Este año se conmemoraron los 210 años de la batalla de San Lorenzo; otros tantos de la supresión de la Inquisición (por parte de la Asamblea del año XIII); y el bicentenario del deceso de Remedios de Escalada.
Todos acontecimientos históricos que atravesaron la vida de San Martín: su primera acción de armas tras su llegada de España y el bautismo de fuego de los Granaderos; el fallecimiento de su esposa, que lo llevaría a hacerse cargo de su hija; y, luego, su marcha a Europa. Así como el rol político, que jugó en el marco de la deposición del Primer Triunvirato y de la conformación del Segundo, que convocó dicha Asamblea en vista a declarar la Independencia y dictar una Constitución.
Pero, como sabemos, San Martín no necesita de conmemoraciones especiales para ser recordado o evocado: miles de calles, plazas y escuelas situadas a lo largo y ancho del país llevan su nombre, o tiene emplazado un monumento recordatorio. Asimismo, una enorme estatua ecuestre se encuentra emplazada en la Plaza de la República, de Santiago de Chile; y en Lima hay una plaza que lleva su nombre, con una estatua que recuerda su figura como un modelo de virtudes.
Sin dudas la canonización de la “figura heroica” y el diseño de los lugares de memoria son procesos que merecen una atención que excede esta nota. En definitiva, se trata de una figura histórica crucial para la historia sudamericana, que sigue concitando interés no sólo para los historiadores e investigadores argentinos del Conicet, como Beatriz Bragoni, Gabriel Di Meglio o Juan Pablo Morea; sino también de los medios de comunicación, que han generado recientemente una serie (TV Pública) y un radioteatro (Cadena 3), y que nos acercan distintas perspectivas sobre su vida.
Sin embargo, los años de vida pública y política que tuvo San Martín en el Perú resultan bastante desconocidos para la mayoría de los argentinos.
La sociedad peruana era mucho más rígida que cualquier otra en América, en tanto Lima, antes de su llegada, era el último bastión realista, donde los intentos revolucionarios habían fracasado. En julio de 1821 San Martín proclamó la Independencia del Perú, y dictó un sinfín de medidas políticas, económicas, jurídicas y sociales. Entre ellas, la supresión de la Inquisición. Un tribunal que había sido instaurado en Lima hacia 1570, en tiempos de Felipe II, y bajo cuyo dominio actuaba una red de comisarios inquisitoriales que estaban distribuidos en ciudades situadas a lo largo y ancho del virreinato del Perú y del Río de la Plata (como existieron en Córdoba, Buenos Aires, Santa Fe o Corrientes).
Al momento que dispuso la supresión de esta institución, típica del orden colonial, en las Provincias Unidas del Río de la Plata ya no existían comisarios ocupados en cuestiones inquisitoriales, ya que Asamblea Constituyente de 1813 había dispuesto la supresión del fuero, en el marco de un avance en la afirmación de la competencia del Estado frente a las instituciones eclesiásticas, cuyo accionar reglamentó de diversas formas.
San Martín proclamó la Independencia en la plaza mayor de Lima, el lugar en el que por años se habían celebrado autos de fe, en los que los acusados por judaísmo, bigamia, brujería o lecturas prohibidas eran exhibidos ante el público y se les leían las sentencias. Y a escasa distancia donde funcionó el Tribunal de la Inquisición, hoy Museo del Congreso y de la Inquisición.
San Martín dio por finalizada la labor de un tribunal que había sido puesto en funcionamiento por segunda vez, luego del regreso al trono de Fernando VII. Por ese entonces, los inquisidores y el virrey Abascal pelearon por el edificio y sus mazmorras, ya que éste las había habilitado para encerrar insurgentes, donde antes habían habitado “herejes”.
Las políticas implementadas por San Martín y su ministro Monteagudo fueron claves para abolir definitivamente la Inquisición de Lima. Como ha señalado la investigadora argentina Jimena Tcherbis Testa, fue Monteagudo quien, consciente de que para gobernar era necesario “dominar la imaginación”, se propuso sustituir los símbolos del régimen colonial por otros, vinculados a la libertad. Fue entonces cuando San Martín dispuso que uno de los locales del Tribunal se convirtiera en el recinto de la Alta Cámara de Justicia, y que otro inmueble se destinara al Ateneo Peruano.
Por todo ello, no es casual que San Martín fuera tachado de “marrano” por la propaganda realista (aun cuando su Protectorado mantuvo la protección del Estado al catolicismo); “marrano” era un vocablo que connota un carácter despectivo, que estaba destinado a los judíos conversos al cristianismo en tiempos coloniales.
En tanto que Monteagudo también cosechó acusaciones de irreligioso y predicador del ateísmo.
Fue así como San Martín puso final al último capítulo de la historia del Santo Oficio en territorio peruano, implementando interesantes operaciones simbólicas, que produjeron la inversión de valores y en la que la justicia religiosa cedió paso a la justicia civil y a la cultura, sobre la que había recaído la vigilancia y la censura inquisitorial por siglos.