El primer libro de poemas de Pía Cabral sorprende por la singularidad y la audacia de su construcción. Cinco secciones tiene el libro que comentamos.
En “(Inversiones) del río”, el río es para la poeta como la existencia: una realidad confusa, porque toda entidad lo es. La poesía capta esta dualidad ontológica. A su vez el cuerpo corre en el río-vida, se confunde con él. Cuando el agua ya no corra, cuando la quietud la invada, dejará de ser río, sólo el tiempo estancado en su sombra. La poeta dirá no a la quietud, la quietud abre las puertas del despojo: hay que encender el fuego sobre los cuerpos deshechos.
La vida se puebla de despojos, pero entre las manos el agua sigue corriendo y los peces palpitan. Pero el pan y los peces serán devorados. “(Inversiones) del viento”, segunda sección del libro, nombra y describe al mes de los vientos: -hay que pasar agosto- el mes límite, “cuchillo de doble hoja agosto”, viento encarnado en un mes que muchos no pueden superar.
Nuestra poeta sabe que hay que luchar contra las miserias, para poder brindar en la mesa tendida. “No es el viento – reflexiona Pía- son los días de pudor”. “Las vírgenes de abril que degollamos…” Hay una rebelión de la poeta contra la auto-castración, para evitar el auto degüello como ocurre con el viento de agosto, que “degüella su propio curso”. Porque, más allá del rito de ruda y aguardiente, la poeta siente la presencia de la muerte “en medio de este zonda hecho noche”.
En “(Inversiones) del cuerpo”, la dualidad que todo hombre experimenta entre lo que somos y lo que creemos ser se impone a la poeta, y el deseo de una unidad existencial-corporal es una exigencia dolorosa. Los ejemplos cotidianos del sufrimiento de los cuerpos, sobre todo los cuerpos femeninos, laceran la sensibilidad de Pía: “Cuántos cuerpos caben en una mujer que sangra”.
“(Inversiones) de la escena” implica la presencia del otro frente a la poeta. La imagen del pan y la sal, del hombre que no olvida su infancia pasa al cuerpo de ella, que empieza a nombrarlo. La imagen de ambos gira y nadie puede, mas allá de las palabras, develarlos. Girará en su cuerpo hasta llegar a la verdad. Pero piensa: “no quiero ser tu espejo, tu mitad”; la poeta quiere: “No acercarte a mí, sino al hombre que dejaste”.
El baile será lo que la acerque a él, el baile conjura toda imposibilidad de identidad: “Bailar, siempre bailar”.
“(Inversiones) de la culpa”: la sección que cierra este volumen de poemas se inicia con cuatro poesías de un solo verso, que se cierran con el célebre llamado de Jesús al Padre Celestial, implorando no ser abandonado.
Estos brevísimos poemas señalan la otra faz de la culpa, su inversión, el otro rostro que queda develado, y que una vez más la poeta señala -con una carga de dolorosa ironía- poniendo al descubierto la dualidad ontológica de lo existente.
PARRICIDIO
Alumbramiento
FEMICIDIO
Un hombre en disputa con su propio sexo
Basten estos dos ejemplos para señalar este cambio singular en su discurso, y esta breve audacia enriquece esta sección que cierra el libro, pero que se completa con siete poemas.
El siglo XX pasó, transcurre raudo y las expectativas de la poeta parecen diluirse. El horror de La Perla y sus desaparecidos, la desazón, la pobreza, hacen pesar la culpa, el remordimiento, que alcanza a Eligia, dolorosa figura familiar: “Todos nacimos de la Eligia en esa casa… ella que iba y venía… y nadie le preguntaba nada”.
Pía termina despidiéndose: “Quisiera morirme en la madrugada de una noche de septiembre… y dejar de tener miedo”. Pía quiere despedirse nombrando todo lo que ama, y así se despide de nosotros, sus lectores agradecidos: “Quisiera no saber en mi última hora lo que ese sueño no devela. La foto de mi hermana en la pared, los puños cerrados. Quisiera haber vuelto alguna vez, pero aún me sigo despidiendo”.