Hace 47 años, en la madrugada del 5 de mayo de 1976, seis hombres armados del batallón 601 de Inteligencia del Ejército esperaban -según relató cinco años después Gabriel García Márquez- a uno de «los escritores argentinos de los grandes», Haroldo Conti, quien regresaba a su casa luego de una salida al cine. Ese día lo hicieron desaparecer para siempre, aunque no lograron destruir el legado literario que reconstruyen hoy con sus voces escritores y críticos que lo conocieron o analizaron su obra.
En esa casa de la calle Fitz Roy 1205, en Villa Crespo, a la que regresaba Conti junto a su joven esposa Martha, con la cual habían ido a ver la película «El padrino II», vivían con su bebé, Ernestito, de tres meses, y con una hija del matrimonio anterior del escritor, Myriam, de siete años. Ambos niños habían sido adormecidos con cloroformo y el amigo que había quedado al cuidado de ellos estaba tirado inconsciente en el suelo, vendado y amarrado. El relato de García Márquez, publicado en “El Espectador”, de Bogotá, en abril de 1981, resume con muy buenas fuentes los momentos dramáticos del autor nacido en el pueblo de Chacabuco (Buenos Aires) en 1925. Además, su pieza periodística es la descripción de una perfecta sinécdoque del accionar de los militares argentinos durante la dictadura.
Conti, autor de la memorable pieza «La balada del álamo Carolina», era amigo de escritores comprometidos, como Rodolfo Walsh y Francisco «Paco» Urondo, además de compañero inseparable de militancia de Humberto Constantini y Roberto Santoro, todos desaparecidos por los militares. De aquella generación poca gente hoy puede dar testimonio directo sobre él. Los escritores coetáneos que estaban en el exilio murieron; los autores cercanos extranjeros, como García Márquez y Eduardo Galeano, entre una larga lista, reclamaron por su aparición con vida.
Quince días después del secuestro, en un almuerzo con el genocida Jorge Rafael Videla, algunos escritores que seguían en el país, como el padre Leonardo Castellani, Alberto Ratti (presidente de la SADE), y Ernesto Sábato, consultaron por su paradero. Castellani, quien había sido maestro de Conti, lo volvió a ver secretamente en la cárcel de Villa Devoto, el 8 de julio de ese año, pero por la delicada salud del secuestrado no pudo hablar con él. En octubre de 1980 Videla declaró a la agencia EFE que «con toda certeza» Haroldo Conti estaba muerto.
El escritor y docente Mario Goloboff, nacido en el pueblo bonaerense de Carlos Casares, catorce años más chico que Conti, lo conoció en los años 70. Lo solía ver cada tanto en la mítica librería Jorge Álvarez. Junto a Ricardo Piglia compartieron charlas de literatura en una mesa de café, incluso, Conti fue jurado del Premio de Microcrítica, donde le dieron una mención de honor a Goloboff. En esa época lo empezó a leer con mucho interés, y publicó un largo trabajo en 1972 sobre su obra en la revista Nuevos Aires, que se titulaba premonitoriamente «Haroldo Conti y el padecimiento de la máscara». Goloboff advierte una insatisfacción que acompaña las idas y vueltas de «héroes» cuyas vidas no son heroicas, ni ejemplares, ni siquiera importantes: «hombres que no tienen nada que contar, como no sea la historia de algún otro o de algún barco; tipos que pueden cruzar la calle o no, torcer para cualquier lado. Los personajes de Conti son parias, abúlicos, desclasados, desapropiados, verdaderos desconocidos, inclusive para sí mismos», relata.
El joven escritor Hernán Ronsino, otro bonaerense nacido en Chivilcoy apenas un año después del secuestro de Conti, ve un tema recurrente en casi todos los libros del autor de «Alrededor de la jaula». Lo explica así: «Es la posibilidad de una fuga, de dejar una vida, una vida pequeñoburguesa para lanzarse al camino, o para ser otro».
Para el crítico, profesor universitario y poeta Eduardo Romano la narrativa de Haroldo Conti se inscribe entre la de quienes, hacia 1960, comienzan a tratar de otra manera la cuestión regional, que Juan José Saer re denominó desde el título de su volumen de cuentos «En la zona» (1960). Romano explica que Conti indaga la zona del Delta, a la cual descubrió como piloto aéreo, desde su manuscrito «Ligados», escrito entre octubre de 1955 y abril de 1957. «Retoma ese propósito acompañando imaginariamente a un pescador vagabundo (el Boga), quien aspira reparar una embarcación abandonada (el Ariel), pero finalmente cede a los propósitos de un proyecto ajeno (la venganza del Oscuro) y sólo atina a morir junto al barco», dice.
Goloboff también analiza cómo es esa literatura «esencialista» la que impresiona, «esa monotonía, esa persecución de lo fundamental, del ser, no del tener» y enumera a los seres despojados de todo: el Boga en «Sudeste»; Milo y el viejo en «Alrededor de la jaula»; Oreste, en «En vida»; y el tío que corre, en «Las doce a Bragado». Dice Romano: «Están frente a la naturaleza y al mundo, a las cosas y a los otros seres, como desnudos, como desapropiados. Hay una suerte de conciencia de la falta de propiedad: el mismo discurso es impropio; la palabra siempre corregida no es exacta, no tiene ‘propiedad'».
Por su parte, Ronsino sostiene que en «Mascaró, el cazador americano», la última novela de Conti, es donde ese deseo por tomar el camino y dejarlo todo en manos de la aventura cobrará una forma acabada: «Es Oreste, otra vez, el que irá por los caminos entre barcos míticos y un circo con personajes que se encienden y se consumen como ‘llamitas en el río’, dice. Romano agrega a esta idea que el deseo incumplido de navegar en una embarcación modelada a su medida reaparece en el cuento «Todos los veranos» y en su novela «En vida»: «Pero se manifiesta como acción de rescate animal del zoológico en la novela «Alrededor de la jaula» y como anhelo de construirse una especie de pájaro volador en «Ad Astra». En cuanto al «humor vagabundo» de Conti, vuelve justificado en «El último» y desplazado a la costa uruguaya en «Los caminos», «Memoria y celebración» y «Tristezas de la otra banda».
Goloboff siente que, de las escrituras con las que tuvo contacto, la de Conti «es una de las más parecidas al hombre que la hizo». Esto no suele ocurrir (más bien, sucede lo contrario). «A esa extraordinaria coherencia entre concepción del mundo y del arte, escritura y vida, entre acción y pensamiento, rindió tributo Conti», concluye.
Romano identifica que la escritura del ambiente pueblerino pasa al centro de sus búsquedas, «registradas como construcción de la subjetividad de sus familiares, de sus conocidos, sujetos a la circularidad de un tiempo mítico que se manifiesta a través de las diferentes estaciones el año: ‘Los novios’, ‘Perdido’, ‘Las doce a Bragado’, ‘Mi madre andaba en la luz’, ‘Perfumada noche’. Incluso desde las imaginadas apetencias de un árbol (‘Balada del álamo Carolina’) mediante un lenguaje por momentos coloquial que se articula con otro, de raigambre existencial (Conti estudió filosofía en los seminarios diocesanos y en la UBA) o poético», especifica el crítico y poeta.
También destaca que dos cuentos («Devociones» y «Bibliográfica») del volumen «La balada del álamo Carolina» revelan su ingreso a la tradición picaresca que tan bien encarnó un narrador como Bernardo Kordon: «El primero es una ácida alegoría del matrimonio como cautiverio y el otro un crudo retrato del supuesto editor independiente que no es sino estafador inescrupuloso», analiza.
Por último, Romano marca un detallado recorrido por la preocupación política de Conti, que «asoma en un relato de sus comienzos (‘La causa’) y que reaparece en la figura de una víctima policial (‘Cinegética’), o de un niño villero que tampoco quiere caer, como su hermano, bajo las balas policiales (‘Como un león’), desemboca en su última novela (‘Mascaró, el cazador americano’), donde a la configuración de un circo vagabundo y sus actuaciones estrafalarias, a las reiteradas e imperdibles conversaciones entre el joven Oreste y el Príncipe Patagón, propietario del circo, se le suma la decisiva transformación final del tirador de fantasía en un guerrillero. Este giro coincide con la militancia de Conti en el PRT», concluye.