Célebre en la Europa de entreguerras y olvidado durante el resto del siglo XX, Meyrink es un autor cuya obra singular nunca deja de fascinar.
Nacido en Viena en 1868 –un 19 de enero, el mismo día que Edgar Allan Poe, cuya influencia en su obra es patente– y muerto en Starnberg en 1932, Gustav Meyer fue hijo natural de una actriz y un ministro de la corte que nunca lo reconoció. Dandy y banquero de profesión, su vida dio un giro drástico luego de un confuso proceso que lo arruinaría y lo llevaría a reinventarse como uno de los autores más originales del siglo XX.
Más conocido por su novela “El Golem”, que fue best seller en 1915, Meyrink comenzó su carrera literaria como autor de piezas satíricas con las que colaboraba en revistas de la época como Simplicissimus. En ellas destilaba su odio hacia la burguesía y el militarismo austrohúngaro. Fue justamente con un oficial que tuvo un altercado, en el que éste se negó a saludar a su esposa y Meyrink lo retó a duelo. El oficial respondió que él no se batiría con un bastardo. Luego fue acusado falsamente de fraude en su banco Meyer & Morgenstern, lo cual lo llevó a estar un breve período en la cárcel, tras lo cual el banco cerraría y quedaría en la ruina.
Con 24 años, encerrado en su pieza y a punto de dispararse con un revólver, una mano anónima deslizó bajo su puerta un panfleto sobre la vida más allá de la muerte. La anécdota –que, como muchos aspectos de su vida, no se sabe si fue real o no– encendió su curiosidad por el ocultismo, afición de la que no se despegaría durante el resto de su vida. Comenzó a frecuentar los círculos espiritistas de la época, de los cuales renegaría con el tiempo al considerarlos “una marea pestilente”, y se volcaría al estudio de diferentes disciplinas –occidentales y orientales– como la cábala, el budismo, la alquimia, la masonería, el taoísmo, el yoga y la teosofía.
Según quienes lo conocieron, podía bilocarse y estaba dotado de cierta precognición. Aunque en su juventud construyó una imagen de excéntrico, deportista, playboy y provocador, con los años se volvería algo más parecido a un asceta. Esta evolución está expresada en un corpus de obras que amalgaman literatura fantástica con esoterismo de una manera que casi no tiene equivalentes. En su novela “El Golem” –que inspiraría el célebre poema de Borges, quien, además, tradujo tres de sus cuentos al español– narra la historia de un joyero que reside en el barrio judío de Praga. A raíz de una anécdota inicial casi intrascendente, la realidad comienza a desdibujarse paulatinamente hasta convertir ese escenario en un paisaje de pesadilla. Adaptada al cine por Paul Wegener en 1920, que la convertiría en una de las películas más representativas de lo que se conoció como expresionismo alemán, esta novela comparte con la Alicia de Lewis Carroll la característica de ser una de las pocas obras que ostenta la misma lógica que los sueños sin perder la coherencia. La figura de barro a la que alude el título no aparece por ningún lado, pero es una personificación del legendario ghetto y de la extrañeza en la que se pierde el protagonista.
En “El rostro verde” (1916) recrea de manera muy original la leyenda del judío errante, y en “La noche de Walpurgis” (1917) describe, de forma terrorífica, una revuelta popular. “El dominico blanco” (1921), por su parte, es una hermosa y trágica parábola zen sobre la evolución del individuo y la superación del linaje familiar para alcanzar una forma de existencia incorpórea.
Sus cuentos se dividen entre las historias satíricas que se burlan de la sociedad de su época –el materialismo, la burocracia, la milicia, la realeza y el socialismo– por un lado, pequeños relatos sobre experiencias esotéricas y paranormales; y, por último, los relatos de horror gótico, que utilizan algunos aspectos del ocultismo. Los mejores de estos se incluyen en su volumen más conocido, “Murciélagos” (1916). Los demás están recogidos en “El soldado ardiente y otras historias” (1903), “Orquídeas: historias extrañas” (1904), “Cuentos de alquimistas” (1925), y otros. Existe un volumen inconseguible en español con apuntes autobiográficos con el título de “La casa de la última farola”.
Su última novela es de 1927, y tiene un título hermoso: “El ángel de la ventana de Occidente”. Narra dos historias en dos líneas de tiempo diferentes. La de un hombre que recibe los papeles de un lejano primo difunto, entre los que se encuentran los diarios de su antepasado, el alquimista isabelino John Dee. Por el otro, la historia del mismo alquimista, quien se decía que podía invocar a los ángeles, y que fue parte de la corte de artistas y magos del emperador Rodolfo II de Praga. Ambas historias se van cruzando de a poco. El protagonista recibe las visitas de unos exiliados rusos, un anticuario y una princesa, que le reclaman una reliquia misteriosa: la lanza de Höel Dhat, que se supone que fue la que hirió la costilla de Jesús cuando estaba en la cruz y de la que él nada sabe. Mientras tanto, las visiones sobre su antepasado comienzan a volverse más frecuentes y las dos líneas de tiempo comienzan a fusionarse hasta colapsar en un final alucinante. Es una novela sobre la alquimia, pero también sobre la ley del karma. Ilustra la idea de cómo el ser humano es un vehículo inmortal para lograr la resurrección de la carne.
Rechazado por su padre biológico –de apellido Warnbühler–, Gustav Meyer cambió legalmente su apellido a Meyrink en honor a un antepasado bávaro y como manera de inventarse a sí mismo. Estuvo casado dos veces y tuvo dos hijos: Sybil Felizata y Harro Fortunat. El segundo tuvo un accidente de esquí y se suicidó a los 24 años. Esta tragedia lo fue apagando de a poco y falleció en 1932. Se cuenta que ese día despertó sabiendo que moriría y se sentó frente a la ventana para expirar frente al sol que recién asomaba.
Tradujo a Dickens, fue corresponsal de Kafka y amigo del excéntrico ilustrador y escritor Alfred Kubin. También participó de esa exquisita revista de literatura fantástica de entreguerras, Orchideengarten –El jardín de orquídeas, que fue publicada entre 1919 y 1921, la primera revista pulp de la historia–, que nucleaba a los mejores autores de la época: H. H. Ewers, Leo Perutz, Hans Strobl, etc.
Su obra fue prohibida por los nazis por reivindicar las tradiciones judías, y también por los comunistas por retratar los movimientos de masas como peligrosas expresiones de la irracionalidad humana. Cayó en el olvido y fue traducido esporádicamente a nuestro idioma durante los años 70 y 80. Aunque algunos títulos se consiguen más fácil que otros, su obra es un tour de force para cualquier lector que quiera explorar una de las narrativas europeas más fascinantes y originales del siglo pasado, un híbrido entre el romanticismo fantástico, las indagaciones espirituales y el conocimiento de los aspectos más misteriosos de la mente humana.