La legión de los sin cara

Por Manuel Esnaola

La legión de los sin cara

Uno

Antes era difícil callarse en presencia de alguien, porque uno se enfrentaba verdaderamente a un rostro, y ese rostro hablaba, comenzaba, de manera unilateral y sin pedir permiso, un diálogo. En su absoluta inmediatez, el rostro -esa ventana abierta donde el ser está desnudo- comienza un discurso y exige una respuesta. Por eso antes cuando uno se cruzaba por la calle a mi vecina doña Pocha, por ejemplo, se chocaba de frente con esa cara próxima, un rostro urgente que en su arremolinada bestialidad te embestía como un tren descarrilado. Y entonces era preciso hablar de algo: del tiempo, de la remodelación de la casa de los Peñaloza, de la muerte de algún vecino remoto, de cualquier cosa, no importaba qué, simplemente hablar para responder a esa llamada que rezumaba de su rostro.

Hoy abundan los espacios de silencio, los cortes abruptos en la narrativa del diálogo, la indiferencia como presentación de uno mismo, fundamentalmente porque la legión de los sin cara miramos hacia abajo, hacia la pantalla de un Smartphone, y ese dispositivo a primera vista inofensivo, plano, ergonómico, liso, nos ofrece el móvil perfecto para desoír el llamado del otro, para no sentirnos incómodos en nuestro narcisismo hermético.

Dos

En la comunicación digital el otro desaparece. Ya no encontramos su rostro inmediato sino un rostro transformado, el rumor de una cara ahora devenida en algoritmo, distorsionada -intermediada- por infinitos pixeles. Menos aún escuchamos su voz. Blindados de todo contacto, la legión de los sin cara nos valemos de emoticones, de stickers, de mensajes escritos en una lengua simplificada al máximo, abreviaciones -xoxo, lol, btw, omg, idk-, notas de voz que se adulteran en su velocidad hasta convertirse en verdaderas voces androides. Pero hoy yo quería escuchar tu voz, Rolo Pasquetti, con toda la paciencia que se merece, quería escuchar la espesura indigerible de tu voz diciendo algo así como: el fútbol habla un idioma que nos iguala, Esnaola, y en esa equidad apócrifa se apoya mi convicción, un poco falseada pero también un poco cierta, de quererte tanto, en el fútbol como en la enfermedad, en la pobreza como en la riqueza, el fulbo, esa palabra que no tiene distancia y te expone al otro en su inmediatez fulminante. Yo quería escuchar eso, pero el mensaje no pasa por el dispositivo, que no alcanza a metabolizar la sustancia. No logra, Rolo, codificar la topadora que sale de tu boca.

Tres

Un filósofo decía que hay en el rostro una pobreza esencial. La mejor prueba de esto es que nos pasamos el día ensayando poses, gestos, modelando una caricatura -un prototipo ridículo- de nosotros mismos que nos proteja ahí afuera, en el limbo de la pantalla, una no-cara que no se parezca a mí, a esa desnudez crítica y endeble que soy. Y el teléfono celular como un rosario: móvil, portable, con el pulgar arriba siempre disponible para dar el amén a todas esas poses vagabundas que buscan, inútilmente, un cuerpo que las cobije. Las caras deformadas, entremezcladas y siempre iguales de los sin cara, que en otro plano del mundo caminan inclinados sobre sí mismos, succionados por la gravedad tenaz de un Smartphone.

La comunidad es ahora una comunidad digital a escala exponencial. Pero en esa comunidad cautiva del Smartphone existe una falla crítica: lo corpóreo ya no existe. No conozco verdaderamente a quiénes están detrás. Y en esos hologramas difusos depositamos -como si sostuviéramos un espejo en la mano- nuestra mirada que rebota y se vuelve hacia sí misma. En esa ausencia del otro, como Narciso, no hacemos más que mirarnos compulsivamente, aislados, en la retina acuosa de una pantalla. Y allí perdemos algo -o casi todo. Porque antes cada uno aceptaba lo que iba descubriendo de sí mismo en las miradas de los demás, se iba formando en la convivencia, se confundía con lo que suponían los otros, y en ese acto de prestidigitación modelaba una versión de sí mismo, aparecía la alquimia de un rostro, de una vida. Una persona que en última instancia era un recipiente de curiosidad y asombro.

Cuatro

Antes era difícil callarse en presencia de alguien, porque uno se chocaba con un rostro urgente, que generaba una incomodidad fundacional: el origen del diálogo. Ese rostro fue muchas cosas: el relampagueo demencial en los ojos de un Homo Erectus, que por azar o providencia, en algún lugar remoto del Asia Oriental, rescató una rama de un incendio y domesticó por primera vez el fuego; fue también la mirada del Gustavito del videoclub en Río Tercero, que en su órbita de silencio te succionaba la valentía para entrar a ese cuartito reservado donde se desplegaban, como en un palacio de golosinas, las cajas vacías de películas porno que, como si fuera poco, después de elegir alguna, uno tenía que llevar hasta el mostrador para canjearla por el casete real, y el Gustavito que te hablaba en un idioma inentendible pero con una sonoridad cómplice que te decía que la epopeya ya estaba casi concluida; fue, en el albor de los años dos mil, la súplica al flaco que atendía la cabina telefónica de la esquina para que te fiara unos minutos más, que tenías quilombo con la novia, un desastre todo, angustia total; fue la convalecencia de una seguridad edificada sobre naipes, pechito bailarín y universitario que se va a las manos citando filósofos, y la cara del Rolo Pasquetti, endurecida repentinamente, como diciéndote: mirá que sos boludo, Esnaola. Fue también la cara del Peludo cuando se cayó en un bar de Berrotarán y pronunció aquel poema que habría de sobrevivirlo: “Cedió cuerpo / vos querías tomá, ahí tené / ¿Y ahora quién nos lleva a las casa?” La espesura de todo esto no podría viajar jamás por los algoritmos digitales.

Estoy sentado solo en un escritorio en la zona sur de la ciudad. Afuera la noche ya cayó como un bloque informe. Supongo que más allá, desandando la calle Valparaíso, como un oasis, seguirá estando el barrio de Nueva Córdoba. Ahora tengo que dejarlos, amigos. Una fuerza de gravedad insuperable me roba la cara. Entro a Instagram, a una cuenta que se llama @vivirennuevacordoba, para comprobar que el barrio sigue allí. Pero si vos viviste en Nueva Córdoba, Esnaola. Realmente no lo sé. Hago scroll otra vez, me voy profundo hacia este espejo que me devuelve siempre mi cara, trastocada. Un placentero infierno donde estoy solo, pensando que soy parte de una multitud.

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