Las horas felices, de Pascal Quignard

Por Juan José Burzi

Las horas felices, de Pascal Quignard

“Lo cierto es que moriré con este proyecto bautizado Último Reino; es mi manera de decir que el segundo mundo (siendo el primero uterino y prenatal) es el último, que no hay otra vida.”, declaró años atrás Pascal Quignard, hablando de su proyecto narrativo que lleva ya doce volúmenes, el primero publicado en 2002 y el más nuevo, Las horas felices, en 2023 (de reciente aparición en argentina por El Cuenco de Plata).

En Las horas felices, el duodécimo volumen de la serie “Último reino”, el lector podrá encontrar a dos Pascal Quignard: uno, emotivo y evocativo, y el otro, el erudito, el arqueólogo de las palabras, el que parece inalcanzable. “¿Qué es una fecha?” se pregunta en el tercer capítulo del libro “Una fecha es la unidad mínima de la Historia. El instante en el que comienza el relato. Lo que fue el dato en el momento de la salida del cuerpo en el espacio exterior.”

En Las horas felices, tenemos versos de poesía que florecen entre bloques de prosa, recuerdos que se inmiscuyen, un marcado gusto por el siglo XVII, expresado en hechos históricos que sospechamos reales todos, pero que con seguridad deben de esconder más de una fantasía del autor. Al igual que en los anteriores tomos de “Último reino”, la estructura es desconcertante, por su aspecto en apariencia inconexo, pero también por la ocasional dificultad del texto y la inmensidad de un conocimiento que intimida.

Suele decirse que los textos de Quignard son complejos, lo cual es cierto, pero nunca resultan inabordables. Es un autor de otra época, con una ambición poco comprendida entre tanta tendencia, conectividad y best-seller, que escribe para ser leído en 1600, como sostiene en el libro, y que crea una masa literaria compuesta de saber y de memoria, moldeando de esa forma la complejidad de su escritura. Desfilan en estas páginas citas y anécdotas sobre Freud, Orfeo, Desiderio, Elsheimer, Bach, Telémaco, San Agustín, Bernini, Santa Teresa, Moisés, Adriano, y los nombres podrían seguir rellenando renglones y renglones. Es en ese maremágnum propio del proyecto “Último reino” que cada lector elegirá con qué quedarse y dónde profundizar. Los libros de Quignard son como pasillos con infinitas puertas, enciclopédicas, emotivas, populares, que conducen a mundos por conocer o re-descubrir.

Por otro lado, puntualmente en este tomo, la cuestión del tiempo ocupa un papel central, siendo el eje de esta búsqueda que el autor articula en torno a la memoria. Y es en este terreno donde surge el Quignard emotivo del que se hace mención al inicio de la nota. En especial cuando dedica capítulos enteros al recuerdo de su amistad con la crítica y escritora Emmanuèlle Bernheim, a quien acompañó hasta sus últimos días, enferma de una dolorosa enfermedad.

“La amistad es también saber callarse juntos y en ese caso nosotros habíamos sido amigos asombrosos. La amistad es también no tratar de domesticar nada del otro. Nunca pedir el fondo de su secreto”, escribe respecto a su relación con Bernheim en un momento del libro, y es uno de los pasajes más transparentes y bellos de Las horas felices.

El agua, otro elemento clave en su trabajo (recordar el papel que juega en Las solidaridades misteriosas, en La frontera, en El amor el mar), no es una excepción en Las horas felices. Quignard navega por sus recuerdos junto a Emmanuèle Bernheim, con quien caminaba horas sin decirse una palabra, y quien no podía resistirse a la visión del mar sin sumergirse en él. “Se introducía en el oceáno propiamente dicho. Entraba impávidamente en el agua helada y siempre un poco ventosa del Atlántico tormentoso e inmenso. Como si el agua fuese aire”.

Dentro de esa faceta evocativa de Quignard, nos relata algo que resulta novedoso para el lector alejado de las noticias de Francia: los problemas que tuvo con la justicia cuando fue Director de música Barroca de Versailles. En este tomo se detiene brevemente sobre ese incidente y descorre, como supo hacer en el anterior, una cortina de su intimidad, la cual guarda celosamente.

Y este ejemplo sirve para remarcar algo que se nota en los últimos tomos de “Último Reino”: hay un Quignard más dispuesto a abrir su vida al lector, un Quignard que ya no se regodea solamente en su lejana etapa autista y anoréxica de juventud, sino que nos habla de su propia enfermedad, amistad, amor, miedos. Un contrapeso al autor erudito y lejano que muchos sienten al enfrentarse a sus citas en latín y a las referencias enciclopédicas.

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