Kafka: el punto de no retorno

Por Nicolás Jozami

Kafka: el punto de no retorno

I

El pasado 3 de junio se cumplieron 100 años del fallecimiento de Franz Kafka, escritor que compuso su obra en alemán, desde Checoslovaquia, aguijoneado por sus reminiscencias judías y con ciertas primeras apreciaciones sobre sus escritos que pronosticaban una escritura que iba a ser atendida únicamente por los correctos vecinos de su manzana.

La política, el psicoanálisis, la religión, el absurdo, la teoría posmoderna, la filosofía, entre una amplísima gama de sistemas y teorías han querido aferrar la sortija de su literatura, pese a que la calesita acelera o se lentifica cada vez que pensamos que la tenemos entre manos. Kafka, quien escribía en sus “Diarios” en octubre de 1921: “Aquel que no consigue ponerse de acuerdo con la vida mientras vive, necesita de una de sus manos para apartar un poco la desesperación causada por su destino -lo consigue muy imperfectamente-, pero con la otra puede anotar lo que ve bajo las ruinas, ya que ve otras cosas, y más cosas, que los demás; está muerto mientras vive, y es el único sobreviviente. Esto, suponiendo que no necesite las dos manos, y más manos que las que tiene, para luchar con la desesperación”.

II

Imaginemos: el autor entra a una habitación. En una de las paredes hay una biblioteca colmada de libros de los más diversos autores y autoras; en la otra hay reiterados libros suyos ocupando todo el espacio. Kafka tomará uno de los libros de la biblioteca suya, lo hojeará y lo pondrá en un hueco (que encuentra) de la otra biblioteca. Seguirá con otro de su biblioteca y tras hojearlo con cierte desdén lo dejará en otro hueco (que encontrará) en la biblioteca de enfrente. Luego con otro, y con otro y con otro. Vaciará la biblioteca de “su” obra para interferir en la de los demás. Perderse para encontrarse, podría pensar. El ADN de su literatura es una vacuna que cura ante la amenaza del arte cristalizado -o con ansias de contemporaneidad.

Barthes recaba al principio de su libro “S/Z” una imagen: “Se dice que a fuerza de ascesis los budistas alcanzan a ver un paisaje completo en un haba: es lo que hubiesen deseado los primeros analistas del relato: ver todos los relatos del mundo (tantos como hay y ha habido) en una sola estructura”. Leer a Kafka confirma las dimensiones de la significación que se establecen en el lenguaje son el atributo primordial de la literatura. Maurice Blanchot, por su parte, en “De Kafka a Kafka” escribe que la base de su obra es el malentendido, la impostura es una pantomima chaplinesca: se nos cuenta cómo es el discurrir existencial para que advirtamos lo chistoso y dramático -en proporciones equivalentes- de ese discurrir.

En “Leer a Kafka”, Oscar Caeiro elabora un “racconto” programático por autores y perspectivas desde las que se lo ha tratado. Desde Buber, Wahnón, Benjamin, Ficher, Gándara, Mallea, Brecht y un largo etcétera, rescata de Kafka -tomando a Garaudy- la finura de una obra que trasluce cierta “indestructible esperanza”, para luego aclarar que ello nos ayuda en la tarea de ponernos como lectores en duda frente al mundo.

III

“A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el único punto que hay que alcanzar”, escribe en un aforismo. Si abrimos el campo de la interpretación, asociaremos la cuerda kafkiana a puntos distantes del caleidoscopio hermenéutico. Ese punto puede ser Dios, el bienestar, la muerte, la Verdad, la vida, la felicidad, el amor; yo quisiera relacionarlo con el instrumento propio de todo autor: la escritura. Ese punto del que no habría retorno es ni más ni menos que el punto final de un texto. Me explico: la estatura en la que pone la escritura Kafka es el convencimiento auténtico de no tener que volver -material y espiritualmente- hacia atrás para corregir o revisar lo escrito, ya que, de hacerlo, se debe modificar todo nuevamente.

El breve texto titulado “El trompo” es una puesta en escena de lo que decía Barthes. Un filósofo intuye que la esencia de la existencia de lo general existe en el mero vaivén continuo del juego con que se divierten los niños. Emplea todas sus energías en esa empresa, pero el secreto del trompo y los gritos alegres de los niños logran eludir y distanciar el esfuerzo del pensador que cree saber dónde está aquello que busca.

IV

En “Carta al padre” el narrador expone cómo su vida (y la posibilidad de su obra) sufre de una asfixia inclaudicable frente al progenitor, que sin embargo existe para que pueda escribir la Carta. Hacia el final, dice que se siente en una disyuntiva: “Es como si alguien que estuviera preso no sólo guardara la intención de fugarse, cosa que quizá sería alcanzable, sino además y al mismo tiempo, la intención de reconstruir la prisión haciendo de ella un lujoso castillo para sí. Así pues, si realiza la fuga, no podrá reconstruir, y si reconstruye no podrá fugarse”.

El vaivén, las velocidades, lentitudes y flexibilización de espacios, son recursos kafkianos, así como su absoluto repudio a la metáfora: los perros, ratones, comadrejas y buitres hablan y se manejan como tales. “El Castillo”, “El Proceso”, “América” son la puesta en escena de voluntades que lidian con lo inexplicable y que sin embargo es aceptado; en la ecuación surge la inmediata comprensión de que como lectores no entender el mundo es la mejor (¿única?) manera de sentirnos preparados y en condiciones para poder leer.

Ricardo Piglia en “El último lector”, da en la tecla cuando escribe: “Ese es el modo de ser de la experiencia para Kafka. Sólo es visible lo que es imposible. Todo catalejo es débil. Se ve lo que Kafka exigía de sus textos. Mucho más que la perfección de la forma. Debían establecer, hacer visible, la lógica imposible de lo real (y esa era, por supuesto, la perfección de la forma)”.

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