El invierno

Por Manuel Sánchez Adam

El invierno

En las vacaciones de julio el frío se convierte en un protagonista fundamental. La copa de los árboles alertan una rebelión tras la llegada de un viento gélido y movedizo que agudiza la estación invernal. La poca gente que se queda en la ciudad actúa al compás de este movimiento. Su tránsito se torna pesado e inquieto, con el fin de protegerse de un clima que se cuela entre los huesos.

Estoy sentado en un bar mientras observo el ir y venir de la gente que pasa por la calle. Es una sensación extraña de quietud. Como si mirar el mundo sentado desde una mesa me otorgara cierta perspectiva de las cosas. Pido un cortado en jarro, nada muy específico, y la dinámica de la ciudad cambia de tonalidad. Las calles revelan un hueco, una hendija absurda, que advierte la opacidad de una zona geográfica que ha dejado de ser el centro para convertirse en un lugar periférico. Se intuye una especie de fuga masiva: los estudiantes de otras provincias se han ido de vacaciones y una gran cantidad de trabajadores de diversos rubros se han tomado un descanso de sus tareas cotidianas.

Tras media hora, de repente advierto la necesidad de salir afuera para tomar un poco de aire. Voy al sector de la caja, pago y aprovecho para encender un cigarrillo. La tarde, poco a poco, va dejando lugar a la noche que ensombrece los rincones de una ciudad adormecida. Las copas de los árboles han dejado de moverse de manera caótica. El clima fío y espeso golpea con fuerza en la cara y la dinámica inhóspita de la ciudad recrudece un sabor amargo en la boca. Camino entremedio de papeles y escombros, por una porción desangelada y oscura. Transito las horas imposibles y el cuerpo, poco a poco, asimila el recuerdo de las pequeñas costumbres que hacían a una identidad, pero que con el paso de los días comienzan a desvanecerse.

Han pasado quince días desde el comienzo del invierno. El frío persiste. Las plantas tiritan y los árboles distribuyen un leve viento que se esparce de manera absoluta. Estoy en Alta Gracia, en el casco histórico donde se encuentra el dique artificial Tajamar, que fue construido por los jesuitas en el siglo XVII. El agua está sucia, de un color gris oscuro, repleto de algas que flotan inertes. Busco sentarme en alguna pirca cerca de la orilla a mirar el horizonte, pero el viento es helado y comienza a caer una llovizna finita que me moja la cara. La frente me pesa. Las puntadas se vuelven constantes. Trato de inhalar y exhalar por la nariz. Me resisto a volver a Córdoba tan pronto y encerrarme de nuevo. Tengo ganas de contemplar la vista un tiempo más. Aún con lluvia y viento, el lugar tiene su encanto. Intento permanecer sentado, pero la llovizna toma fuerza porque va acompañada de un viento furioso que acelera y acelera. Siento los pómulos hinchados por la helada, así que emprendo la vuelta.

En el auto la temperatura marca siete grados. Pero en mi cuerpo parecen menos. Manejo unos cuarenta y cinco minutos con el aire acondicionado a todo lo que da hasta llegar al departamento. Como es domingo, la cochera que está enfrente del edificio está vacía y estaciono en donde se me da la gana. Subo los dos pisos por la escalera, entro y abro la canilla de la ducha mientras me saco la ropa húmeda. El vapor del baño me ayuda. Abajo del agua caliente siento alivio. El temblor comienza a ceder, como si estuviera despidiendo un gran peso que me aplasta. Ya en el living, intento mirar una película de comedia. Me resulta imposible. Pienso que las películas de ese estilo cobran relevancia si hay otro que avale la risa. Caigo en la cuenta de la soledad que me habita. Apago la tele, voy a la habitación y cierro los ojos despacio, intentando forzar el paso de la noche.

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