Rafael Dumett, la mirada del espía

Por Antonio Oviedo

Rafael Dumett, la mirada del espía

A Noé Jitrik (1928-2022), in memoriam

1.

El dominio territorial precolombino de los incas abarcó vastísimas zonas de Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Chile y Argentina; un reinado que se extendió desde comienzos del siglo XIII hasta 1532. Su capital, Cuzco (“el ombligo del mundo”, en quechua), era el centro del llamado Tahuantinsuyo: “las cuatro regiones que se integran” situadas a su vez con sus particulares denominaciones en los cuatro puntos cardinales. Paralelamente, la organización administrativa y económica del reino había creado una ubicua burocracia que garantizaba la producción y redistribución de bienes entre los súbditos. Ansiosos por apoderarse del oro y la plata, la irrupción de los conquistadores españoles encabezados por Pizarro y Almagro coincidió con un momento de suma debilidad del imperio provocado por irreconciliables diferencias entre dos hermanos -Atahualpa y Huáscar- que luchaban con ferocidad por ocupar el trono del incanato. Fueron además decisivas las alianzas militares de los españoles con muchas etnias sometidas al inflexible poder incaico al cual aquéllas culpaban de toda clase de iniquidades y humillaciones. El infausto 16 de noviembre de 1532, cuando Atahualpa fue emboscado y luego ejecutado en Cajamarca por el pequeño pero experimentado ejército de Pizarro (provisto de mosquetes, espadas de acero y una arrolladora caballería), marcó el principio del fin del otrora altivo y poderoso imperio.

2.

La anterior enumeración es, a grandes rasgos, el eje histórico sobre el cual el escritor peruano Rafael Dumett (Lima, 1963) construyó su novela El espía del Inca. A lo largo de 888 páginas (más sendos glosarios de vocablos de la lengua quechua y del castellano del siglo XVI) el texto novelístico se va internando en el momento crucial de la debacle, cuando las contradicciones, al fusionarse, estallan al unísono y los distintos actores juegan roles ora divergentes ora coincidentes. En ese instante sobreviene un acontecer político y existencial enrarecido, incierto porque es pesadillesco, envuelto por un aura de euforia que emite audibles cadencias registradas mediante los fluctuantes ritmos sintácticos de la narración: “…la palabra atraviesa el aire como un relámpago de metal gris”. Cadencias que, además, no impiden escuchar la voz siempre imperiosa e inminente de la tragedia.

3.

Hay que ir al corazón mismo de esta suerte de dispositivo novelístico elaborado por Dumett a través del quipu, vale decir, el antiguo sistema andino de registro -numérico y cuantitativo- que utilizaba cuerdas anudadas y trenzadas a su vez con hilos de diversos colores. Radicado en Perú durante medio siglo para estudiar los quipus en el marco de la atracción que despertó en él la sofisticada civilización inca, el conde italiano Radicati de Primeglio produjo una lúcida y pertinente aseveración: “los quipus incluían [además de información meramente aritmética] signos basados en una convención y cuyo significado dominaban muchas personas quienes podían leerlos con facilidad; en otras palabras, el quipu es también un verdadero sistema de escritura”. ¿Se puede entonces deducir que Dumett pudo escribir su novela (concluida tras diez años de arduas búsquedas y luego de recurrentes rechazos editoriales hasta que este año la publicó Alfaguara) a partir de la interpretación exhaustiva de la escritura practicada hace siete u ocho siglos mediante los quipus? En la página 216 quizás hay una respuesta: “los quipus conservan las historias que se deben recordar”.

4.

Cada uno de los capítulos de la novela de Dumett se titulan, sucesivamente, “serie de cuerdas” (16 en total); en las primeras 14 se alternan dos temporalidades: el pasado y el presente; en cambio, la decimoquinta y la decimosexta serie mantienen el presente, pero agregan el futuro. Y cada serie de cuerdas aloja subcapítulos también conformados por otras tantas cuerdas tejidas mediante diferentes hilos multicolores entrelazados, superpuestos o adosados. Por ende, una combinatoria sintagmática que evoca la relación lingüística de la cadena hablada o escrita teorizada por Saussure en su Curso. Muy escuetamente, tal sería el modus narrativo escogido por Dumett; empleando un riguroso arte del detalle describe, además, los sombríos y bizarros orígenes de las dinastías incaicas, las refinadas y crueles represalias a conspiradores y rebeldes, las encarnizadas relaciones de poder en todos los ámbitos, las cambiantes alianzas de enemigos jurados que se reconcilian y luego se enfrentan con idéntica virulencia, etc. Asimismo, la toponimia y la onomástica atraviesan de un extremo al otro El espía del Inca; ambas constituyen un leit motiv mediante el cual Dumett examina obsesivamente los hiatos y claroscuros de la peculiar cultura inca. Un racconto caleidoscópico nutrido por las incesantes oscilaciones de un estilo capaz de enunciar, como lo subrayó Roland Barthes, la práctica escrita del matiz.

5.

De las decenas y decenas de personajes que circulan por la novela hay cuatro que sostienen con su peso específico, con sus desfasajes, con sus sofismas y medias verdades, con sus insólitas disquisiciones la lógica en función de la cual la ficción narrativa los inscribe en distintas secuencias del texto. Los nombres: Salango (el espía), Cusi Yupanqui, condiscípulo y amigo entrañable de Salango, es el funcionario de altísima jerarquía del reino que le dará instrucciones taxativas a fin de rescatar a Atahaulpa, “El Señor del Principio”, quien les ha prometido a sus captores en Cajamarca llenar una habitación con oro y plata si es liberado. Y Challco Chima, un incondicional de Cusi y de Atahualpa, jefe militar valeroso cuya osadía sin límites inquieta a los españoles. Se suceden desarrollos similares o diferentes portadores no de lo que hace comenzar algo sino de aquello que pronto lo hará culminar. Late en el vértigo de cada circunstancia esa forma acelerada del tiempo que, según la perspicaz observación del dramaturgo Jean Giraudoux, el destino adopta como propia.

6.

Cusi Yupanqui le encomienda a Salango una misión: infiltrarse en los mandos del ejército de Pizarro y entre los incas genuflexos (“babosos”) que negocian acuerdos y prerrogativas con el jefe español. Ser un espía. Tres palabras que pueden socavar el coraje y el arrojo de cualquiera. Cusi sabe que puede confiar en Salango, en su intrepidez, en su temeraria destreza para adentrarse en el riesgo aceptando todas sus fortuitas embestidas. También le atribuye características de temibles bestias salvajes: la mordida lacerante de una serpiente, la audacia inclaudicable del puma, la astucia sinuosa del zorro, la potencia visual “mágica y sin fallas del cóndor”. A ésta última ya la obtuvo en su adolescencia cuando una piedra le golpeó la cabeza y adquirió el prodigioso don de contar de un solo vistazo la cantidad precisa de granos en una vasija; discernir en el rostro del padre, cuando transcurrieron 20 años sin verlo, 13 nuevas arrugas; establecer en un santiamén que son 1732 las personas reunidas en la plaza principal del Cuzco; a todo lo cual cabe sumar la discreción: no es errado llamarla también mutismo o sigilo. Es el propio Dumett quien, como al descuido, le insinúa a Salango una recomendación que da en el clavo: “Jamás digas más de lo que creen que sabes”.

7.

Entonces: retrato del espía que transmite mensajes cifrados en los quipus; retrato del espía despiadado; retrato del espía cuya incisiva mirada también le permite escuchar. Y lo fundamental: retrato del espía que “cree en su impostura”. Estas y otras opciones jalonan -reflejan- la inasible y evasiva figura de Salango. Durante la preparación de su novela, Dumett -lo admitió en un reportaje- leyó las historias llenas de equívocos y de inexactitudes deliberadas del escritor (y exespía) John Le Carré. No para aplicar una enseñanza que podría brindarle el creador de ese George Smiley reclutado por el sórdido y execrable M16 inglés sino para comparar parecidas conductas de un espía bajo condiciones históricas distintas y en virtud, quizás, de paralelismos que conectan irracionalidades semejantes o experiencias igualmente aciagas que bien pueden haber ocurrido tanto en el siglo XVI como en el XX. Cuando Salango contempla desde una imponente altura Cajamarca (donde urdirá sus intrigas) distingue un inframundo sembrado de colmillos amenazantes.

8.

Pregunta retórica ineludible: ¿quién fue Atahualpa? Un personaje inescrupuloso, zigzagueante, altanero por no llamarlo infatuado. Dichos adjetivos deben mantenerse juntos; intercambian sus respectivos alcances: tal es el umbral para ahondar en el Atahualpa que Dumett forjó en su novela. Con sus recargados ornatos de piedras preciosas y sus capas de piel de murciélago milimétricamente cosidas, con sus ampulosos ademanes indisociables de su estirpe, el inca Atahualpa, si bien poseía una rara clarividencia para advertir ciertos signos próximos de un desenlace devastador, consideraba que estaba más allá de las contingencias que suelen abatirse sobre los comunes mortales. Hasta que el inexorable torbellino de los acontecimientos históricos (la beligerante e ignominiosa codicia de los conquistadores españoles más las fuerzas contrarias que erosionaban las bases del reino) hizo añicos un sistema sociopolítico y económico que se creía indestructible.

9.

Las incógnitas sobre la figura de Salango crecen en una proporción simétrica a las muchas páginas que mediante rodeos y derivas las van mostrando, mejor dicho: las van soslayando para mejor ponerlas en evidencia. Hasta que en el penúltimo capítulo se produce un vuelco revelador, todo puede desplomarse pues nada parecía anunciar semejante eclosión de lo que se demoró en decir; sin embargo, fue la subrepticia y gradual mesura del texto novelístico la que logró este propósito que hace trastabillar cualquier lectura confiada o desprevenida. Asimismo, la palabra subrepticia se asocia de inmediato al espía, en fin, a este Salango, especie de antihéroe oscuro y silencioso en quien se conjugan las disparidades más recónditas de su oficio. Con su cinismo amable, con sus máscaras a cuál de ellas más postiza, con su inconfesable descontento, siempre parece inmovilizado en la perfección de un instante efímero: cuando evita deslizar que puede ser un desconocido para sí mismo.

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