Daniel besa a su hijo como si fuera un prócer. Luego camina con las manos en los bolsillos del sobretodo, bajando despacito por la Chacabuco hasta que se llame Maipú y florezca en esquina con la Avenida Olmos. Da pasos derechos, como un diabético, pero dobla las calles como uno de los nuestros hasta el restorán La Perla. Cena una milanesa sabrosa y no se saca los anteojos oscuros, aunque es tarde. Escribe unas palabras mágicas y estira el momento porque le han invitado a una fiesta en Pétalos de Sol.
Daniel Salzano, director inmanente del Cineclub Municipal, poeta imprescindible en el diario del sábado, y autor de muchas canciones de los domingos, espera a su amigo y pierna de esa noche. Sobre las doce llega Cachoíto De Lorenzi fumando un Colorado. Son épocas en las que hay ceniceros en los restaurantes, y el diseñador de Córdoba, ese que inventó el logo de La Voz y las conchillas de los SRT, se sienta y pide un cafecito, mientras que Salzano se toca la parte superior de la mejilla. Quiere “una lágrima” interpreta el mozo. Es un cóctel que consiste en leche caliente, con una triste gota de café.
Cachoito muestra los diseños de una ambientación que hizo para que Jorge Bonino, uno de los más grandes e ignorados artistas de Córdoba, lleve al Instituto Di Tella, de Buenos Aires. Luego pregunta “¿qué te parece, Nene?”, es su frase de cabecera. Salzano estira el labio superior y deja sobreentendido que le gusta. Pero no concede.
Ambos caminan, luego, por la Colón, dispuestos a remontar La Cañada rumbo a la fiesta. Justo en la puerta de Bonafide se encuentran con Carlos Busqued, el autor chaqueño que eligió Córdoba como cuaderno para escribir sus corrosivos relatos.
Daniel besa al prócer como si fuera su hijo, lleva los bolsillos en las manos y hace esquina en las flores que la muni puso debajo de las Tipas. Comenta la milanesa mágica que comió antes de escribir unas palabras sabrosas, y los tres ascienden por La Cañada. La noche les sonríe con dientes azul oscuro como los sacos del Monserrat.
Abrigados para los inviernos de antes, como si fueran tres versiones autóctonas de Humphrey Bogart, los amigos se aproximan a la puerta de ese bar bendecido por la naturaleza.
En Pétalos de Sol, ahí donde la falta de ventanas regala un amanecer permanente y la noche siempre está terminando, saludan a unas amigas. Leonor Marzano (por cierto: nacida en Santa Fe) disfruta de su noche libre con Myriam Stefford. Esta última, de conversación bastante cruzada -propia de una persona que nació en Suiza- le confiesa que pretende unir las capitales de las provincias en un avión que le regaló su marido, un alevoso millonario llamado Raúl Barón Biza.
Leonor, bastante más joven, abre los ojos grandes y le pide que se cuide, y, por su lado, relata sus giras tocando el piano. Con las manos describe ese pegadizo descubrimiento musical que suena como contrabajo y le llaman “tunga tunga”.
Todos descienden por el ingreso de Pétalos, aunque técnicamente ascienden al limbo de la noche cordobesa, nuestra única religión. Al llegar al más allá, eso que llamamos joda, presencian una mesa sin igual: Domingo Zípoli y Rodrigo Bueno debaten sobre la identidad musical de Córdoba, y hacen gestos similares a los de un solo de guitarra. Ambos se inclinan como Angus Young de ACDC y ríen. Rodrigo habla de una canción que se llamará “Soy Cordobés”, y Zípoli se pone barroco. En ese momento aparece el Perro Emaides con tres fernets, uno por pera, y ánimo de producir un concierto para ambos en el Centro Cultural General Paz.
La sola idea de ese show atrae la atención del Chango Rodríguez, que se considera imprescindible y, a tal efecto, envía a su amigo y vecino de Barrio Alberdi, Deodoro Roca, para que oficialice la gestión.
Afuera, los pibes del semáforo se quedan dormidos sin cenar, tiritando pobreza y a la espera que la Gabi Borioli pase y les deje algo para morfar; unas revistas La Luciérnaga para hacer biyuya; y ese abrazo que sólo ella tiene.
El frío se llama cielo en Julio y pone más áspera la calle oscura. Las piedritas del asfalto titilan porque son la versión urbana de todo lo que describe el Observatorio Astronómico, un par de cuadras más adelante. La vereda sueña con el Gordo José, ese poeta sin casa que asistía a las marchas y, a diferencia de todos los fantasmas del 6 de Julio, no dejó obituario porque era indigente.
Abajo sigue la rosca porque se viene el día de la ciudad y nadie labura temprano. Se celebran 450 años de la fundación y todo el mundo habla de la reapertura del Teatro Comedia. Emaides y Salzano paran la oreja, porque saben de qué se trata, mientras que Ana María Alfaro se apoya en el hombro de la Mujer Urbana para enterarse de las novedades.
“Ah, el Teatro Odeón”, dice Juan Filloy, que asistió a su inauguración en 1913, cuando apenas tenía 19 años y acababa de egresar del Monserrat. Cuenta que era colaborador ad honorem de la Biblioteca Popular Vélez Sarsfield, practicaba boxeo y amasaba sueños revolucionarios con su contertulio, Deodoro Roca. De toque, Roca aclara que los separa el fútbol: él es hincha de Belgrano, mientras que Filloy sería miembro fundador de Talleres.
Las copas se hacen largas y el alcohol comienza su efecto entre quienes celebran la mejor noche de la galaxia, donde habita la música, y los grandes debates nacionales.
Entonces hace su ingreso el Gringo Tosco, junto a Antonio Seguí, que tiene una radiante corbata comprada en París. De derecha a izquierda, todos saben que el mameluco del sindicalista es el uniforme de muchas luchas, y se preocupan porque le sienten olor a pólvora.
En esta Ciudad somos la usina de la ideología nacional, la tensión entre activos y reactivos que se saludan en la barra, pero se sacuden ideas en llamas.
Antonio Seguí le ofrece una copa, siempre seductor pero cuidadoso, a Olimpia Payer -nuestra gran pintora- que debido al convite abandona la conversación con Genaro Pérez. La modernidad es así.
Otros rodean, como los remolinos de la Ciudad Universitaria, a Tosco y sus ideas. Entre ellos hay un personaje oscuro, el periodista Rivera Indarte, que después sería calle. Nacido en el Hospital Privado, su trayectoria incluye haber sido expulsado de la universidad por ladrón, y del país por causas similares. Falso y mentiroso, es el antipoeta de mayor notoriedad, porque vendió su pluma contra y a favor de Rosas, según subía la oferta. Nada de eso evitó que siga estando en el Centro.
En las antípodas del bar, Jules Charles Thays, o sencillamente Carlos, es el “hombre de las sombras”, el “señor de los árboles”. Debutó acá pintando la ciudad con una silvapen verde. Está bastante chupado y cuenta que sus caminos serán curvos para que no se vea el final. Modesto y sonriente, autor del Parque Sarmiento (y capaz de hacer ramos de flores para sobrevivir), tiene en el bolsillo del saco Fabrizzi muchos parques para todo el país.
El Bar Pétalos de Sol cumple las normas municipales con firmeza y cierra en el horario indicado. Muchos de los asistentes cruzan la Plaza de la Intendencia abrazados -pero, aún así- trastabillando, y al pasar frente al Palacio Municipal notan que se ha restaurado. En su planta baja se exhibe una colección que incluye algunos retratos de ellos mismos. Incrédulos, se lo adjudican al vino.
Mientras que los curas tiran al viento el alarido de las campanas de la mañana, los amigos se despiden al alba. El propio Daniel Salzano apoya el oído sobre la peatonal y escucha la niñez que vive en el microcentro. Camina hasta la parada, mientras que, de fondo, se desliza la voz de Mario Pereyra. Al llegar el coche besa a la conductora como si fuera mágica, mete el sobretodo en el trolebús para que florezca en esquinas sabrosas y se pone los anteojos derechos.
Los dioses del Olimpo ya descansan. El cielo se ilumina, es el 6 de Julio y Córdoba está de fiesta.