El Alentejo I

Por Miguel Koleff

El Alentejo I

José Saramago visita el Alentejo en 1980 dando continuidad al Viaje a Portugal iniciado el año anterior pero no es la primera vez que accede a la región. Estuvo antes, en 1977, recogiendo testimonios en primera persona para escribir la novela Levantado del suelo. En ese entonces efectuó su trabajo de campo en el Lavre (Montemor-o-Novo) compartiendo casa y comida con los campesinos. Este nuevo viaje es producto de un contrato laboral firmado con el Círculo de Lectores para relevar –desde un punto de vista subjetivo- los atractivos naturales y culturales del propio país, en una andanza de norte a sur a ser cumplida en varios meses. La motivación parece ser otra pero el escritor, fiel a sus principios, se deja jaquear por la vieja experiencia cuando pisa suelo conocido.

En el Alentejo, como en tantos otros de los sitios frecuentados y relevados, el viajero (modo estratégico de nombrarse que asume el escritor en medio del itinerario) toma nota de las murallas, los castillos, las iglesias y los museos; y lo hace con la misma proficiencia de siempre pero no por ello, soslaya su juicio moral de cara a lo que tiene en frente y bien conoce, esto es, el latifundio.

«Latifundio» es un término muy sensible en el ideario saramaguiano. Si bien –en el vocabulario corriente- se acota a la existencia de una «hacienda agrícola de gran extensión que pertenece a un solo propietario», para el autor evoca algo más gravoso que funciona como leit motiv de su escritura por aquellos años. Tiene que ver con la noción de «propiedad» pero en sentido restringido, ya que tensiona la oposición entre los dueños de la tierra y las fuerzas productivas, es decir, entre aquellos que la ven con un bien rentable; y aquellos que la cultivan y aseguran su sustento por medio de un trabajo empeñado del suelo. El asunto viene de muy lejos y adentra en el enclave feudal del país que se muestra ante los ojos del cronista como desigual e injusto.

El latifundio adquiere categoría política cuando los herederos de los antiguos terratenientes detentan el dominio de la tierra, pero no hacen ningún esfuerzo en tornarla productiva aun cuando una gran masa de agricultores la necesita para asegurar la supervivencia. De allí la importancia de la Reforma Agraria instrumentada en los años 70 como corolario de la Revolución de los Claveles de 1974. Esta situación, que fue conducida por la izquierda revolucionaria en el poder, mengua en los años 80 a raíz de la ley Barreto que exige la restitución de las propiedades a los antiguos dueños, hiriendo de muerte el proyecto emancipador puesto en marcha por los campesinos con la construcción de cooperativas autogestionadas, las famosas U.C.P. (Unidades Colectivas de Producción).

Cuando Saramago llega a Ponto de Sôr después de recorrer Montemor-o-Novo hace esta reflexión de cara al río que atraviesa la aldea.

El viajero llega a Ponte de Sor. Es éste un nombre modesto: habiendo un río Sor (y Sor, ¿qué será?), era preciso un puente, y se hizo. Después nació la población, ¿y qué nombre iba a tener? Probablemente no fue preciso ni discutir, estaba allí el puente, estaba allí el río con su nombre de una sola sílaba, es Ponte de Sor y no se hable más. No salió mal, pero el viajero, viendo que va a desaguar al río de Longomel, piensa qué dulce nombre tendría Ponte de Sor si se llamara Longomel. Si hay Longos Vales, justo sería que una tierra tan larga como ésta de Alentejo tuviera una palabra que la dijera para bien, ya que no falta otra que la dice para mal: latifundio. Es decir, Longador (404).

Probablemente la traducción al español deje en ascuas algunos de los significantes que se ponderan en portugués y por lo tanto, valga la pena, aquí identificarlos. «Longo» y su variante femenina, «longa» significa «largo(a)». Expresa distancia en el caso de un río (Longomel) pero a su vez connota una idea temporal que se hace más exquisita si se agudizan los significados incluidos. «Mel» es «miel» y por lo tanto, implica «dulzura» mientras que «dor» es «dolor» y ratifica un sufrimiento extenso. Confrontados «mel» y «dor» se crea una situación arbitraria, de conflicto, de oposición. «Longador», en suma, es el dolor extremo del latifundio, para el autor.

Está claro que decir que el latifundio es una imagen de dolor supone un sesgo y una toma de posición. José Saramago no es imparcial en un tema como éste. Quizá por esta razón, cuando entra a Portalegre argumenta de esta manera:

Si el viajero tuviera preparación científica, se lanzaría a la elaboración de un ensayo que tuviera un título así, más o menos: De la influencia del latifundio en la disminución populacional. Este «populacional» es término abstruso, pero en lenguaje ensayístico queda mal hablar como todo el mundo. Lo que el viajero quiere decir, en palabras corrientes, es lo siguiente: ¿por qué diablos habrá en el Alentejo tan pocos lugares habitados? Es muy posible que el asunto ya esté estudiado, y dadas todas las explicaciones, y quién sabe si ninguna contemplará quizá la hipótesis del viajero, pero un hombre que cruza estas enormes extensiones, donde, en muchos kilómetros, no se ve ni una casa, puede permitirse el pensar que la gran propiedad es enemiga de la densidad populacional (414).

La última frase es feroz en este contexto porque remite al patrón aristocrático de estas organizaciones rurales y explicita la continua migración de los trabajadores golondrinas que no encuentran recursos económicos suficientes para establecerse en un lugar y formar una comunidad que les dé identidad y pugne por su reconocimiento.

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