El calendario nos señala que se aproxima un nuevo 25 de mayo, una de las fechas fundantes del ser nacional, junto al 9 de julio. Por lo tanto, esta conmemoración puede ser una ocasión para invitarnos a la reflexión desde un ejercicio de memoria histórica, así como para interpelar el pasado “bronceado” por la historia nacional -como propone el investigador del Conicet José Vezzosi- a lo que añadimos, por la historia local.
Como sabemos, el edificio del Cabildo de Córdoba y la plaza San Martín suelen ser los escenarios habituales de los festejos oficiales. Sin embargo, lejos de lo que estaba ocurriendo en mayo de 1810 en el Cabildo de Buenos Aires -donde se había instalado la Junta y desde el cual emitieron los primeros documentos oficiales por los que informaban de la nueva situación al resto de los que se encontraban en el virreinato del Río de la Plata-, el edificio cordobés que hoy conocemos fue sede de la contrarrevolución.
Cabe recordar que la destitución del virrey Cisneros y la conformación de una Junta Gubernativa no fue aceptada por las autoridades españolas de Córdoba, ni por el ex virrey del Río de la Plata, Santiago de Liniers, quien en ese tiempo se encontraba radicado en estas tierras. A lo que debemos sumar la existencia desde hacía varios años de fuertes tensiones a nivel político en la dirigencia local -las facciones de los Allende y los Funes-, que también jugaron un importante rol en la definición de la adhesión a la Junta.
Gracias al trabajo de la historiadora cordobesa Virginia Ramos -quien identificó las actas más significativas emitidas por el Cabildo entre 1808 y 1813- sabemos que las noticias oficiales de la creación de la Junta recién llegaron a Córdoba el 4 de junio. Y que el día 6 se leyeron en el Cabildo una serie de oficios emitidos por la misma, entre ellos, el que se solicitaba su reconocimiento.
Pese a las gestiones de los Funes -que se situaron rápidamente en el bando revolucionario- el Cabildo resolvió desconocer a los nuevos mandatarios y al mismo tiempo, reconoció la legitimidad del Consejo de Regencia, que había asumido en España la representación del rey cautivo en Francia. A renglón seguido, notificaron la decisión al virrey del Perú, José Fernando de Abascal y a otras ciudades del virreinato, con el objetivo de llevar adelante una resistencia militar a la iniciativa de Buenos Aires. Fue así como en julio de 1810, Abascal proclamó la reincorporación provisional de las Intendencias de Charcas, Potosí, la Paz y Córdoba del Tucumán, al virreinato del Perú.
Todo ello trajo aparejado fuertes tensiones en la sociedad cordobesa, en las que abundaban rumores y la circulación de todo tipo de información que fue llevada a los oídos de las autoridades, sobre quienes adherían o no al grupo revolucionario. Cuestiones que también tuvieron por escenario al Cabildo. Por ejemplo, cuando el Gobernador Intendente Gutiérrez de la Concha decidió confinar fuera de la ciudad a ciertas personas que pertenecían a familias prominentes por adherir a la Junta, el rechazo a la medida fue expuesto en la asamblea capitular del 30 de junio, por el alcalde de segundo voto José Antonio Ortiz del Valle. Un hombre que oficiaba cotidianamente de juez ordinario y que, además, solicitó que fueran reintegradas.
Habida cuenta que el grupo contrarrevolucionario continuaba con sus actividades políticas y militares, la Junta envió una circular a todos los cabildos, en junio de ese año -también recibida en el de esta ciudad-, en la que señalaba que tenía recursos para “hacer entrar en sus deberes a los díscolos que pretendan la división de estos pueblos”. Y así lo hizo.
Finalmente, los contrarrevolucionarios, a pesar de tener gran parte del poder político, no lograron sumar las adhesiones esperadas a nivel regional y terminaron huyendo hacia el Alto Perú en busca de la protección de las autoridades de Charcas. Así, la conspiración fue desbaratada por los revolucionarios y los cabecillas fueron fusilados por orden de la Junta -salvo el obispo Orellana, en virtud de su investidura- el 26 de agosto de 1810.
Pero la lucha entre unos y otros no acabó con estas muertes. La disputa también se extendió ante la Comisaría de la Inquisición local, que si bien estaba poco activa desde inicios del siglo XIX, por esos días volvió a desperezarse hasta que fue suprimida por la Asamblea del año XIII. Ya que esta instancia fue considerada válida para canalizar venganzas, mediante denuncias interpuestas contra quienes por ese entonces jugaban importantes roles importantes en el nuevo orden.
A poco de conocerse el fusilamiento, en octubre de 1810 llegó la primera delación contra un profesor de la Universidad, Santiago Rivadavia. Fue incoada por don Francisco de Molde, español, soltero y preceptor de gramática de la misma institución ante el comisario Coaraza. Luego lo harían doña Marquesa Ponce de León – una mujer casada de la élite local- y don Manuel de Tapia, estudiante universitario.
Los tres denunciantes relataron que estuvieron presentes en el momento en que Rivadavia pronunció palabras contra tres sacramentos de la Iglesia católica: el matrimonio, la confesión y la unción de los enfermos.
¿Quién era Santiago Rivadavia? Se trataba de un abogado porteño radicado en Córdoba, profesor de cánones en la Universidad local y hermano de Bernardino. Figuró entre quienes participaron en el Cabildo abierto del 17 de agosto de 1810, para elegir el representante por Córdoba que se incorporaría a la Junta de Buenos Aires y votó por el Deán Gregorio Funes. Tenía una estancia llamada La Aguadita en Totoral y allí auxilió con alojamiento y alimentos al ejército revolucionario cuando procuraba detener a los contrarrevolucionarios.
El gobernador Juan Martín de Pueyrredón lo sumó a su gestión como secretario de la gobernación, pero se ganó mala fama entre los cordobeses -incluso entre los adeptos a la revolución- por el modo en que llevaba adelante las detenciones que se le encomendaban, así como por sus supuestas actitudes antirreligiosas.
Las denuncias en su contra no prosperaron- las llamas de la Inquisición de Lima ya no ardían y las comunicaciones entre el comisario local y el tribunal estaban afectadas por la revolución-. Pero no se salvó que Mariano Moreno lo apartara del cargo al comprobar que no tenía el grado de abogado que decía haber obtenido.
Sin embargo, y más allá de estas vicisitudes, Rivadavia continuó su carrera política y hasta impulsó la reforma religiosa emprendida por Bernardino cuando fue ministro de gobierno del gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez. Finalmente, murió en Buenos Aires en 1823. ¿Acaso tuvo presente en ese momento lo que señaló enfáticamente en la casa de doña Deza en contra de la unción de los enfermos y que le valió una de las denuncias? No lo sabemos.
Lo que nos dicen que los Sacramentos son instituidos por Jesucristo y admitidos por la Iglesia son puro engaño, pues son solamente invención de algunos sacerdotes antiguos, que se valieron de estos medios para subsistir y tener que comer. Que en la extremaunción se conoce el engaño y la mentira, en los mismos efectos que dicen causa la extremaunción, que es dar salud corporal si conviene, pues esta condición la ponen, por lo que hemos de ver si muere o sana el enfermo y como el efecto del alma no se ha de ver, lo pone absolutamente. (Archivo del Arzobispado de Córdoba, Inquisición, Leg. 18, tomo III)