En la cripta de la Colón…

Están saliendo los muertos.

En la cripta de la Colón...

Hace más de 20 años, en la cripta de la Colón, aparecieron cientos de esqueletos. Al estilo de los cementerios subterráneos de París, 400 cráneos con sus tibias y sus historias durmiendo eternamente en la esquina de Colón y Rivera Indarte, donde continúan. Esta es la historia de su descubrimiento.

 

La Cripta del Noviciado Viejo es el nombre que se le dio a la construcción subterránea ubicada en pleno centro de la ciudad, bajo una de las principales avenidas. Redescubierta en 1989 por obras de la empresa telefónica de aquel entonces, se conoció que originalmente había sido propiedad privada de unos hermanos de apellido Mujica, quienes la donaron a la Compañía de Jesús.

 

Los jesuitas la usaron de casa de ejercicios espirituales para hombres ricos hasta 1767, año en que fueron expulsados por el rey de entonces. La propiedad pasó a manos de los padres betlehemitas, quienes recluyeron en la Cripta a enfermos contagiosos terminales en las 200 camas del espacio subterráneo. Hasta ahí se sabía de los bethlemitas y su pasión por curar. Pero las manos que curaban también hacían otras cosas con los cuerpos que no llegaban a sanar. Y eso se supo hace pocos años atrás.

Ya era la Cripta paseo turístico de la ciudad. Y de su muro norte y subterráneo brotaba agua. No había explicaciones. Agua salía de sus paredes de piedra, pura piedra y agua cuando la humedad se acrecentaba. Fue preciso hacer una canaleta en el vértice entre el piso y la pared para que esa agua transitara y no inundara los pisos de la cripta. Un grupo de obreros fueron contratados para hacer la canaleta necesaria. Y para hacerla era preciso cortar el piso con una amoladora y de ese modo, el orificio necesario para que el agua circulara.

Una mañana de pleno trabajo, cuando el piso estaba pronto a quebrarse por acción de la máquina, con el polvillo que inundaba el ambiente, uno de los obreros, amoladora en mano, cayó para atrás y quedó inerte, tirado en el piso, apenas respirando. Otro de los obreros, que presenciaba toda la situación, salió corriendo desesperado por las entrañas de la ciudad dormida.

Corrió y buscó al encargado de la Cripta. Lo encontró y le gritó algo que nadie entendía. En la exasperación de sus gritos nadie comprendía lo que decía el obrero.

 

“¿De qué habla? ¡Sea claro por favor!” -insistió el responsable del paseo público-.

El obrero asustado continuaba gritando sin que nadie le entendiera mientras su compañero, el que manejaba la amoladora, el que se había desmayado, seguía tirado en el piso, desvanecido, muerto, nadie sabía.

¿Qué palabras se entrecortaban en la boca del obrero que impedían ser entendidas? ¿Cuánto oxígeno necesitaba el obrero para decir, clara y lentamente, lo que ahora sí se escuchaba?

 

_ Están saliendo los muertos… dijo por última vez y se quedó sin aire y se sentó en el piso y se largó a llorar y volvió a decir:

 

_ Están saliendo los muertos.

Silencio. Segundos infinitos. Más silencio.

_ ¿Cómo? -le preguntó el encargado- ¿De qué está hablando?

_ Eso -insistió el obrero sentado en el piso, sollozando-. La tierra respiró fuerte y salieron los huesos. Yo no vengo a trabajar más.

La tierra respiró fuerte y aparecieron los muertos.

El obrero desvalido seguía tirado en el piso sin reaccionar. El otro avisaba que se iba, que escapaba de la maldición. Y algo entre los escombros del subsuelo de la Córdoba oculta asomaba y nadie se animaba a mirar. ¿Qué era ese algo que apareció cuando la tierra respiró?

 

Hace más de 20 años, en la cripta de la Colón, aparecieron los esqueletos de 400 personas muertas hace dos siglos. Al estilo de los cementerios subterráneos de París, en Córdoba aparecieron 400 cráneos, mayormente de niños y ancianos, de personas muertas tras la peste de cólera que en 1820 asestó a la ciudad.

Ese respirar de la tierra que mencionó el obrero, ese respirar que expulsó los huesos que salieron como muertos vivos hacia la realidad, tuvo explicación. Los 200 años de enterratorio generaron gases que formaron una presión que, una vez descubierta la cavidad enterratoria por la fuerza de la amoladora, salieron a la luz y sí, la tierra respira y se alivian los muertos.

Pero… ¿de dónde habían salido estas 400 personas muertas, puro huesos de dos siglos que durmieron el sueño eterno y oculto en pleno centro de la ciudad sin que nadie les rezara ni les llorara y ni siquiera les pidiera un milagro, un milagrito por favor?

 

Los bethlemitas, dijimos, curaban; y aquellos que no tenían cura iban a la Cripta. El cólera mató tres generaciones de cordobeses entre 1820 y 1860. Y muchos de esos empestados y con sentencia de muerte, niños y viejos, inocencia pura, fueron llevados a la cripta. Donde no sólo había camas para esperar a la parca. Había también unos grandes piletones. Eran tres los piletones. Y no estaban, como se creyó hasta hace poco, para hacer vino. Los piletones tenían un nombre: pudridero. Y estaban llenos de cal viva. Y al pudridero, piletones de cal viva que nunca hicieron vino, iban los cuerpos sin alma, de niños y niñas, de viejos y viejas que el cólera había fulminado. Lo cuerpos fueron comidos en carnes por la cal que liberaba a la materia de los demonios hechos virus. Y de ahí, a este osario descubierto por los dos obreros, uno desmayado, el otro buscando nuevo trabajo.

Así fue que el osario de la cripta fue redescubierto hace unos 20 años. Y ante la imposibilidad de recuperarlo como testimonio histórico, fue vuelto a enterrar. Ahí, bajo las calles que caminamos y creemos tan seguras, 400 historias viven la oscuridad de un sepulcro ancestral.

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