Escribir lo inaudible

Por Andrea Guiu

Escribir lo inaudible

Reseña de “Palabras al oído”, de Sonia Rabinovich, 2023.

 

Cómo escribir lo inefable de la experiencia, cuando la experiencia adquiere una dimensión descomunal, como la de las grandes tragedias colectivas que transportan las memorias. Acaso sólo la poesía pueda hacer vacilar el peso del oxímoron, volver al grito enmudecido un balbuceo… un susurro. Palabras al oído. Palabras.

Rasgar el velo de la sábana-mar del sueño que dicta: “Como leño encendido cayó la tarde revelando las cenizas de la noche, entonces ella escribió el mar entre las sábanas”.

Ella escribió, escribe, quiere escribir, el mar. Mar que reúne las historias de un linaje signado por dolores y ausencias. Frontera mar. Mar que trae los nombres de la herida. Mar de navíos y borrascas. Mar de amar.

Escribir en tres tiempos la voluntad y el deseo, pero también, la imposibilidad. Ella quiere, entonces garabatea, a la luz de la vela, casi a ciegas, escribir, su historia que es la de los suyos. Como puede, tanteando, eso que escucha, a medias, y que nosotros, lectores, no podemos escuchar del todo.

En ese “no todo”, algo que no termina de escribirse, algo que continúa ocurriendo. Digo tantear, como un modo de tocar de las palabras, el modo pudoroso en el decir cuando el decir evoca lo impronunciable. Malka, Rivka, Zize, Frida… los salvados, la voz lejana de Masha, que trae la carta con letra elegante, aplicada, desde Auschwitz. Buscando la inteligibilidad en esos trazos del decirse el afecto en la distancia, en medio del horror: para que no nos olviden; como pidió el tío Mario. Palabras piden palabras: no olvidar, no olvidarlos.

Palabras que ya estaban, como semillas, diseminadas en distintos libros de Sonia Rabinovich. Su Malka, la bisabuela, llegada del otro lado del mundo, en el barco ebrio del exilio; así la evocan los versos de Mujeres rotas: “Quién me empuja los dedos/ los arrastra sobre esta hoja/ que recibe la mudez, fragmentos de una proa, de un sótano oscurísimo”.

Su abuela Frida, como la mejicana, encorsetada. “Frida en el quiebre, en la silla de ruedas, en lo judía del padre”. Frida “enterrando nombres en el humo”.

O como leemos en Árbol genealógico: “En el cuerpo las palabras no dichas/ debajo de la piel blanca y el cabello rojo/ un túnel de vacío./ Una rama en Polonia y otra en Rusia,/ pestañas invisibles/ y ojos alga de mares tan lejanos”.

Sonia Rabinovich escribe la sangre, da la palabra a los suyos como un darse de sí, buscando los intersticios, leyendo los renglones vacíos sin tratar de completarlos, sembrando puntos suspensivos entre las palabras que alguien dice susurrando, o que alguien omite decir, porque no debe saberse, o porque duele demasiado. El secreto -como el destino de aquella niña que quedó en Kiev, de aquella que probablemente tampoco se salvó- queda a resguardo de cualquier especulación apresurada que ignore las dramáticas circunstancias a que son sometidos los seres cuando arrecian los huracanes de la Historia. Esos vacíos que el pudor señala y preserva a la vez.

Escribir en penumbras la experiencia de otra es una forma de velarla. Una ceremonia, un ritual fúnebre, pero también, el “velar”, que supone el cuidado de lo que se muestra y se oculta. A diferencia de “ese grito que hace ver”, al que se refería Paul Eluard para definir a la poesía, Sonia modula sabiamente las intensidades. Juega, compone alternando la primera, segunda y tercera personas, introduce referencias históricas, combina tipografías. Hay un solo pasaje en el que la palabra “se desboca”, cuando recuerda a Frida: “necesitabas sólo pensar qué carajo le había pasado al mundo, pensar sin moverte cómo harías para entender que todos tus amores murieron en un campo de exterminio”.

Escribir, leer, contar, soñar se conjugan de diversos modos. Pues “Palabras al oído” no es sólo un libro de palabras. También las imágenes cuentan exquisitamente una memoria en sepia que se despliega en fragmentos: de un pasaje en barco, de una carta, de un sello de aduana, del dibujo de una nave antigua, del rostro en la fotografía de una mujer joven, aún no estragado por la sombra de la melancolía…  Sinécdoques de la diáspora familiar. Y en cada exilio, todos los exilios.

“Llevamos el fulgor, el dolor y el nombre”, dejó escrito Paul Celan, el poeta que pudo hacer lo que dijo Adorno que no se podría después de Auschwitz. Ese “llevar” que se vuelve plural cuando la poesía es velo que sostiene, preserva, ritualiza. ¿Existe reparación en el testimonio? Volvemos a Celan: “Nadie/ testimonia por el/ testigo”. La reparación entonces será un “cada vez”, “recurrencia”. Nombres que vuelven, imágenes, flashes: un no saber cuándo empezó, sí en cambio el recuerdo de esos objetos en los que palpita lo atesorado de una generación a otra.

Así como la llegada de las letras polacas, “dibujadas con hambre y desesperación”, y el pedido de una respuesta que nunca llegará, delegan a su descendiente por tercera generación el mandato de escribir sobre las odiseas del linaje, es también el deseo mismo de escritura el velamen que impulsa la travesía por el mar de historias que lleva y trae la memoria de quienes fueron antes.

La voz de la heredera viene a resarcir entonces una deuda. Ya no sólo la de la peripecia familiar. Sino también, o en ella, la de quienes no pudieron ser comprendidas. Allí, su verdadero legado. En Malka, figura central de la constelación de personajes, y quien inicia la travesía, se escribe la soledad de esa lengua intraducible. Su extranjería esencial evoca a tantas de las mujeres que la poesía de Sonia Rabinovich ha honrado. Alguien que pudo desafiar al destino, salvando la vida de su hijo con un osado ardid. Que puede “dictar” unas palabras al oído a quien sea capaz de escuchar su deseo: “ella era un texto. Atravesado por una vegetación que nunca desprendió para él aroma alguno.” Es la sobreviviente que porta en sí el reto de ser escrita.

Sonia Rabinovich cuenta y se cuenta, como tan bien sabe hacerlo, un relato-poema que despliega en historias los fragmentos de vidas rotas y vueltas a armar, a amar. Lo hace sin ocultar los desquicios, con la potencia vital de una escritura que sabe que nada de lo humano, con sus aristas y heridas, puede ser ajeno al acto de escribir. Y, una vez más, logra conmovernos.

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