Leer oblicuamente, leer mal, leer por los bordes, leer como se quiere. La novela de Marzioni puede servir para ilustrar esto. Antena es un relato de ciencia ficción pueblerina. Una aventura de siesta, con suspenso e indicios que explotan en dosis calculadas el desenvolvimiento de una trama con soja, reencuentros, un tesón desmedido y extraterrestres. Pero asimismo deja entrever (como si fuera él mismo uno de esos platos voladores de cuyas experiencias y contacto tuvieron quienes dijeron verlos y no pueden dar cuenta física de ello) otra lectura en mi opinión más honda: la adultez como el inexplicable e irredimible abandono de la infancia y adolescencia, el sinsabor del mundo luego de haber degustado el mundo. Eso hace Marzioni: una escritura bifronte, como dos antenas marcianas de sentido que corren paralelas y equidistantes.
Diego Demarchi, protagonista y narrador de la historia, un tipo promedio que se dedica a lo que le gusta, cuyas aventuras no pasan del anecdotario común de quienes cuentan alguna experiencia extraordinaria, nos dice desde el inicio que vivió algo que le cambió la vida, una experiencia paranormal que hizo que, entre otras cosas, fuera “el único hombre de casi cincuenta años que conozco capaz de dormir toda la noche sin pastillas”. El ingreso a un mundo extraño -vaya si lo son el pasado y la adolescencia- aparece cuando Demarchi cae en la cuenta de que se ha reencontrado con Aldana Suárez, una antigua compañera de Rafaela, cuyo padre, el profesor Suárez, será una especie de conradiano capitán Kurtz, inalcanzable e interestelar.
Tras descubrir que se conocen, que han vivido cosas comunes, participando en cuanta charla realizaba el profesor Suárez sobre los extraterrestres, pasa lo que tiene que pasar y al desprenderse luego del contacto físico, es Aldana quien le vuelve a escribir porque no se siente bien y necesita ayuda para encontrar a su padre que se ha perdido. Lo que Suárez padre estudiaba con afán era la existencia (y por lo tanto, filosofía) de los ummitas, quienes buscaban la felicidad y la paz para los humanos, el fin de los conflictos y un “futuro promisorio que sería construido gracias a la tecnología extraterrestre”.
Hubo un hecho que cortó la comunicación de Aldana con su padre. Y hubo perdón, por ello la historia puede leerse desde ahí. Porque es ese hecho el que descubre a Aldana como una intermediaria entre los ummitas y los humanos, algo que el profesor Suárez sabe y no cejará en indagar para dar a conocer -sólo a unos pocos- la verdad. “El padre la había atado a una antena, le pegó un rayo, sufrió un trauma y ahora quedó pegada a eso”, en un guiño a Víctor Frankenstein y a su criatura.
Decía que Marzioni escribe dos historias: la de aventuras de Sci-Fi y la de la nostalgia del pasado pueblerino, que es nuestro mundo perdido y oculto, tanto o más lejano que los artrópodos con antenas y verdes. Fíjense este pasaje donde hay un sincretismo inmejorable: “En estos lugares la simple humanidad de un extraño se vuelve disruptiva, un auto que viene de lejos parece un cohete buscando aterrizar en un planeta distante”.
La historia irá acrecentando el pulso, y Marzioni interrumpe sólo para tomar envión. En el capítulo 8, casi a la mitad del texto, leemos el libro del doctor Raúl Suárez “Filosofía de los viajes interplanetarios”, que es una crasa aceptación de la orfandad: “Estamos solos en el universo porque la humanidad está condenada a la soledad”. Hasta Dios nos ha abandonado, (ahí Marzioni hace nuevamente un sincretismo trayendo los años 80 al siglo XXI) donde existe el “deseo de destacar en un mundo que nos exige individualidad, pero nos niega herramientas para conseguirla”. Sólo caminamos hacia adelante, para dejar la soledad atrás, que por otra parte no tiene un contrario en nuestro lenguaje, “…y es el legado del hombre a sí mismo a lo largo de los siglos…”.
El rasgo de denuncia campo-soja-armazón de la debacle pueblerino-citadina y económico-social es un elemento del libro pero por suerte mucho más débil que el otro. “Pasamos momentos hermosos, Diego. Pero todo eso desapareció cuando empezó a plantar soja” diría para encuadrarlo. Pero la cultura Ovni se relaciona acá con la cultura infantil y juvenil, en un pase mágico de gran hermosura. El Viejo Vizcacha que es el personaje del Aeromodelista, explica pausadamente que “La cultura Ovni, estimado Diego, unió la gente en tiempos difíciles, los ayudó a soportar una realidad opresiva y cruel, totalmente descarnada, más allá de si lo que investigábamos tenía sustento, o era real. Era real porque creíamos en eso, y para nosotros resultaba suficiente”. Vaya si eso no es una definición de la juventud, o mejor dicho de las vivencias compartidas en tiempos anteriores de viejos, adultos y jóvenes.
Suárez, a través de un equipo de radio escondido, pasa el mensaje a los elegidos: Aldana, Esteban Espósito (Abelardo Castillo y su esposa Sylvia Iparraguirre, reverenciaron siempre a Ray Bradbury) el Aeromodelista, Manuel y el narrador Demarchi. El profesor se ha inmolado, pero valió la pena: “Es por nuestra indiferencia que los seres de otro mundo que están acá han bajado la guardia y yo, profesor Raúl Suárez, he quebrado el candado estelar que los mantenía ocultos”. Son como nosotros y la tierra es una “gasolinera cósmica” para ellos.
Antena es una novela del crecimiento: Lo vivenciado como un torbellino por Demarchi “parecía una mala conspiración de internet. Me sentí lejos de aquel chico que fui, el que ante un relato como aquel podría haberse vuelto loco de entusiasmo. Estos viejos vivían sus vidas rutinarias, al borde de la indigencia, no tenían otra cosa en qué pensar más que en todas esas mentiras que creyeron en la juventud y de las que no quedan más que harapos”.
Cierro esta reseña con el libro de Suárez: “La sinergia del universo se multiplica en cada una de sus partes, y así, de este modo, los extraterrestres vuelan por el universo, o se transportan como fantasmas de las estrellas, en busca de saciar un hambre que no es de alimento sino de sentido”. La respuesta escondida de Demarchi la hallamos en el capítulo 11, quien nos dice a los lectores pero más se dice a sí mismo: “¿Qué podía hacer yo, ante estos seres que tienen un destino? Ellos fueron puestos en un sendero trascendente desde que iniciaron sus vidas. Yo sólo soy un turista de las cosas”.