Nadie me entendió cuando pedí las once llaves para el departamento nuevo. El cerrajero no paraba de pedirle disculpas a Luis cuando me trajo solo una y me agarró el ataque de nervios. El hombre repetía sin parar que pensó que mandé mal el mensaje, que solo quería una copia más de la de entrada, no una para cada puerta. Perdón, perdón, perdón le decía, mientras yo me apoyaba en la mesada de la cocina y respiraba de a bocanadas, intentando no agarrarme de los pelos. Luis echó al tipo y le prometió que le íbamos a avisar qué hacíamos. Nunca lo llamó, para él, nos iba a querer cobrar de más.
— Pero Nico, con una copia para cada uno alcanza. Si querés ponemos doble cerradura. Por ahí alguna traba más en la ventana del balcón. Más que eso no hace falta. — Me susurraba Luis a la noche.
Me quería abrazar, consolarme, y yo no sabía cómo explicarle que ya me estaba arrepintiendo de mudarnos juntos, que extrañaba tener la cama doble ancho toda para mí y andar desnudo a la mañana sin que me miren con cara de sexo. No sabía poner en palabras que cuando me rogó para que nos mudemos juntos “a un lugar más abierto, menos tétrico” que mi monoambiente en la San Martín, lo que más miedo me daba era tener que preocuparme por los dos. Y por la cantidad de puertas.
Porque el monoambiente en la San Martín estaba en un primer piso, escondido atrás de un garaje. No tenía balcón, ni ventanas, ni una gran habitación iluminada como el departamento en el que estaba teniendo mi crisis nerviosa. Ese lugar me hacía sentir seguro, como si por fin tuviese un hogar. Ahí solo tenía que pensar en poner llave y encerrarme a la tardecita, cuando volvía de mi trabajo monótono de cajero medio turno, sin miedo a la idea de que ella me tome de sorpresa.
— Se ve que tenías muchas ganas de irte. — me dijo Luis cuando vio el lugar. No tenía ni idea.
Una de las mejores decisiones de mi vida fue haberme escapado de la casa vieja. El placer que sentí al acostarme en el camastro del motel de mala muerte en el que me refugié ese martes, no lo volví a sentir nunca más. Era la primera vez que tenía un lugar para mí. El olor a humedad en las sábanas púrpuras era tan fuerte que me hizo acordar a mis pagos. Las colgué por la ventana que daba a un callejón donde dos hombres de la calle discutían a los gritos. Me tiré de cabeza en el colchón manchado de amarillo y respiré profundo por primera vez en años. La libertad inigualable de estirarme sobre esos resortes rotos no volvió a mí ni siquiera cuando logré comprarme uno a mi nombre.
Rememoré entonces los nueve años en los que compartí la cucheta con mi hermana y me llevé las manos a la cabeza por intuición. Era imposible no querer arrancar las pocas imágenes distorsionadas que todavía guardaba de ese lugar. Una habitación sin ventanas, un techo alto de madera y un altillo por donde veíamos caminar a las palomas. Por lo que me contaron, los dueños nuevos la usan de armario. Me acuerdo que ninguno de los dos queríamos compartir. Yo era un nene entonces, pero ya sabía que Cata y yo éramos muy diferentes, que necesitábamos nuestro propio lugar. Pero todas las otras habitaciones estaban ocupadas con materiales de construcción o manchas de humedad inundando las paredes.
La nuestra era la única pieza sin ventanas. A Cata no le gustaban porque decía que atraían pájaros a la muerte. Una vez, en el otro barrio, la había visto mirar fijamente a uno que había chocado contra el vidrio de la cocina. Lo agarró de las patas y lo examinó poniéndolo boca arriba. Era un hornero, creo. Me imaginé que el pájaro revivía y le picoteaba los ojos. Me dio tanta vergüenza el pensamiento que me largué a llorar. Cata me vio alarmada, como si la hubiese interrumpido haciendo algo malo. Al otro día el pájaro ya no estaba.
La pieza que compartíamos era de dos por dos, así que las camas no estaban una arriba de la otra, sino que se cruzaban en forma de L. Yo dormía en la parte de arriba. No teníamos escalera, así que para subirme tenía que pisar las barritas de madera blanca que separaban a Cata del piso. Cuando ensamblamos las camas nos equivocamos y le pusimos la protección a la de abajo. Uno de mis sueños recurrentes eran los que evocaban mi caída inminente. En ellos, mi cuerpo redondo rebotaba contra las baldosas reventadas una, dos, tres veces, hasta que quedaba quieto para siempre. A veces mi cabeza chocaba contra las barras protectoras antes de caer. Los pocos pelos marrones que me quedaban después de que ella me los arrancó se trababan bajo las patas de la cama. Para cuando mamá se daba cuenta del desastre, los recovecos entre las baldosas ya estaban teñidos de un negro espeso. En esos sueños ella gritaba, se tiraba sobre mi cuerpo y pedía que vuelva, que no la deje sola con Cata. Lo primero que sentía al despertar era una molestia horrible. Miraba hacia la puerta, para asegurarme de que estuviese abierta. Después revisaba que su cama siguiese vacía. Si lo estaba, me tapaba hasta la cabeza y seguía durmiendo. Las verdaderas pesadillas eran otras.
Ya era de tardecita cuando abrí los ojos y volví a encontrarme en el motel. El cuero cabelludo me quemaba y mis uñas estaban llenas de sangre. Metí la sábana por la ventana y la trabé. Después me acosté a mirar sorteos de lotería y juegos de palabras con mujeres semidesnudas en la tele, esperando a que se haga de día. Solo entonces dormí hasta que me vinieron a pedir amablemente que me retire del lugar o pague cuatrocientos pesos más que no tenía.
Todavía tengo la mochilita animal print que compré en la placita para guardar un cepillo de dientes y un par de remeras que ya no me entran. Cuando nos mudamos al centro, Luis la quiso tirar porque “era para juntar mugre nomás”. No quería pelear, así que le dije que sí y la escondí en mi cajón de medias. Me hacía acordar que sin importar qué me retuviese, yo podía irme cuando quisiera. A veces observaba a Luis mientras jugaba a hacer números en la computadora, mirando un partido de tenis o cocinando verduras insípidas en la olla a vapor y creía que lo quería de verdad. Nunca nadie me había cuidado así. Siempre me decía que amarnos era la decisión más valiente de nuestra vida. Me sonreía con todos los dientes, me abrazaba, y yo no me animaba a decirle que mi mayor acto de valentía fue haberme ido a la mierda.
Cata andaba por casa solo de noche. A veces no la veíamos por días enteros, ella se iba y nosotras dejábamos las puertas sin llave, semiabiertas, para que ella pueda volver a casa. Si durante el día pasabas frente al baño, o la salita que usábamos de lavadero y la puerta estaba cerrada, sabías que estaba ahí. Que no había que entrar. Ella era la verdadera dueña de mi casa, y mi mamá y yo teníamos demasiado miedo para que eso cambie. Nunca nos habíamos planteado dejarla afuera.
Una vez se encerró en nuestra pieza de día y yo necesitaba de urgencia un cuadernito celeste, esos de tapa rugosa, porque ahí tenía mis tareas del colegio. La maestra de Lengua me quería, decía que tenía buena letra. Creo abrí la puerta de la pieza sin pensar porque en la escuela las puertas de las aulas siempre estaban cerradas, producto casi inocentes del deseo de los docentes de que no nos distraigamos con el exterior. Me desperté un par de horas después, encerrado en una de las salas sin refaccionar, con las manchas de moho en forma de monstruo. No salí durante una semana cuando vi que faltaba la mitad de mi pelo.
Mi mamá me pegó un sopapo cuando se enteró lo del ataque.
— Cómo no vas a tener más cuidado, Nicolás. Sabés que tu hermana no se puede controlar. — Me gritó esa vez. Después me abrazó y lloramos un rato. Mamá lloraba mucho por esos días. Casi nunca frente a nosotros, pero las paredes de la casa eran finas. Me cuesta pensarla como madre, porque no hacía otra cosa que trabajar y fumar cigarrillos hasta las siete de la tarde, cuando volvía a casa a abrir los portones para Cata y encerrarse con la radio en su habitación.
Hubo solo una noche en que mi hermana salió y avisó que no volvía hasta dentro de unos días, cuando mamá fue a verme. Se paró a lado de la cucheta y me cantó para que duerma. “Manuelita vivía en Pehuajó, pero un día se marchó…” Tenía esa canción en la cabeza la tarde que me fui, aunque ahora no puedo recordar su tono de voz. Muchos de los fragmentos que tengo de mi mamá en mi mente se fueron, junto con aquellos que me obligué a borrar.
Después de que Cata me atacara casi no la volví a cruzar. Andaba de mal humor todo el tiempo, salía con sus amigos del barrio o se juntaban en casa, pero no nos dejaba ir a la sala, ni a mí ni a mamá. Yo iba a la escuela, pero cada vez me costaba más porque mi maestra preguntaba mucho. Que si estaba todo bien, que si podía leer las cosas fuera del colegio, que por qué mis papás nunca vienen a las reuniones, por qué pareces tan triste Nico, por qué usas ropa manchada y con ese olor a humedad insoportable que hace que los otros chicos se quejen, por qué por qué. Ni se lo mencionaba a las chicas, que apenas me habían dejado ir y si se enteraban, me iban a encerrar permanentemente.
Una vez la maestra me quiso agarrar del hombro y la empujé. La vi caer como en cámara lenta, tropezar con el basurero y chocar contra el pizarrón. En ese momento supe que yo también me estaba volviendo un monstruo. Me mandaron a dirección y llamaron a mamá, pero ninguno de los dos pudo explicar que eso hacíamos cuando la gente se nos acercaba demasiado porque a mi hermana no le gustaba, porque era celosa, porque éramos suyos. Después de eso no fui más. Mamá se iba al trabajo temprano y yo deambulaba por el parquecito que estaba a unas cuadras de casa hasta el mediodía. A veces Cata se juntaba ahí con sus amigos a la noche. Los banquitos de madera siempre estaban llenos de ese olor que yo tanto odiaba, esa mezcla de pelaje mugriento y carne podrida. Me daba arcadas cuando lo tenía que sacar con lavandina de la sala. Todas las noches los escuchaba aullar canciones ininteligibles hasta la madrugada, hasta que por fin se iban y cerrábamos los portones.
Este departamento no tenía portones. Luis me decía que es un edificio, Nico. Nadie va a entrar si no pasa por el portero, Nico. Yo asentía despacio, como cuando Cata nos decía que no la jodamos, como cuando nos encerraba en las habitaciones sucias, en las que el aire estaba contaminado por el encierro, porque la casa era de ella y quería andar por ahí sin que la molestemos. Como cuando mamá me pedía que no me vaya, cuando le expliqué que ya no aguantaba más. Pero igual me fui, asentí y asentí, pero al otro día agarré la mochila animal print y cuatrocientos pesos de su billetera y me las tomé, trepando el portón de hierro que nos separaba de la calle, antes de que se haga de noche y ella abra las puertas.
Luis no me entiende cuando le digo que estoy asustado. No entiende que no podemos salir cuando oscurece, ni traer gente, ni tomar una cerveza en el balcón. No entiende que hace años mamá está esperando a que deje de hacerme el valiente y vuelva a ellas. No entiende que Cata es celosa, que me está buscando, que trepó la cucheta para sentir mi olor, esa mezcla de miedo sudoroso y lavandina que tanto conoce. No entiende que fue hasta el motel, me sintió acostado en una cama donde antes estuvieron mil personas más y se durmió encima sin que nadie la eche, que sabe que trabajo en el súper, que lo conocí, que me voy a terminar deshaciendo de él porque en mi vida no entra nadie más que ella y sus fauces infinitas esperando a que deje las puertas abiertas de noche.