“Nadie extrañaba la luz” es el último volumen de cuentos del Sergio Gaiteri. Con una prosa seca, yerma, pero asimismo envolvente, que me gusta denominar italiana, sin ampulosidades, ingresamos a historias de vida donde se dinamita el cosmos familiar, de pareja, de vínculos comunitarios, y donde los personajes, en esa primera persona gaiteriana que se reitera como un sello, están hechos de una involuntaria apatía que asombra y mantiene en vilo simultáneamente.
Sin hablar de etiquetas, que las hay y muchas, entiendo que es mejor establecer no el estilo de un escritor/a/e sino más bien cómo inserta su voz en las temáticas que trata. Gaiteri, con una firme producción narrativa que pocos desconocen, modula artificios que ahogan silenciosamente. No hay gritos, alarmas, pero he allí justamente la trampa: la vida “in media res” se experimenta como una sorpresa tenue de la que no hay escapatoria. En los nueve relatos que integran el libro, el bisturí del autor abre una cadencia sostenida, en donde la apatía no cede el lugar a la impotencia, amargura, depresión o ansiedad, sentimientos en los que es fácil caer en base a las experiencias por las que atraviesan los personajes de los cuentos. Es como si un tornado en un vaso comprendiera que no debe romperlo, pese a su furia y fuerza. Un lema para la narrativa de Gaiteri puede ser “las cosas son así porque son así”. Y punto.
En el primer relato, “La tía”, la sospecha de una infidelidad se desvanece y su lugar es ocupado por otra sospecha mayor e incomprobable. La intimidad es una serena caja de Pandora. Conocemos y leemos las acciones, pero no las motivaciones de los comportamientos.
Entre Henry James, Cheever, Munro y Svevo se mueve el pulso nada melodramático del autor. Algo así sucederá en “Quince paladas de nieve”, donde podemos apreciar lo que decía más arriba del ahogo casi involuntario: una pareja derrumbándose, el aferrarse a lo que resbala, y la pregunta: ¿cómo se escapa de un sitio del que se desconoce la salida? En ese relato hay una frase que me gustaría emplearla para -otra vez- seguir con la voz de Gaiteri: “Hacer un chiste y repetirlo unas horas después. Retocado o con más gracia. Me convertí, como le escuché decir una vez a un amigo, en un mejorador de chistes”. Bien, haciendo un leve corrimiento diré que el autor es un mejorador de intimidades que están a punto de desinflarse. No explota la cosa, se desinfla.
En “Tres etiquetas y media” un vecino y empedernido fumador agonizante ha escondido algo que la mujer del narrador quizás sabe y es el propio narrador el que prefiere anestesiarlo. El lector quiere saber qué sucede, pero es la víctima de esos sucesos el que elige, prefiere, busca no saber. Gaiteri no trabaja con el suspenso, sino que lo hace con la sustracción anímica. En “La cadena” todo girará (y todo es ese desinflarse de las relaciones) en un hurto, una moto y la obsesión de un padrastro. Allí leemos: “Creo que los dos pensamos algo similar en el mismo instante: por más que lo quisiéramos, que hubiéramos invertido todos estos años en lograr lo contrario, éramos poco ajenos el uno para el otro”. Hay en ciertas frases -las que descorren el velo rumiante del narrador- que dan con la nota que alumbra las acciones; aquí, en el derrotero dificultoso de la pareja por comprender por qué no pueden seguir juntos, asistimos a una experiencia casi ataráxica pero difícil de ponerla en palabras: no saber cómo decir aquello que mantenga cierta estabilidad.
En “La última luz el día” nos topamos nuevamente con motivaciones desconocidas que son el corazón de la historia por la que transitan los protagonistas. Pero es en “Marcianos” donde el autor sigue con la arquitectura narrativa que se asienta en la disimulación. Recordemos que se disimula lo que se tiene, lo que no se tiene sólo se simula. Leyendo, conocemos la cáscara de esos disimulos de los personajes, apáticos, para nada tórridos, cargados pero que se desinflan sin explotar, y que mueven las páginas de sus vidas casi como si una brisa involuntaria lo hiciera. Allí leemos, por ejemplo: “Había algo nuevo, algo puro en nuestra historia que hacía que las palabras no llegaran a tener ese tono de desesperación y fatalidad”.
Las palabras y el sentido que atraviesa los cables comunicativos en la narrativa gaiteriana buscan absolver su entropía, reducir un caos cuyo molde de estabilidad emocional queda grande o chico, siempre.
Calles y barrios de Córdoba y pueblos y ciudades del interior provincial alimentan la literatura del autor y hasta el diseño emocional de los personajes. Ya eso estaba en “La vertiente”, “Trabajo social”, y en otros volúmenes anteriores. “La pileta de lona” puede leerse a la luz de “Cadena” y hasta “Marcianos”: unas golosinas sobre las que el lobo de la narración se regodea, rodea y hasta hace gala obsesivamente de ellos para contar “la” historia. Como la piedra o la flor que sólo valen o son por su aroma. En el último relato, un auto y una casa son motivo de disquisición, extrañeza, aunque luego las cosas vuelven a su cauce, uno que no se sabía que estaba allí. Llegando al final, el narrador y personaje dice “le parecía extraño que haya comprado ese auto, siendo que nunca me animo a nada fuera de lo común”. Leemos viendo cómo en las historias los personajes se animan a algo fuera de lo común, pero sin la fuerza necesaria, esa que tiene y esconde -en un toque prestidigitador- el autor.
En “Nadie extrañaba la luz” Gaiteri trabaja con un estilo que defino como sofisticación de la sustracción, algo así como si uno quisiera ver por separado cómo suena cada acorde de una música; el tema está en saber entender que ese mismo acorde es una melodía -sensible, apenas cruda, ¿realista?- en sí misma. Sólo hace falta auscultar el oído.