La muerte de la flor de oro

Por Roy Rodríguez

La muerte de la flor de oro

Anacaona, en el viejo idioma de los taínos, quería decir Flor de Oro. El idioma de los taínos nombró el mundo en gran parte de las islas al norte azul del río Orinoco antes de la llegada de Cristóbal Colón. Acaso Anacaona era un nombre destinado a morir ante la mirada de los españoles. A renacer en la historia, con nombre de mujer. Como otro de los hijos de aquel pueblo: Hatuey, primer rebelde del Abya Yala.

Las referencias a los taínos y a su vida en la isla a la que los diarios de viaje de Colón llaman Bohío y que también nombran como Haití, aparecen en alguno de los cinco tomos de “Historia de las Indias” que escribió el cura Bartolomé de las Casas. Pero como si algunas voces y personajes hubieran sido necesario apartarlas, la referencias a Anacaona y a Hatuey se encuentran en un texto editado bajo el nombre: “Brevissima relación de la destrucción de las Yndias”.

Esa “Brevíssima” relación, consignada por el religioso, no es otra cosa que una enumeración detallada de atrocidades y calamidades. Y en ella refiere a Hatuey.

“Un cacique y señor muy principal que por nombre tenía Hatuey, que se había pasado de la isla Española a Cuba con mucha de su gente por huir de las calamidades inhumanas de las obras de los cristianos, (…) juntó mucha o toda su gente y les dijo: ellos son de su naturaleza crueles y malos. Y no sólo eso, sino que tienen un dios, a quien ellos adoran e quieren mucho, y por haberlo de nosotros para adorar, nos tratan de sojuzgar y nos matan”, escribe De las Casas en el capítulo titulado Isla de Cuba.

Ahí está, 500 años antes el arquetipo de Ernesto Guevara, hablándole a su pueblo. A orillas de un río. Intentando convencerlos que los españoles los matarían para apropiarse del oro. Él había visto muertes por miles en la isla grande de Haití. Por eso escapó en canoa junto a los suyos. Escapar. Remando. En el mar. Hacia Cuba.

“Vean, aquí está el dios de los cristianos”, les dijo. Y les mostró un canasto lleno de oro. Después les pidió danzar y bailar en honor del dios de los españoles, para intentar evitar una muerte segura.

Diego Velázquez había llegado a Cuba. Era 1511. Entre sus soldados estaba Hernán Cortez. Temía que lo que siguiese fuese lo que había visto en Haití.

La charla de Hatuey con el pueblo de la isla de Cuba siguió. No serviría de nada. Ni siquiera cuando acordaron arrojar todo el oro para evitar las crueldades. “Lo echaron al río, que allí estaba”, escribe el fraile De las Casas.
¿Acaso Hatuey recordaba el destino de Anacaona en Haití? Anacaona, como Hatuey era una líder de su pueblo. Y como Hatuey vio y sufrió las calamidades que los españoles les infringieron, no bien Colón pisó este suelo. “Allí vide grandes crueldades que nunca los vivos vieron ni pensaron ver”.

Cuenta José Barreiro, en “Nota sobre los Taínos ¿Hacia dónde va el progreso?” que en la isla grande “la gente vivía en aldeas pequeñas y limpias de viviendas de paja cuidadosamente acondicionadas a lo largo de los ríos, tierra adentro y en las costas. Eran gente guapa, que no necesitaba ropa para abrigarse. Les gustaba bañarse a menudo, lo que motivó una ley real española que prohibía la práctica; «porque estamos informados que les hace mucho daño», escribió la reina Isabel”.

En su primer viaje, Colón y sus marinos quedaron maravillados por la belleza de esas mujeres taínas, que desnudas los homenajeaban. Pedro Mártir de Anglería refiere a ellas en “De orbe novo”, quizás el primer libro que informó al mundo occidental sobre la existencia de otra tierra. Y también habla de la belleza y de la bondad de Anacaona. Ella, con los mismos atributos que su hermano, reinaba sobre parte del pueblo taíno. Y recitaba poesía. Y amaba la música. E incluso simpatizó con los españoles en aquel 1492.

Dice De Anglería: “Anacaona quiso viajar en el bote con el Adelantado. Acercándose ya al navío, según lo convenido, encienden la mecha de las bombardas. El mar se llena de truenos y de humo polvoriento. Tiemblan, se sienten aterrorizados y creen que el universo ha sido herido por esos ruidos”. Colón se burla. De Anacaona.

Cuando el marino volvió a España, desilusionada con los invasores, Anacaona atacó su fuerte. Sólo restos de su primera conquista encontró el genovés a su regreso. Años después, el gobernador Nicolás de Ovando temió un nuevo ataque. Simuló una visita de amistad a las tierras de Anacaona, la capturó y la condenó a la horca. ¿Acaso su muerte precipitó la huida de Hatuey?

Pudo escapar a Cuba. No de los españoles. Atado a un poste, junto al fuego en el que sería calcinado, escuchó las últimas palabras de un franciscano. Le ofrecían convertirse al cristianismo para ir al cielo. ¿Los españoles van al cielo?, preguntó el indio. Los buenos, sí, contestó el cura. Entonces, prefiero el infierno. No podía imaginar una eternidad acompañado por “gentes tan crueles”.

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