Si bien falta que se desarrolle un tercio del festival, la sensación que ya sobrevuela en el aire es que la 24 edición del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici) no será recordada entre las mejores de su historia. A la pobre calidad de varias de las películas que participan en las distintas competencias –sobre todo la argentina, la que más ha seguido este cronista–, se le suma la escasez de grandes hallazgos que singularicen al programa del año en la comparación histórica, aunque sí haya nombres para destacar. Intentemos ser precisos en el juicio: basta la retrospectiva del director francés Clément Cogitore –y en menor medida de su par indio Rajat Kapoor– para relativizar cualquier sentencia negativa sobre el festival. Pese al ajuste evidente en su presupuesto, Bafici siguió ofreciendo en 2023 lo que suele ofrecer: un buen panorama del cine independiente regional –este año más enfocado en lo nacional- y la posibilidad de descubrir a algunos autores desconocidos del mundo para la comunidad cinéfila que acostumbra a poblar sus salas. No es poco para los tiempos que corren, es verdad, pero hay que decir que el ajuste se hizo sentir.
Con más razón, vale la pena destacar aquellos filmes valiosos que el encuentro supo ofrecer, entendiendo que toda lectura impone un recorte y que habrá muchas obras que quedarán afuera del recuento (que seguirá en futuras notas). Uno de ellos es “Mudos testigos” (Colombia / Francia), de Jerónimo Aterhortúa y Luis Ospina, estrenado en la Competencia Vanguardia y Género, que constituye una verdadera declaración de amor al cine nacida de la capacidad lúdica y creativa de los directores. El propio Aterhortúa, que está presente en el festival, cuenta en las funciones que la película nació en el Bafici, donde conoció a Ospina –eminente director y teórico colombiano-, con quien pronto pergeñó un proyecto algo delirante: hacer una nueva película de ficción a partir del remontaje de fragmentos de cientos de películas colombianas del periodo mudo. Como se sabe, Ospina murió poco después de aquel encuentro, en 2019, tiempo que le bastó para desarrollar los ejes centrales de la historia que el joven crítico terminaría montando en los años posteriores. El resultado es un filme imposible, que a través de una historia de amor de aliento clásico va narrando paralelamente no sólo la historia del cine colombiano sino también algunos eventos capitales de su país -como las rebeliones campesinas de los años ´20 o un colosal incendio de la ciudad de Bogotá- y las diferencias de clase que lo marcaron, otorgándole una actualidad insólita a imágenes registradas entre 1922 y 1937.
En la superficie, tenemos entonces la historia central del filme, pura ficción, que narra un amor trágico entre Efraín y Alicia, que se antoja imposible para la época, como en tantos melodramas del cine silente. El primero es un pintor sin recursos que está decidido a ir por encima de sus posibilidades y enamorar a Alicia, una joven comprometida con un terrateniente llamado sugestivamente Uribe. Si bien logrará consumar su amor, tener una relación pública resultará imposible, lo que los destinará a una clandestinidad condenada al fracaso: cuando Uribe descubra el affaire iniciará un escape que llevará al filme a recorrer la Colombia profunda de inicios del siglo pasado, donde la película adquirirá otra dimensión como testimonio histórico de ese tiempo y acaso declaración política de los propios directores. Lo notable es cómo Aterhortúa y Ospina se las arreglan para convertir a su ficción en un medio para revivir las voces fantasmales de la historia contenidas en imágenes que vuelven a adquirir otra vida, con nuevos significados, ante nuestros ojos, sin contrabandear ninguna línea política determinada. Es más, se diría que la clave central del filme está en su poca seriedad: su voluntad lúdica para jugar a la ficción con fragmentos y retazos del cine colombiano en busca de componer un universo paralelo, que recorre a su propio modo la evolución del cine. En este sentido, el notable trabajo con el sonido resulta capital para narrar el paso del cine mudo al sonoro, algo que constituye otra de las capas de una película que a cada momento puede ofrecer un hallazgo inesperado al espectador.
Estreno cordobés
Dentro de la Competencia Argentina, el martes se estrenó “El siervo inútil”, esperado debut en largo de Fernando Lacolla, que hace foco en un tema inédito para la cinematografía local, acaso por sus resonancias políticas. La película del hijo del reconocido crítico, docente e historiador de cine Enrique Lacolla construye, en efecto, una trama oscura sobre los desarrollos inmobiliarios de Córdoba y los negociados subyacentes a través de la historia de Luca (Federico Liss), un emprendedor que trabaja para su suegro en una inmobiliaria que está desarrollando un ambicioso proyecto edilicio en los terrenos ferroviarios ubicados frente a la terminal de ómnibus. Ya en las primeras escenas de la película, Luca se encontrará con los problemas que conlleva tal empresa: la gente pobre que vive en los vagones abandonados del lugar de construcción; aunque pronto surgirán escollos más importantes. Ocurre que el proyecto -que ya ha sido vendido a sus futuros inquilinos- necesita de una habilitación municipal que se hace rogar para iniciar su construcción. Con su suegro y su mujer (Pola Halaban) comiéndole los talones, Luca decidirá recurrir al padre de un amigo de la secundaria, el diputado Cardone (Rubén Gattino), para destrabar el entuerto, aunque ése será el inicio de un descenso imperceptible a los infiernos de la burocracia política y judicial que lentamente lo irá enredando cual laberinto kafkiano.
Para no adelantar más de la trama del filme, que próximamente se verá en el Festival de Cine Independiente de Cosquín y que luego se estrenará en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, basta decir que como buen thriller nada saldrá como lo previsto y que la ambición que comenzará a ganar a Luca -un hombre gris de unos 40 años que ve en su vínculo con el diputado Cardone una oportunidad para despegar su carrera e independizarse de la tutela de su suegro- será también su perdición.
Uno de los méritos de la película está en la capacidad de Lacolla para desarrollar un suspenso asordinado que se va desplegando sostenidamente a partir de las decisiones de su protagonista, cuyas tribulaciones éticas y emocionales no son expuestas a través del guion sino que son construidas desde las acciones de Liss, Halaban y Gattino, todos impecables en sus papeles. Se diría incluso que Luca constituye una figura arquetípica de nuestra cultura: a partir de él, Lacolla despliega y pone en cuestión ciertos lugares comunes que rigen en nuestra sociedad sobre el campo, el éxito o la política, anhelos de clase que terminarán chocando con la realidad del verdadero poder, inaccesible e inclemente (un diagnóstico que puede resultar problemático pero que rige muchas lecturas del presente). Sin embargo, la película no sería lo que es si no tuviera la puesta de cámara y la fotografía de Ezequiel Salinas, quien filma a las sierras cordobesas como nunca ha sido hecho hasta el momento: como un bello western crepuscular, con un formato 16:9 extendido, el campo aparece como un espacio hipnótico y seductor pero lleno de peligros que acechan escondidos a sus presas.