Como ya se insinuaba el año pasado, la 24 edición parece confirmar que el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici) ha adquirido una nueva fisonomía luego de la pandemia de coronavirus. El recorte presupuestario, el traslado al microcentro porteño y la posibilidad de disponer online de gran parte de su programación producen cambios importantes en la dinámica habitual del encuentro cinéfilo, cuyas consecuencias no son necesariamente todas negativas. El festival perdió películas y funciones, es cierto, así como también cierto glamour que le otorgaba el Village Recoleta cuando oficiaba como sede. Ya no existen los estrenos de los filmes en competencia por la mañana, lo que dificulta la experiencia de los cinéfilos exigentes que se proponen ver un mínimo de cinco películas por día –además de alimentarse, protagonizar largas discusiones nocturnas sobre la jornada vivida y llegar a dormir un par de horas para retomar el maratón al día siguiente-. Pero la decisión resulta sin embargo lógica puesto que esas funciones estaban destinadas básicamente a la prensa, cuyos enviados han menguado notablemente este año. Una de las consecuencias de esta diagramación es una particular democratización de la programación, donde las competencias quedan prácticamente igualadas respecto a las otras secciones del festival, puesto que no tienen un lugar privilegiado en la grilla de proyecciones diarias. Las funciones online de gran parte de los estrenos –que se ponen a disposición gratuita de cualquier internauta en la página Vivamos Cultura tras su primera proyección física– completa esa voluntad democratizadora del festival, que en la cercanía de sus salas y sedes –con las tradicionales salas de la avenida Corrientes, el Centro Cultural San Martín y el cine Gaumont como centros neurálgicos– encuentra un indiscutible tono popular que resulta afín a los nuevos tiempos que vivimos.
Una primera certeza entonces: en respuesta al ajuste presupuestario, el Bafici se ha vuelto más popular y accesible al público en todo el país. Queda por ver si también ha perdido vitalidad, tanto en la programación de películas como en su vida cotidiana, pues la primera impresión de este cronista es que hay menos visitantes que otros años. No será por cierto el único festival que deberá reinventarse ante la crisis social y los ajustes de la economía que vendrán por dictamen del FMI. Acaso hemos entrado ya en una nueva etapa de resistencia, donde habrá que militar por el derecho a la cultura frente a las prioridades económicas que dictan los organismos internacionales de crédito.
Por lo pronto, hay que decir que en estas primeras jornadas ya se han podido ver algunas películas de directores venerados por la cinefilia como el italiano Pietro Marcello (“L´envol”), el alemán Christian Petzold (“Afire”), el norteamericano James Bening (“Allensworth”), el brasileño Julio Bressane (la monumental “A longa viagem do ônibus amarelo”, que dura siete horas) o el filipino Lav Diaz (“When the Waves are Gone”), mientras que en la Competencia Argentina el público ha podido confirmar la calidad de directores como Martín Farina (“Los convencidos”) o Lucía Seles (“Terminal Young”). Vale anotar que en esta sección se estrenará mañana “El siervo inútil”, de Fernando Lacolla, uno de los filmes cordobeses que participan del Bafici 2023.
Por ahora, analicemos el décimo largometraje estrenado por Farina en el encuentro porteño, que ratifica la capacidad del director para explorar las posibilidades del documental más allá de sus fronteras prototípicas. Tras su aparente simplicidad, “Los convencidos” esconde un retrato profundo y amoroso de la clase media argentina contemporánea, donde se pueden detectar sus anhelos (y límites) existenciales, las ideas que rigen su imaginario simbólico y los lugares comunes del pensamiento político. Resulta notable que esa exposición, a contramano de las prácticas políticas contemporáneas, se produzca a través del diálogo, que aquí funciona como motor narrativo y centro de atracción de la película, fascinada por captar las formas en que la conversación puede trastocar posiciones rígidas o fracasar gloriosamente en el intento. Dividida en cinco episodios donde distintos protagonistas discurren con sus pares sobre los temas más variados que se puedan imaginar, la película es un retrato de las formas que adopta la amistad a través del diálogo, aun cuando la política se cuele hasta en los intercambios más alejados de la coyuntura del país, acaso una particularidad identitaria de los argentinos. Los protagonistas son familiares de Farina de todas las generaciones: a excepción del primer episodio -donde su prima Sol, una de los protagonistas de “Los niños de Dios” (2021), monologuea con fanatismo cuasi religioso sobre las ventajas de un sistema de capitalización que tiene toda la pinta de ser una estafa piramidal-; el resto de los personajes son parientes o amigos del director retratados en conversaciones cotidianas con sus afectos más cercanos, donde se ponen en juego valores y anhelos de vida, visiones contrarias del país, experiencias traumáticas del pasado, mitos y fantasías sobre el dinero y el éxito o hasta debates sobre cómo interpretar una película. Con un formato observacional –Farina casi nunca interviene y aparece sólo un instante jugando al fútbol–, lo que muestra “Los convencidos” son las distintas formas en que la gente común intenta entender el devenir de un mundo cada vez más complejo y lejano, donde las decisiones parecen tomarse en lugares desconocidos e inaccesibles, y el poder se ha vuelto una entidad abstracta pese a que condiciona la vida cotidiana de todos. Lo más hermoso de la película es el respeto y la empatía que el director dispensa a sus personajes: en el amor que transmiten sus largos y cuidados planos se encuentra la verdadera dimensión política del filme, ya que desdeña el desprecio automático hacia los otros que caracteriza a la cultura argentina contemporánea, acaso uno de los principales enemigos a vencer si queremos cambiar mínimamente la realidad de nuestro país.