Las Beiras

Por Miguel Koleff

Las Beiras

Una de las regiones interiores más curiosas de Portugal la constituye la Beira (o las Beiras, en plural: la Beira Alta, la Beira Litoral y la Beira Baja); se localiza en ese punto intermedio que se traza entre el norte y centro del país, en una superficie que se extiende de este a oeste de manera completa. Es conocida, básicamente, por las doce “aldeas históricas”, que se promueven turísticamente como las más pintorescas del país por su patrimonio cultural y paisajístico, y, sobre todo, porque están ligadas a momentos significativos de la historia nacional: Almeida, Belmonte, Castelo Mendo, Castelo Novo, Castelo Rodrigo, Idanha-a-Velha, Linhares da Beira, Marialva, Monsanto, Piódão, Sortelha y Trancoso.

El otro aspecto que caracteriza a las Beiras y que merece ser atendido tiene que ver con la inmigración interior hacia las grandes ciudades. Habitualmente se la conoce como la región de las villas despobladas, víctimas del abandono, cuya marca particular está dada por las mujeres de negro, muy mayores ya, que preservan el lugar y que le dan esa fisonomía singular.

José Saramago, que ha recorrido de cabo a rabo los diferentes pueblitos que la constituyen, escribe después de visitar Castelo Rodrigo: “cierto es que el destino de las ciudades altas es ir decayendo con el tiempo, ver cómo sus hijos van descendiendo al valle, donde la vida es más fácil y el trabajo se alcanza mejor, pero lo que no se puede entender es que se asista con corazón indiferente a la muerte de lo que sólo decaído está, en vez de encontrarle nuevos estímulos y energías nuevas. Un día equilibraremos la vida, pero ya no estaremos a tiempo de recuperar lo que entretanto se ha perdido”.

El escritor portugués recorrió las Beiras en ese viaje que realizó por el país en marzo de 1980 y dejó elocuentes reflexiones de su paso por la región, que vale la pena ponderar. Hacía frío en aquel entonces y en ocasiones, la gelidez del clima acompañaba la gelidez de la realidad que tenía al frente. El autor comienza el recorrido por la ciudad de Guarda, se dirige al Sur (la Beira Baja) y lo concluye en Abrantes, camino al litoral. En todos los casos, releva los atractivos naturales y culturales de cada uno de los pueblos que visita y se detiene principalmente “en las indagaciones de arte e historia” que le resultan más llamativas. Esto lo hace de manera general. Las Beiras, sin embargo, a diferencia de aquellos poblados que encuentra en otras regiones del país, le despiertan sentimientos encontrados.

Después de visitar la villa de Castelo Mendo, confirma: “vista de lejos es una fortaleza… vista de cerca es todo eso, y además, un gran abandono, una melancolía de ciudad muerta. Había viejos sentados en las puertas, pero con una tristeza tan grande que el viajero sintió un embarazo en su conciencia, se ve a sí mismo desde fuera, criticándose, tú por aquí, de viaje, y la vida tan difícil”.

De las anotaciones registradas en su bitácora de viajero, las referencias a Castelo Rodrigo son de las más contundentes por su impacto visual. El cronista se introduce en el pueblo caminando por las “melancólicas calles de casas arruinadas o cerradas por abandono de quien en ellas vivió” y advierte: “A esta hora, en este día de marzo, Castelo Rodrigo es un desierto. El viajero apenas ha visto media docena de personas, todas de edad avanzada, mujeres cosiendo a la puerta, hombres mirando al frente, como quien se descubre perdido. Aquel que lo acompaña arrastra dolorosamente una pierna y repite una letanía que no ha sido capaz de entender, es su último instrumento de trabajo, y no sabe cómo manejarlo. El viajero viaja, pero no en busca de negros pensamientos; no obstante, estos malos pensamientos vienen a él, planean sobre Castelo Rodrigo, desolación, tristeza infinita”.

La sensación que experimenta es desagradable, homologable a la de “una plaga [que] parece haber caído sobre la ciudad”. Tanto así que, al retirarse, para continuar el rumbo prefijado y cumplir con su misión de escribir acerca del país, deja una sentencia bien explícita: “Castelo Rodrigo tiene que hacer inventario de sus armas propias y luchar por su vida: es el consejo que deja el viajero; es lo único que puede dejar”.

Muchos años después de ese viaje de introspección por el país, el escritor portugués, ya transformado en premio Nobel, vuelve a Castelo Rodrigo en calidad de autor reconocido. Lo hace para inaugurar un circuito turístico basado en su libro “El viaje del elefante” (2008). A esa experiencia remite en “El último cuaderno” (2010) al momento de contrastar las dos visitas a la ciudad: “De Castelo Rodrigo yo conservaba la imagen de hace 30 años, cuando fui por primera vez, una vieja villa decadente, donde las ruinas ya eran sólo una ruina de ruinas, como si todo aquello estuviese deshaciéndose en polvo. Hoy viven 140 personas en Castelo Rodrigo, las calles están limpias y transitables, las fachadas han sido recuperadas, así como los interiores, y, sobre todo, ha desaparecido la tristeza de un fin que parecía anunciado. Hay que contar con las aldeas históricas, están vivas. He aquí la lección de este viaje”.

Es una suerte saber que se ha tomado conciencia acerca del valor de las aldeas históricas y se haya empezado a hacer algo por su conservación, podríamos afirmar hoy después de leer este testimonio de Saramago. Aun así, no podemos olvidar que se trata de un Portugal rural que, poco a poco, está desapareciendo de nuestra vista y que en algún tiempo sólo sobrevivirá a través de confesiones de este tipo.

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