan de Sanabria, a América, tras ser designado adelantado del Río de la Plata por el rey Carlos I. Poco antes del viaje, Juan murió y en su lugar asumió el título su hijo Diego, aunque la responsabilidad concreta de la expedición -que ya estaba organizada y a punto de partir- recayó en esta mujer, porque su hijastro decidió postergarla. De esta suerte, Mencia, junto a sus hijas, zarparon desde Sevilla el 9 de abril de 1550, en una expedición conformada por tres naves que llevaban 300 personas a bordo, entre las cuales había 50 mujeres y niñas.
Una tormenta los arrojó hacia las costas de África, donde fueron atacados por piratas. El hambre, las enfermedades y la muerte fueron experiencias que vivieron durante varios meses, hasta que lograron llegar a las costas de Santa Catalina, en Brasil, que por ese entonces se encontraba bajo dominio español. Fue allí, precisamente, donde se casaron los jóvenes María Sanabria y el capitán Hernando de Trejo, en la Navidad de 1551, cuando todavía vivían en un campamento. A finales de 1552 nació Fernando Trejo y Sanabria, a quien le aguardaría una infancia llena de aventuras, pero también de peligros y pérdidas.
Como la abuela Mencia estaba empeñada en cumplir los términos de la capitulación firmada por su difunto marido, decidió organizar una expedición para fundar el fuerte de San Francisco, a unos 400 kilómetros del puerto de Santos. A la misma se sumaron su yerno, sus hijas y su nieto. Y luego, tras efectivizarla, en noviembre de 1555 decidieron partir hacia Asunción, lo que implicaba un recorrido de 1.200 kilómetros, cuando el pequeño Fernando contaba con tres años.
Recorrieron selvas y ríos, a pie y en canoa; se enfrentaron a indígenas; navegaron el río Iguazú; pasaron hambre; sufrieron enfermedades y picaduras de insectos; aunque también recibieron la ayuda y cuidado de los guaraníes. Finalmente, el grupo compuesto de 20 hombres, 22 mujeres y algunos niños, ingresó a Asunción los primeros días de mayo de 1556, luego de seis años de haber partido de Sevilla.
En Asunción, el niño fue testigo de la prisión de su padre por haber participado de la matanza de indígenas tupís a la orilla del Río Negro, y de su posterior muerte en la cárcel, sin que se celebrara un juicio en su contra. A lo que se sumó una pronta boda de su madre con Martín Suárez de Toledo, por entonces teniente gobernador de Asunción, con quien tuvo ocho hijos, entre ellos, Hernandarias, el famoso gobernador del Río de La Plata. Sin olvidar la boda de su tía con el sevillano Cristóbal de Saavedra, quien después sería gobernador interino del Paraguay.
Fernando vivió en Asunción hasta cumplir los 14 años, luego fue enviado a Lima, para que prosiguiera sus estudios; allí ingresó a la orden franciscana, en el convento San Francisco de Jesús, donde profesó y fue ordenado sacerdote.
Más tarde emprendió su camino al Tucumán, mientras las mujeres fuertes que lo habían criado terminaban sus días en Asunción, incluso su abuela Mencia, que murió siendo anciana.