Subí, que te llevo hasta que se acabe el año

Por Silvia Barei

Subí, que te llevo hasta que se acabe el año

Es costumbre que en el mes que está por comenzar a uno se le de por los balances, y pensar qué cosas buenas y malas han pasado este año. Como dignos seres humanos, somos conscientes de nuestra costumbre diaria de hacerles pasar malos ratos a todos los que podamos. No en el sentido individual, sino en el colectivo. Podemos pensar en guerras, hambrunas, desplazamientos, catástrofes de índole variada. Podemos pensar hasta en las últimas elecciones. “El infierno está encantador esta noche” cantan Los Redondos.

Pero se puede hacer un esfuerzo y pensar cosas interesantes y creativas, que también de vez en cuando nos suceden como Humanidad

I.

Los suelo ver los jueves, en esa placita de la fuente en forma de estrella, en una esquina de la Cañada. Están ensayando.

Son entre cinco y seis muchachos y una sola chica. Ellos van y vienen, digamos; a veces están unos y otras veces, otros. Ella está siempre, lleva minifalda, borcegos y tiene piernas hermosas. Si hace frío calza un pantalón de plástico negro muy ajustado y siempre el mismo collar, que parece de lana de colores.

Se van turnando para escucharse alternativamente. Ensayan movimientos que parecen desarticulados, al tiempo que recitan con un ritmo también quebrado.

Me gusta detenerme un rato y escucharlos, aunque nunca me acerco mucho, porque ellos están concentrados en lo suyo y, además, me siento fisgona, como quien sabe que espía en una fiesta a la que no invitaron.

Recitan y bailan (¿bailan?) unas canciones que dicen cosas como: “Me decís todos los días/ que vaya a trabajar/ pero a mí no me gusta tu sociedad”; “Mi vieja es la sirvienta/ de una señora bian /la cambia y le limpia el culo/ pero le pagan remal”. Las chicas del bar del frente les alcanzan una jarra con un líquido verde y les dicen: es limonada con chía y menta, trae suerte. Y ellos agradecen gesticulando y sin dejar de rimar.

No siempre entiendo bien lo que dicen, pero me llaman la atención los movimientos de sus cabezas, en parte rapadas, sus gestos crispados, sus gritos que parecen risas. Cuellos tatuados, dedos llenos de anillos (puede distinguir uno que es una calavera), una gran cruz en el cuello, pantalones rotos, zapatillas de diseños increíbles.

Suelen tener una pequeña ronda de curiosos mirándolos ensayar, sobre todo jóvenes que se ríen y siempre aplauden. Un día, una señora que se ha parado a mi lado me mira sonriente y me dice, antes de enfilar raudamente para Ayacucho: “Qué lindos chicos. La Santita los proteja”.

Yo estaba pensando simplemente si esta insolencia logrará cambiar el mundo. O al menos algo, en esa esquina de Córdoba donde el muchacho que limpia los vidrios de los autos por unas monedas, también se ha venido a escucharlos.

¿Qué Santita? me pregunto yo que sé poco de santos y santas.

¿Gilda, La Difunta, La Madre María, La Almita, Santa Evita, María Soledad Morales, la Pilarcita, santita de las muñecas, Antonia Montanari, la niña que está en el cementerio de San Francisco, La Niña Santa que abre los ojos en Guadalajara, la Ramonita Moreno, las degolladitas de Corrientes, la Telesita, La Niña Marisa o “La Niña Santa” de Lucrecia Martel?

Milagreras populares. Y que las hay, las hay.

II.

Y mientras voy haciendo este repaso imposible, recuerdo la bella exposición que este año se mostró en la Biblioteca Nacional, junto a una serie de charlas con especialistas acerca de mitos, seres mágicos, creencias y devociones populares. Editaron con todo ello un libro precioso con figuras de la piedad popular que se abre con esta pregunta: “¿Qué tienen en común Ceferino Namuncura, la Almita Sibila, el Gauchito Gil, La Difunta Correa, el Maruchito o Pancho Sierra? ¿Cómo es concebible que convivan en un mismo arco de devociones la Pomba Gira, la Virgen de Itatí, San La Muerte o La Pachamama? ¿Qué postula para la admiración piadosa a Tibor Gordon, a Gilda ó a Maradona?”

La documentación profusa de la Biblioteca da cuenta de cada uno de ellos y, sin embargo, no llega a explicar el fenómeno de las devociones populares: ¿son parte de un relato sacrificial que abarca sincretismos, fuerzas intercesoras ante lo sagrado, superstición, leyenda o mito, reliquias, oratorios, altares y hasta folletos turísticos?

El mapa argentino -seguramente del mundo entero- está tachonado de espacios donde fácilmente reconocemos a nuestros milagreros locales: al Gauchito, la Difunta, San Expedito, a los que la gente acude a pedir favores, a rezar, hacer rituales y a prometer veneración.

Por falta de agua muere Diolinda (o Mercedes, o Remigia, o Antonia) Correa, “la muerta linda del desierto, la del seno vivo con el cuerpo yerto”, como la describe Gabriela Cabezón Cámara. Los relatos que dieron forma a la historia de la Difunta circularon desde siglo XIX, a tal punto que en algunos de ellos no hay hijo, o dicen que el hijo será luego un soldado de San Martin. Tan inestable es su historia como estable el santuario de Vallecito, y su condición de santa popular hacedora de milagros y protectora de los camioneros y choferes de ómnibus.

Por las rutas anda también “Antonio Mamerto Gil, correntino y milagroso/ gaucho de Dios y anchuroso como el Paraná símil”, poetiza Saúl Huenchul, y anda San La Muerte o El Señor de los Siete poderes, y casi todos pasaron del ámbito rural al urbano, y de las culturas populares a los medios masivos y las redes. Y fue un cura chamamecero el que llevó la imagen del Gauchito a las bailantas del conurbano, espacio de asentamiento de muchos correntinos.

Y el camino también le fue propicio a Ceferino y al cura Brochero, a los bandidos rurales y al Negrito Manuel, que se quedó a orillas del río Luján por voluntad de la Virgen a quien custodiaba.

Y Gilda tiene sus devotos en el altar construido en la banquina, a pocos metros del accidente; pero muchos fans van al nicho 3635 en el cementerio de La Chacarita todos los 7 de septiembre, cuando se conmemora un nuevo aniversario de su Muerte; y el Potro Rodrigo tiene sus santuario “por darle alegrías al pueblo” en la banquina donde se accidentó, así como Segurola y Habana es la mítica esquina maradoniana; y en Villa Crespo repiten Pugliese Pugliese.

No todos son iguales, no todos tuvieron una muerte joven y violenta, no todos fueron víctimas, pero todos han sido investidos con un ingrediente religioso.

Y todos y todas viven en el Olimpo de la santería popular, en la memoria de la gente, a veces usada por los Estados o menoscabada por la iglesia misma, y sostenida en la fidelidad concreta de un pueblo que los considera su guía, su brújula interior, su posibilidad de salvación.

En ellos se confía ante la ausencia de dioses confiables.

“Contra la ausencia de Dios/ yo me armé de amuletos y cencerros./ La virgen Travesti que vigila mi sueño como gárgola en medias de red./ Iemanjá y una bolsita con arena de Brasil/ Un billete de cien pesos con la cara de Evita./ La Virgen del Valle decapitada y restaurada./ Las velas que enciendo cada viernes/ y la oración de rodillas para agradecer y rogar por igual”, escribe Camila Sosa Villada encomendándose a Sandro de América, que, desde un disco ya mítico, nos dice “Subí, que te llevo”.

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