Clarice es una rosa

Por Raúl Vidal

Clarice es una rosa

CLARICE Letras e ideas en la crisis Director: Nelson Specchia Secretario de Redacción: Cezary Novek Número 1 - primavera/verano 2021-2022 Daniel Teobaldi - Claudio Rojo Cesca - Juan José Burzi - Emiliano Salto - Flor Canosa - Celso Lunghi - Alejandro Jallaza - Debret Viana - Fabián García Número 2 - otoño 2022 Especial Carlos Busqued - Los cuentos Descarga gratuita en PDF o EPUB: https://claricerevista.wixsite.com/home

En su sublime poemanarración El Levante, Mircea Cărtărescu lo nombra a Borges, “cuya madre fue un espejo y cuyo padre un laberinto”, y unas treinta páginas después escribe: “Tú no buscas entre las hojas de los libros la árida filosofía ni la política encarnizada que retiene en sombrías cárceles a los exaltados y a los temerarios, sino el amor verdadero que, como las rosas prensadas entre las páginas, no muere jamás. Tienes razón, niña, pues no hay ni una sola línea en todos los libros del mundo que no sea un melodrama. Todos somos melodramáticos si escarbamos profundamente bajo la sonrisita burlona de la inteligencia. El cerebro, ese arcángel, así como la esfera de arcilla en la que vivimos, se reviste tan solo de una fina costra de pensamiento.” Si bien en este párrafo ya no está hablando de Borges, es evidente qué bien, qué tan a fondo el rumano lo leyó.

Luego de este exordio, ¿cómo leer una literatura que no es, propiamente hablando, libro; unas páginas que no sirven para guardar al infinito ni siquiera una profunda rosa de los vientos? Porque Clarice – Letras e ideas en la crisis, desde su primer número se muestra en ese formato (tan actual) que se ha dado en llamar “virtual”. Ahora bien, ¿cuánto de real hay en lo virtual, sobre todo desde que lo real desbocado de la peste volvió imprescindible lo virtual?

Cuentos, se dice. Desde el primero, Teobaldi narra que “los descuidos iban a ser la ausencia necesaria”. Me gusta la idea. ¿Qué sería de nosotros, meros números, sin el cero? Como cuando se lee mejor gracias al gesto de ese narrador que “dejó que el sonido leve del agua, castañeteando entre las piedras, desplazara su propio silencio.”

Cuentos, se dice. Y la zona gris de la que hablaba Primo Levi se aparece, fantasmagórica, en la virgen retratada por Burzi; pues cuando el horror se sacraliza, nuda vida, es “ilógico buscar que lo sublime perdure.”

Cuentos, se dice. Uno, incluso, “atado al recuerdo de lo que pasó ese verano” en que el narrador narrado por Lunghi se topó con el miedo, pizca de silencio asomando su garra entre el disimulo y la manipulación de una voz, a pesar de tantas cosas, objeto inasible, permanece.

Cuentos, se dice. Así, cual un kadish o réquiem espantoso, Canosa escribe que “lo ajeno nos envenena” como si, más allá de lo consciente, todos siguiéramos no siendo otra cosa que pura sospecha.

Cuentos, se dice. Intemperie facilitando mañas de dioses terribles y caprichosos que, atareados en afianzar la repetición infinita que se encarniza con los hombres desde que “la tierra se movió en todos los sentidos”, según cuenta Specchia, parecen enviciarse en su deseo de domar a las desiertas mujeres que se escudan detrás de un gusano, amuleto seco para socorrer al amor húmedo.

Cuentos, se dice. Una colección de “detalles verosimilizantes”, resultado de salir a cazar el enigma de lo recién soñado a un costado de una mujer con nombre de piedra preciosa. Inquietante artesanía la de Viana, buscando exorcizar la venganza que siempre se toman los sueños.

Cuentos, se dice. Lo firmado por García se disciplina y parece dar un paso atrás de quien lee. Desde allí (una especie de rincón de aula) nos mira lo narrado leerlo, “dando la impresión de una malformación genética, de una reconstrucción médica o una inflamación… de cualquier cosa menos de vigor”. Es claro que no hace falta ninguna calistenia cuando lo escrito no busca la algazara, y la sonrisa causa.

Cuentos, se dice. Una erección, un énfasis, un desconcierto, “un tenue ronroneo que terminó siendo ensordecedor”, escribe Novek, se parece tanto a lo que de eros ilusiona que termina no siendo otra cosa que, eso Otro: la esperanza siempre renovada en la anarquía.

Cuentos, se dice. Hay un relato que es todo un ominoso desenlace, un final que se asoma desde el título mismo que le colocó, vaya a saber cuándo, Mansur; quizás fue aquella siesta en que “la nostalgia le caía encima junto a los nombres de sus parientes vivos y muertos”. Y es que lo narrado, siendo tanto presagio como ignorancia para quien lee, autoriza la estulta sinonimia entre el autor y el narrador.

Cuentos, se dice. Si un narrador se acuesta en la reposera que heredó de su abuela para mirar el sol es porque al sol “hay que aprender a mirarlo, y mal hace quien lo da por sentado”. Luego, no hay que sentarse sino acostarse para leer lo escrito por Rojo Cesca, y desde esa posición o actitud o perspectiva caer en la cuenta que si uno tuvo una abuelita aterradora siempre es bueno enamorarse del brillo o resplandor o fulgor en alguien que “da un poco de miedo”, ¿no?
Cuentos, se dice. La palabra de Dios debe ser escuchada con fe sin esperar a morirse para recién creer, antes de ser “un alma tambaleante aún”, escribe Jallaza; pues “la salvación no puede ser para todos”, sino sólo para quienes estén dispuestos a dejar que alguien cuente.

Cuentos, se dice. Hay una enfermedad ideal cuando los miembros comienzan “a retraerse sobre sí mismos, como pasa con las arañas muertas”; así la define Iturbe, como un susto perfecto… o como un coito detenido en el espanto del tiempo.

Cuentos, se dice. “No sean malos, estamos acá para ayudar, no para bardear.” Íntegro, mintiendo, el último relato de la serie optimiza ese pesimismo que lo escrito por Salto deja espiar, y rezuma una agüita vital en tiempos de tanta corrección política.

Al terminar de leer Clarice confirmo que tenía razón el rumano con lo del melodrama, y recuerdo un párrafo perdido entre las postales de entreguerras del austrohúngaro Joseph Roth, escritor que siempre logra llevarme a deambular por una Europa pateada como un enorme hormiguero, donde las subjetividades de quienes huyen de aquí para allá, sin saber dónde guarecerse, son la mejor materia para hacer buena literatura [para el lector distraído, no hablo de Philip, sino de Joseph; a quien no le fue fácil sobrevivir a los pogroms zaristas, a los nazis y al alcohol que lo terminó matando una tarde en el número 18 de la rue de Tournon (emblemática callecita, donde un día se hospedó el “Che” y también vivió Modiano), mientras, asustado como tantos (Benjamin, Morgenstern, Némirovsky) esperaba la inminente ocupación nazi de París]; un mínimo párrafo que parece querer decir todo: “En el vestíbulo del hotel se ofrece desde cocaína y azúcar hasta sistemas políticos, golpes de Estado y mujeres. Un príncipe ruso considera la conquista de Kronstadt. Un comerciante de alfombras negocia entregas con un individuo que se ha convertido en «señor» recientemente. Un abogado recibe media docena de pasaportes de una familia rusa. «Lo lograremos», parece querer decir con un parpadeo. Se ajusta los quevedos en la nariz y cierra con súbita decisión la cartera.” Ahora sí: pienso esta revista que lleva el nombre de aquella Lispector (otra ucraniana que escapó justo a tiempo del oprobio) como un entreguerras entre esta y la próxima peste…

Y justo aquí me despido, sin dejar en un rincón las acuarelas de Bondone que acompañan lo escrito. El placer visual que causan me hace volver a mi novela El último safari: Sería bueno poder desenterrar la rosa oculta bajo tierra durante un crepúsculo celta que parecía guardar esa fotografía, como un hada o sídhe anciana e insomne… y también egoísta, con un gran pañuelo negro entre sus manos. Un aderezo íntimo (o una estrategia) que, como un vacío creado en otra parte, postergaría el final.

CLARICE

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Número 1 – primavera/verano 2021-2022 Daniel Teobaldi – Claudio Rojo Cesca – Juan José Burzi – Emiliano Salto – Flor Canosa – Celso Lunghi – Alejandro Jallaza – Debret Viana – Fabián García

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