Un hueso, dos huesos, un parietal, las vértebras, un fémur y un occipital, uno de tantos cráneos. Todos los huesos necesarios para formar uno, o varios, esqueletos. La osamenta entera de una persona que fue y ahora es un despojo enterrado al borde del Suquía, en los límites del Cerro de las Rosas.
La noticia asustó, sorprendió, interrogó. Huesos y más huesos aparecían al borde de un hospital psiquiátrico de Córdoba. No era un hospital más: era el Morra, nave insigne de los nosocomios dedicados a las enfermedades mentales, apellido de la Córdoba tradicional. Era el Morra y al borde del Suquía aparecían huesos en la década del ‘80.
¿De dónde salieron estos huesos que pertenecieron a seres que ya no están pero que acá, en esta Córdoba a la vera de su río único, vuelven a aparecer? Las sospechas, los rumores inciertos y las malas lenguas también aparecen. Todos hablan y hacen sus apuestas: los huesos son huesos de desaparecidos. Los huesos son huesos de viejos locos muertos y enterrados. Los huesos son los huesos del terror.
Celestino Piotti, médico y buceador de la historia enterrada, el hombre que había descubierto tantos huesos en su vida, fue a indagar. Encontró huesos de hombres y mezclados también aparecían huesos de caballos. Por sus estudios supo que no se trataba de una fosa clandestina ni que no los habían arrojado a un pozo. Que no habían sido ocultados. Que era todo un gran desorden de huesos revueltos y dispersos, que había cuerpos por todos lados, sin orden aparente más que un entierro sin ritual. Parecía, sin más, una verdadera batalla campal que había dejado los cuerpos a la deriva.
Batalla campal. La idea resonó en su cabeza una y otra vez. Batalla campal. Y efectivamente, los huesos descubiertos ahí donde ahora se camina y se trota para mantener la línea y la salud, los huesos descubiertos bajo la ciclovía no eran de víctimas de la dictadura y mucho menos de un secreto inconfesable del hospital que tiene más de 100 años sobre la Costanera. Porque los huesos tenían más de un siglo y estaban ahí desde antes que el Dr. León Morra erigiera su obra y mucho antes de que el terror hiciera lo que yasabemos que hizo.
Esos huesos estaban ahí desde junio de 1829. Junio de 1829, el 22 y 23 de junio para ser más precisos, cuando al borde del Suquía, en épocas en que el Suquía no era un río domado sino una cinta tormentosa de aguas y Córdoba seguía siendo una ciudad colonial, ahí, en esa orilla, se enfrentaron el hombre al que le decían El Tigre y el hombre al que le decían El Manco.
Facundo Quiroga, caudillo riojano y representante del federalismo, versus José María Paz, estratega máximo de los unitarios y cordobés. La batalla campal en la que parecían haber sido enterrados aquellos huesos era, efectivamente, una batalla campal: la batalla de La Tablada. Esa batalla que tuvo como escenario las costas del río citadino, desde la zona del Cerro de las Rosas hasta los límites de Villa Cabrera y Villa Páez.
Córdoba estaba gobernada por el prócer oficial del momento, el también federal Juan Bautista Bustos. Gobernaba Bustos cuando José María Paz, el prócer oficial de la Córdoba liberal del siglo XIX, se lanzó de lleno a copar la provincia. Algunos vieron la acción como revolución y otros como golpe de Estado. Bustos huyó esperando asistencia de las tropas federales. Quiroga, en defensa de Bustos, comenzó a bajar por el Norte. Ganó en Serrezuela, esquivó la batalla en Río Tercero y en Córdoba, a la vera del Suquía, en la Costanera por donde hoy transitamos a alta velocidad, se enfrentaron.
El resultado lo sabemos. Paz, el gran estratega, venció a Quiroga y gobernó Córdoba por dos años, hasta que los hermanos Reynafé lo capturaron en Villa Concepción del Tío -los nombres de pueblo más hermosos los tenemos en Córdoba- y estuvo cautivo durante 8 años, tiempo en el que se casó con su sobrina Margarita. Años después, Paz y su sobrina fueron sepultados en la Catedral mientras la osamenta de Facunda Quiroga era depositada en el cementerio de La Recoleta.
Pero a sus soldados no. Ni Catedral ni Recoleta. El polvo del olvido para ellos, ahí a la vera del Suquía, en la batalla campal que los mandó al muere.
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