Estamos con una lapicera Bic roja violando la inmaculada blancura de la pared recién pintada del nuevo departamento que alquilamos. Le pido a ella que se pare derecha, que acerque los talones al zócalo y que apoye la nuca. Con una exactitud sobreactuada, voy con la lapicera perpendicularmente al cuerpo de mi hija y marco, sobre la última molécula de su cabeza, una raya roja, chueca, desprolija sobre la pared. Después, estiro una cinta métrica que revela que la estatura con la que empezó este año es de 1,27 metros y le escribo la fecha al costado: 7/1/2024.
Se da vuelta, mira la raya, me mira a mí y sonríe. Está orgullosa de todo lo que sus huesos y carne se estiraron en esos nueve años para alcanzar ese punto relativo del universo, aunque sabe que todavía le faltan muchas más milanesas de pollo, vasos de leche chocolatada y ensaladas mixtas para alcanzar los tres centímetros que le permitirán entrar al juego del mambo en el Súper Park.
Antes, en otros deptos, hicimos más rayitas, pero fueron sepultadas por el látex blanco más barato del mercado cuando debimos entregar la propiedad. Cada una de esas marcas es para mí una efeméride difusa.
En alguna de esas rayitas, días más, días menos, me gritó desde el baño para avisarme que había decidido, con cuatro años ya y ante mi profunda desesperación y estrés, dejar el pañal para hacer caca en el inodoro. Yo estaba buscando trabajo en la compu, corrí hasta el baño para ver qué pasaba y me encontré con la señora. “Mirá, hice caca”, me dijo y me señaló el sorete que flotaba en el inodoro. Sin duda, el tercer o cuarto momento más feliz de mi vida.
En otra rayita, como ella veía que yo tomaba mucho mate, me pidió uno para probar. Hasta ese momento solo había tomado yogures de vainilla, leche Nutrilón, banana, manzana, zapallito, asado, avena, algún guiso y fideos. Entonces, esperé a que se entibie la infusión gaucha, le tiré un kilo y medio de azúcar y le dije que me deje sacarle una foto después de probarlo. Cuando dio el primer trago, pude ver al asco y a la alegría disputarse el control de los músculos de su cara.
En una de las primeras rayitas que marqué, yo estaba muy angustiado mientras cambiaba un pañal porque caí en la cuenta de que me sería muy difícil terminar la tesis de Comunicación Social, salir de joda cuando quisiera, escribir para un medio gráfico y hacer la revolución. Y ella, ahí, escondiéndose debajo de la escalera para después decir “papi caca”. Lo único que me falta hacer hoy, solo por ahora, es la revolución.
Pero no me ilusiono con este método de marcado por dos razones: por un lado, físicamente, los humanos, por lo general, dejamos de crecer a cierta edad; y, por otro lado, en algún momento, más temprano que tarde, a la señorita le parecerá una ridiculez seguir haciendo esto y estará bien que así sea. Se irá de fiesta con sus amigas despeinadas y cool en un auto volador diciendo que me odia por alguna discusión pava que hayamos tenido y que soy un payaso y que esto y que lo otro y que ni siquiera la dejo fumar paco en el dormitorio, pero que yo a su edad hacía cosas peores.
Entonces, después de que se vaya, me quedaré sintiendo su odio efímero pero lacerante en las entrañas de mi autoridad adulta responsable tradicional indiscutible con mi nariz de payaso aún puesta. Cuando me recupere, a las horas, días o semanas, cuando hagamos las paces y volvamos a hablar sin tensión, quizás empecemos a marcar los hitos de nuestra relación de otra manera: con abrazos reconciliadores.