Los amores del General

Por Javier H. Giletta

Los amores del General

El 25 de febrero de 1778 nacía en Yapeyú, una misión jesuita perteneciente al Virreinato del Río de la Plata (hoy provincia de Corrientes), el Libertador de media América del Sur. Debido a una extraña costumbre, que deberíamos tratar de modificar, los argentinos evocamos a nuestros próceres por el día de su fallecimiento y no el de su natalicio. Por ello, muy pocos recordaron que el pasado 25 de febrero se cumplió el 244 aniversario del nacimiento del general José de San Martín.

Cuando la familia de San Martín se fue del territorio rioplatense, José Francisco era un niño de tan sólo seis años. Sus padres tempranamente advirtieron que tenía buen oído para la música. En Málaga (España), donde pasó el resto de su infancia y la adolescencia, tomó clases de guitarra y canto. Su facilidad para la música no debería sorprendernos, ya que los primeros años de su vida habían transcurrido en un poblado que contaba con los mejores luthiers del cono sur.

Al regresar a Buenos Aires -en 1812- San Martín tenía 34 años. Era un hombre sobrio, delgado, de vigorosa contextura física, tenía una nutrida cabellera negra y una pronunciada nariz aguileña. Sus ojos negros y expresivos y su voz varonil imponían respeto. A poco de llegar, se enamoró de Remedios de Escalada, una bella mujer de 14 años y frágil salud, con quien contrajo matrimonio el 12 de septiembre de aquel mismo año. Para acceder a la boda, Remedios tuvo que romper su compromiso con el joven capitán Gervasio Dorna, quien luego se enroló en el Ejército del Norte y murió en la batalla de Vilcapugio.

Su suegra, doña Tomasa de la Quintana, nunca lo quiso, acaso por su doble condición de plebeyo y militar. Y si su suegra no lo aceptó fácilmente, menos aún la alta sociedad porteña. Su acento español, en una tierra que había dado el grito de libertad apenas dos años antes, hacía que desconfiaran de él. Incluso algunos creyeron en un primer momento que se trataba de un espía al servicio de la Corona. A su vez, su tez morena generaba cierto rechazo. Por lo demás, se conocía muy poco de él, que había nacido en Yapeyú y tenía formación militar. No mucho más.

Esa resistencia inicial pudo ser doblegada gracias a los modales finos y elegantes que exhibía, propios de su educación europea, y a una conversación muy jovial. Además, San Martín sabía tocar la guitarra, cantar y bailar, y eso le aseguraba una rápida y eficaz sociabilidad. Al fin y al cabo, la música había sido su primer amor.

En cuanto a las relaciones sentimentales, el General tuvo un amor en cada puerto. Así, siendo gobernador de Cuyo, Remedios tuvo que regresar a Buenos Aires y con él permaneció Jesusa, una de las criadas de la esposa, con la que habría tenido un hijo. Por aquellos años en la capital mendocina se comentaba también que mantenía una estrecha relación con María Josefa Morales, viuda de Pascual Ruiz Huidobro. Tras del cruce de los Andes, en Santiago de Chile habría tenido un romance con una mujer de la aristocracia local. Y en Perú, según señala García Hamilton, uno de sus más reconocidos biógrafos, sostuvo primeramente una relación sentimental con Fermina González Lobatón, propietaria de una finca azucarera, producto de la cual habría nacido otro hijo.

Ya en Lima, donde permaneció entre 1820 y 1822, compartió sus días con Rosa Campuzano, que era amiga de Manuela Sáenz, la amante de Simón Bolívar. Y en Guayaquil, cuando se concretó la recordada reunión con el líder venezolano, se lo pudo ver en compañía de Carmen Mirón y Alayón, una joven viuda, con quien habría engendrado a Joaquín de San Martín y Mirón. Aunque poco se sabe al especto, durante su exilio europeo le escribió a Tomas Guido, uno de sus mejores amigos, que había conocido a una mujer de “bellísimos y destructores ojos”, lo que vendría a confirmar su decidida inclinación por la belleza femenina.

Además de la música y las mujeres, San Martín disfrutaba muchísimo de la lectura. Era un gran lector, tanto que llevó a su campaña libertadora cerca de 800 volúmenes. Compartía con Belgrano esa misma pasión. Podía leer en varios idiomas, entre ellos, latín, griego, francés, inglés e italiano. Ya anciano, las enfermedades lo tuvieron a maltraer, pero en rigor lo que más lo limitaba era su problema en la visión, pues sufría de cataratas y lo deprimía el hecho de no poder leer ni escribir.

Por otra parte, era un buen catador de vinos, en especial, los españoles, que San Martín conocía muy bien. También solía elogiar los producidos en Mendoza y San Juan, que colocaba a la altura de los mejores vinos de Europa, lo que demuestra la asombrosa visión de futuro que tenía el gran General.

En sus tiempos libres, gustaba jugar al ajedrez con sus oficiales. Bernardo O’Higgins, Antonio Arcos, José Álvarez de Condarco y Mariano Necochea eran sus habituales adversarios. Había traído de Europa dos juegos que por entonces estaban de moda: “El Centinela” y “La Campaña”. Sin computadoras, celulares ni internet, los juegos de mesa causaban furor en aquellos años y San Martín se sentía particularmente atraído por éstos.

Viviendo en Gran Bourg (Francia), ya en la última etapa de su vida, solía pasear por los jardines con sus nietas Marcedes y Josefa, y cuidar de sus flores. Cuando no estaba concentrado en esos menesteres, consumía largas horas limpiando sus armas, realizando trabajos de carpintería, dibujo y pintura. El propio San Martín alguna vez había dicho que si caía en la indigencia podría ganarse la vida dibujando y pintando.

Pero sin dudas el amor más profundo y duradero fue el que profesaba por su hija Mercedes Tomasa. Y por ciento se trataba de un sentimiento absolutamente correspondido. “Merceditas” lo acompañó durante su prolongado exilio y lo cuidó amorosamente hasta el día de su muerte. Ella se desvivía por atenderlo en persona, y rechazaba que lo hiciera una hermana de la caridad, como lo había aconsejado el médico de San Martín. Todas las mañanas, después del desayuno, se dirigía a la habitación de su hija para que ésta le leyera los diarios. De esta forma, sus dos amores convergían en aquel acto simple y cotidiano.

El sábado 17 de agosto de 1950 no se modificó aquella rutina matutina. Y después del almuerzo, a eso de las dos de la tarde, comenzó a sentir agudos dolores de estómago. Como eran molestias que padecía con frecuencia, su médico aseguró que le pasarían pronto. Pero esta vez el diagnóstico no fue acertado y ya descompuesto lo llevaron a la cama de su hija, donde falleció momentos después. No hubo mejor simbolismo que ese para graficar la sólida relación que existía entre aquel padre y su amada hija.

Tenía 72 años cuando cerró sus ojos quien había sido uno de los protagonistas centrales de la independencia americana. Amaba y añoraba a su Patria, y sin embargo murió muy lejos de ella, aunque cerca de sus afectos y rodeado del amor de su familia, que era lo primordial para San Martín en aquel entonces.

A diferencia de los formalismos que nos propone la historia oficial, preferimos en este caso recordar aristas menos conocidas y hasta sorprendentes de la vida íntima del Libertador, sus amores y sus pasiones. Creemos que de esta manera se contribuye a lograr una mejor comprensión de nuestros próceres, en su faceta más humana y terrenal. Y esto, en definitiva, no hace más que revalorizarlos como patriotas.

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