“Escribí la novela para un lector que ya sepa qué pasó, y que se horrorice por las omisiones”

Por David Voloj

“Escribí la novela para un lector que ya sepa qué pasó, y que se horrorice por las omisiones”

Reseña de Para hechizar a un cazador de Luciano Lamberti.

 

En Para hechizar a un cazador, la última novela de Luciano Lamberti, convergen distintas tradiciones narrativas. A simple vista se enmarca dentro del terror, un género que su autor explora desde hace más de una década con resultados notables. Pero ese clima siniestro, en la que lo fantástico irrumpe de forma hostil para desafiar los límites de lo posible, ahora se proyecta sobre los efectos que tuvo (y sigue teniendo) la última dictadura militar en la sociedad argentina. El resultado es una obra hipnótica en la que los hechos históricos se resignifican y el horror se revela, de manera complementaria, en al menos tres niveles: el de la ficción, el de la historia nacional y el de la memoria colectiva.

En principio no iba a ser una novela sobre la dictadura –dice Lamberti a HOY DÍA CÓRDOBA-. Al contexto me lo dictó un poco el simbolismo de la novela, que aludía a ese mundo. Pero la idea inicial era volver a escribir “La pata de mono”, de Jacobs, que es mi cuento de terror favorito. Y cuando apareció la dictadura decidí escribir la novela para un lector que ya sepa qué pasó, y que se horrorice por las omisiones, más que por lo que sí está.

La trama comienza con el encuentro entre Julia y Griselda, una mujer que dice ser su abuela paterna. Casi cuarenta años después de su nacimiento, por fin la ha encontrado: es su nieta, la hija de Luis Lara.

En esta primera parte, la novela funciona como caja de resonancia de las voces testimoniales que, gracias a los organismos de derechos humanos, se han visibilizado desde la recuperación de la democracia. Quienes fueron apropiados y recuperados, quienes aún dudan de su identidad, quienes prosiguen en la búsqueda incansable de sus nietos y sus hijos desaparecidos, permiten dibujar las siluetas de Julia y de su abuela. El lector las reconoce, sabe quiénes son, puede reponer lo que el texto sugiere sin decir.

Sin embargo, muy pronto estas siluetas se transforman en algo diferente.

La dictadura ya es un fenómeno del horror –expresa Lamberti-. El problema es contar de tal manera que el horror siga estando ahí, porque cuando repetimos fórmulas (y la «novela de la dictadura» es, mal que nos pese, una fórmula) todo se vuelve más bien automático.

La segunda parte de la novela se ramifica en un concierto de personajes que reconstruyen la vida y obra de los Lara, una familia acomodada de un pueblo de Córdoba. Asistimos entonces a relatos sobre la inmigración italiana, el ascenso social, el impacto de las ideas revolucionarias de la década del sesenta del siglo pasado y el poder corrosivo del terrorismo de estado sobre las subjetividades.

Cada perspectiva tiene su propio tono, su identidad, una manera singular de mirar el mundo, lo cual supone un complejo despliegue estilístico. Además, el autor muestra su habilidad para dosificar la información, de manera tal que la tensión se mantiene más allá de los saltos cronológicos o los cambios de puntos de vista.

Los hechos narrados funcionan como espejos deformados de la memoria colectiva, donde lo cotidiano se vuelve extraño. Se recrean las costumbres más conservadoras de la vida en el interior del país, la irrupción de movimientos sociales combativos como la Teología de la liberación o la izquierda peronista, el secuestro y la desaparición de personas durante el Proceso, también su continuidad desde la recuperación de la democracia.

Lamberti toma riesgos inusuales dentro del campo de la literatura argentina actual. El relato de la toma de la ciudad de La Calera por parte de Montoneros, por ejemplo, o el ingreso de Luis Lara al centro de detención clandestina La Perla, toman distancia de la crónica histórica para abrirse a una atmósfera irreal que renueva interrogantes. ¿Cómo contar lo que ocurría durante la desaparición forzada de personas? ¿Se puede explicar? ¿Se puede entender?

Poco a poco, la figura de Griselda se impone en la novela. Porque ella, la madre de Luis, no se conforma con dejar el cuerpo de su hijo, muerto en manos militares, en el panteón familiar. Porque no acepta que ese sea el final. Y, al no poder resignarse, al experimentar el dolor en un plano individual, se embarca en una tarea imposible. En esa búsqueda cruel se repetirán las prácticas estigmatizantes y persecutorias de quienes arrasaron con toda una generación, en una especie de loop desquiciado que interpela la realidad actual.

No es una Madre muy común que digamos –reconoce el autor-. Pero la mueve el amor, aunque haga cosas espantosas. Y en ese sentido fue entendida por la mayoría de sus lectores, aunque no justificada.

Por esta vía, la novela de Lamberti polemiza con el negacionismo efervescente de cierta parte de la dirigencia política, de periodistas y trolls en redes sociales, pero también con la lógica individualista neoliberal que renace en este siglo. La novela –explica Lamberti-, plantea una dicotomía que yo no viví en los setenta pero sí en los noventa: frente a un gobierno liberal, que plantea que cada uno se cuida a sí mismo, la respuesta es el cristianismo. La idea de comunidad, de pensar en el otro, que es el origen por otro lado de Montoneros.

La ficción se manifiesta, así, como forma de resistencia cultural. Aunque, para el autor, si pasó así fue inconsciente, porque venía escribiendo la novela desde que el actual presidente era el loquito que gritaba en los programas de televisión. Más que en la ficción, hay que resistir en las urnas y en la calle.

Premio Clarín de novela 2023, Para hechizar a un cazador sintoniza con obras como Los pichiciegos de Rodolfo Fogwill, Las islas de Carlos Gamerro o Los Topos de Félix Bruzzone, ese conjunto singular de novelas disruptivas que muestran el poder de la literatura para revisar las heridas de nuestra historia y, en especial, para leer ciertos horrores del presente.

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