Rastros de una familia judeoconversa en la Córdoba del siglo XVII

Por Jaqueline Vassallo

Rastros de una familia judeoconversa en la Córdoba del siglo XVII

Me gusta pasear por el centro histórico de Córdoba, disfrutar de su patrimonio, imaginar cómo pudieron vivir las personas que habitaron la Córdoba de otros tiempos. Encontrar sus historias, sus huellas, intentar conocer sus experiencias y emociones a las que nos acercan los documentos y libros que encontramos en archivos y bibliotecas locales. Como la historia de Diego López de Lisboa y Catalina Esperanza, un matrimonio de portugueses judeoconversos que vivió junto a sus hijos y otros familiares en una casa situada frente a la iglesia de Santo Domingo de Córdoba, donde hoy encontramos comercios entre las calles Dean Funes y Vélez Sarsfield.

Una casa que hoy ya no existe, pero que cobijó a esta familia migrante establecida a principios del siglo XVII; donde nacieron dos hijos más de este matrimonio que llevaba unos años huyendo de la Inquisiciones española y portuguesa y que había elegido a Córdoba como un lugar para establecerse.

Diego López había nacido en Lisboa en el seno de una familia con ascendencia judía. Sus abuelos sufrieron los avatares de la expulsión dispuesta por los Reyes Católicos en España y pasaron a Portugal, como tantos otros en ese entonces. Allí conoció a Catalina Esperanza, también hija de portugueses conversos, con quien se casó.

Pero los brazos del Santo Oficio los alcanzó y en 1595 ajustició al padre, un tío y una tía de Diego, así como el padre de Esperanza, todos acusados de judaizantes. Razón por la cual, decidieron migrar hacia Valladolid junto a sus dos hijos pequeños y Blanca, la madre de Catalina; mientras comenzaron a organizar los preparativos para cruzar el Atlántico, en busca de una vida más estable.

Fue Diego quien primero se embarcó camino a Brasil, porque debido a su condición no conseguiría autorización por parte de la Casa de Contratación para viajar a la América española. En aquellos tiempos, se podía ingresar al Brasil sin mayores inconvenientes y así lo hizo. Luego, y tras realizar unos buenos negocios, pasó al virreinato del Perú por el puerto de Buenos Aires de manera clandestina, como era habitual en aquellos años.

Del puerto se encaminó a Córdoba y en un breve tiempo se convirtió en un célebre comerciante, donde también se relacionó con la élite de la ciudad, más allá de los estereotipos que recaían sobre los portugueses, siempre asociados con la “herejía del judaísmo”. Incluso trabó vínculos cercanos con tres comisarios de la Inquisición, quienes no tramitaron las denuncias interpuestas en su contra, y hasta ejerció la mayordomía del convento de Santa Catalina.

Diego formó parte de un grupo de fuertes comerciantes de origen portugués avecinados, como Simón Acosta, o Duarte Pinto Vega; todos con proyección comercial en otras ciudades del Tucumán, Chile y el Alto Perú. En el plano social, el principal escollo a sortear era la condición de judíos conversos, pero la estrategia del grupo apuntó a participar en la vida de los laicos comprometidos en la época, como también a introducirse dentro de las estructuras religiosas.

Entretanto, tras un largo viaje desde Valladolid y conseguir los documentos que ocultaran el origen de la familia, Catalina, su madre, sus dos hermanos y los hijos del matrimonio llegaron a Buenos Aires a principios del siglo XVII. De allí se trasladaron a Córdoba donde estaba el centro de los intereses de Diego. Para ese entonces, como ha señalado Héctor Lobos, ya poseía la estancia La Lagunilla y gozaba de una encomienda. Incluso, más tarde llegó a ser regidor del Cabildo, y también nacieron sus dos hijos menores: Diego de León Pinelo y Catalina Marquesa.

Con la energía que le era propia, Diego llegó a ocuparse de los negocios municipales: prestó especial atención a la reparación del puente que cruzaba la acequia principal de Córdoba, en el trazado de las calles y la edificación del edificio del Cabildo.

La historiografía ha destacado la trayectoria de Diego, quien luego de enviudar optó por la vida sacerdotal y terminó sus días nada menos que en Lima, siendo el capellán y confesor del arzobispo Fernando Arias de Ugarte. Como también, de sus hijos célebres: Antonio, insigne jurista, o Diego, también jurista y literato.

Sin embargo, poco y nada se dice de Catalina y de sus avatares, de la adaptación que tuvo que hacer de su vida al cruzar el Atlántico, de los cuidados de su casa, la crianza de sus hijos en una tierra lejana, y que padeció la muerte de uno de sus hermanos a poco de llegar al virreinato del Perú – ya que Francisco Juan fue asesinado por los indígenas en el trayecto entre Buenos Aires y Córdoba-.

Y si bien no sabemos si llevó o no una vida espiritual de apariencia, junto a su hermano, Duarte Juan, fueron parte de la cofradía de San Antonio, en la iglesia de San Francisco. Ella rezaba cotidianamente en la Iglesia de Santo Domingo, a la que llegaba cruzando la calle y ante la imagen de Nuestra Señora del Rosario. Una imagen que casualmente había sido encargada por el dominico Francisco de Victoria, primer obispo del Tucumán – también de origen portugués y con familiares perseguidos por la Inquisición-. La misma imagen que se salvó de un naufragio frente a las costas de Lima, que luego fue traída a Córdoba y hoy podemos hallarla en el actual edifico reconstruido de dicha iglesia.

Sabiendo que estaba próxima a morir, Catalina mandó en su testamento que una porción de sus bienes fuera destinado a comprar un nuevo manto para la imagen de María y un vestido, para la del niño. En tanto que Blanca Botello, su madre, quiso ser enterrada en la iglesia con el hábito de San Francisco y el escapulario de Santo Domingo. Por ese entonces ella vivía junto a su hijo Duarte Juan, en una casa junto al convento de Santa Catalina.

Catalina y Blanca, mujeres que luego de recorrer el mundo, criar hijos y conformar una casa estable, murieron muy lejos de sus lugares de origen, con el peso del recuerdo de la persecución inquisitorial que había recaído sobre la familia, y con el temor latente de que pudiera volver a suceder. Ahora bien, más allá de las disposiciones de última voluntad que hicieron, todas vinculadas al culto católico, según los documentos que ofrece una vieja publicación de Luis Martínez Villada, no contaban con imágenes ni objetos religiosos en sus casas, como era muy habitual en ese entonces, sobre todo en los hogares del sector acomodado de la sociedad. Todo un detalle, para seguir pensando.

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