La muerte. Ese destino inevitable que compartimos todos los seres vivos. Algunos la temen, otros la buscan, y muchos la esquivan hasta que les toca de cerca. Pero siempre está ahí, recordándonos que el tiempo es un préstamo.
Vuelvo a pensar en ella cada 31 de octubre: la noche de brujas, la víspera del Día de los Muertos y el cumpleaños de mi abuela. Una bruja chilena que cruzó los Andes en mula para dar clases, que hablaba con los muertos y me enseñó a no tenerles miedo. No le gustaba cocinar, pero hacía florecer cualquier planta. Y tenía una curiosidad que todavía me acompaña como herencia.
No fui a su velorio. No quería repetir la imagen de otra abuela dentro de un cajón. Pero con el tiempo aprendí a resignificar su partida. Porque, aunque el dolor no desaparece, uno aprende a mirarlo distinto: a entender que la muerte, si se la deja, puede volverse maestra.
En el último tiempo, tres obras volvieron a abrirme la puerta a ese tema que nunca se agota. Una serie que aborda la muerte con ironía y humor negro; un libro donde una hija reconstruye la historia de su madre muerta para comprenderla; y una película que transforma el más allá en una oficina burocrática llena de reglas absurdas. Historias distintas, pero unidas por una misma certeza: la muerte no termina nada, apenas cambia la forma que tiene el amor de manifestarse.
Six Feet Under. Aunque apenas pude ver la primera de las cinco temporadas, la serie estadounidense pone en relieve un mensaje indiscutible: todos vamos a morir. Y mientras tanto, la vida se nos escapa en lo cotidiano. Cada episodio empieza con una muerte distinta —trágica, absurda o banal—, como una manera de recordarnos que el reloj sigue corriendo, incluso para quienes lloran a otros. La serie nos enfrenta a la pregunta más incómoda: ¿usamos la muerte como excusa para detenernos o como impulso para vivir mejor?
Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan. Un libro en el que la autora busca entender el suicidio de su madre, reconstruyendo su historia entre el amor y el desgarro. La escritura se vuelve un ritual, una forma de sanar lo que la muerte corta de golpe. Como si narrar a los muertos fuera otra manera de mantenerlos vivos. Y aunque despierta emociones fuertes y difíciles de atravesar, la autora sigue adelante, como si terminar el libro pudiera dar paz a ella y a su madre.
Y por último, un clásico de Halloween de los 80: Beetlejuice, la versión más delirante y burocrática del más allá. En ese universo, los muertos hacen fila, completan formularios y conviven con los vivos entre risas y absurdos. Tim Burton logra lo que pocos: reírse de la muerte sin negarla. De esta película me queda resonando una reflexión casi obvia: lo que hicimos con nuestra vida cuenta.
Cada una, a su modo, pone sobre la mesa lo que preferimos callar: el duelo, la aceptación, el miedo, la risa. Y esa pregunta que se repite desde el principio de los tiempos: ¿qué hacemos con la vida mientras esperamos el final?
Aunque reneguemos de las formas, del momento o de la injusticia que fue para ese ser querido, hay una realidad: las páginas del calendario seguirán pasando para nosotros también.
Mi abuela solía decir que los muertos no se van, solo cambian de frecuencia. Quizás tenía razón. Quizás la muerte no es una frontera, sino un espejo que nos obliga a mirarnos. Y cada vez que la pensamos —en la ficción, en la memoria o en silencio— nos enseña algo sobre cómo seguir vivos.
