El cielo de Nueva York, los breves trozos de cielo que dejan las torres de los edificios, se reflejan en los espejos de agua del Central Park.
Entre los múltiples desplazamientos de tierra que se realizaron para drenar los pantanos que ocupaban el centro de Manhattan, se movieron toneladas que terminaron configurando las suaves colinas y elevaciones que cruzan, como cadenitas montañosas de cotillón, todo el Central Park. Pero había también varias depresiones en aquel valle original que hubiese sido muy difícil –además de costoso- cubrir; entonces los arquitectos metidos a noveles paisajistas optaron por dejar las hondonadas más importantes, aplastando el fondo barroso y convirtiéndolas en estanques destinados a la natación, e inclusive al canotaje y a la mini navegación. Así, Central Park tiene, repartidos entre las colinas de decorado, una media docena de espejos de agua de usos múltiples, especialmente requeridos y disputados en los meses de la canícula, cuando el cemento que rodea al rectángulo verde arde.
Desde el lateral Sur hacia arriba, están El Estanque; Conservatory Water; El Lago; Turtle Pond; la Reserva Jacqueline Kennedy Onassis (el espejo más grande de agua del parque, ubicado en su centro geográfico, el único que puede considerarse auténticamente un lago); la Piscina; el Loch; y, ya junto al lateral Norte, el Harlem Meer.
Si se entra a Central Park por el West Side y los Strawberry Fields, o si se entra por la Quinta Avenida y el Zoo, en el camino entre estos dos puntos se cruzarán dos de esos rincones abiertos que el parque dispone, democráticamente, para quien los encuentre y camine.
El primero es The Mall: un largo paseo peatonal (ubicado aproximadamente entre las calles 66th y 72nd) que fue el centro social neoyorquino en los pasados dos siglos: el lugar para ver y ser visto. Ha perdido, claro, aquella centralidad, pero sigue siendo una hermosa pasarela flanqueada de olmos americanos gigantes, unos añosos testigos de los cambios de moda, conversaciones de domingo, encuentros fugaces y tardes solitarias. El toldo frondoso que forman sus copas, al unirse por arriba a varios metros del suelo, constituye una de las postales más características del parque (superada en cantidad de disparos fotográficos apenas por Times Square, calculo sin ninguna posibilidad de comprobación de mi hipótesis cuantitativa). Pero, además de la foto típica, Nueva York puede presumir de conservacionista, ya que en su colección de olmos americanos de Central Park están casi los últimos especímenes de este gigante del Nuevo Mundo; en todo el país la especie fue prácticamente diezmada durante el siglo XX por la “enfermedad del olmo holandés” (una venganza histórica, dicen, de la naturaleza, por haber transformado Nueva Ámsterdam en Nueva York…)
The Mall termina en la Terraza Bethesda, un romántico mirador con rebuscadas tallas de flores que balconea al espejo de agua de esta parte del parque: El Lago. Y ahí está la segunda parada: la caseta para barcos Loeb.
La Caseta Loeb es una construcción pretensiosa, modernista, alzada para reemplazar –en los años del auge del estallido de crecimiento de Manhattan, tras la segunda posguerra- la vieja caseta victoriana donde se estacionaban los botecitos desde los tiempos fundacionales. Aquella, la original, había sido un diseño del polifacético Calvert Vaux; para competir con ella, su reemplazante se planificó con techo íntegramente en cobre: chorradas de nuevo rico.
El restaurant que alberga la Caseta Loeb, en todo caso, ofrece cenas con vistas a las siete hectáreas del lago. Y aquí se guardan los registros comunitarios de los avistadores de aves, donde todos los días los ornitólogos vocacionales o de paso anotan sus observaciones sobre las especies, ejemplares raros, nidadas, asentamientos y movimientos de bandadas de las cientos de especies que tienen, ellas también, su morada en Central Park.